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– ¿Quiere que le haga un retrato? -le preguntó el pintor sin levantar la vista, colocando una nueva hoja de papel en el caballete.

El muchacho vaciló.

– Ya lo sé, es usted estudiante y no tiene dinero -prosiguió el pintor-. Pero tiene un rostro muy interesante. Jamás había visto tantas cicatrices. Le haré un par de bocetos al carbón y le regalaré uno.

Georges-Jacques Danton permaneció inmóvil, observando al extraño de reojo.

– No hable ni se mueva -le advirtió el pintor-. Limítese a arrugar el ceño, así, y yo le hablaré mientras dibujo. Me llamo Fabre, Fabre d’Églantine. ¿Le choca mi nombre? ¿Que de dónde procede el apellido D’Églantine? En el concurso literario de 1771, la Academia de Toulouse me obsequió con una guirnalda de rosas silvestres. Un gran honor, ¿no le parece? Por supuesto, yo habría preferido un pequeño lingote de oro, pero qué le vamos a hacer. Para conmemorar tan importante evento, mis amigos añadieron el sufijo D’Églantine a mi vulgar apellido. Gire un poco la cabeza. No, hacia el otro lado. Quizá se pregunte qué hace un tipo como yo, que ha sido galardonado por su obra literaria, retratando a la gente que pasa por la calle…

– Imagino que será un artista muy versátil -respondió Georges-Jacques.

– Algunos de los dignatarios locales me invitaron a que les leyera mi obra -dijo Fabre-. Pero no dio resultado. Al final, me peleé con mis mecenas.

Georges-Jacques le observó sin volver la cabeza. Fabre era un hombre de unos veintitantos años, no muy alto, con el pelo negro y corto. Llevaba una casaca limpia, con los puños raídos, y una camisa vieja. Todo cuanto decía era al mismo tiempo serio y no serio. En su rostro se dibujaban diversas expresiones experimentales.

– Vuélvase un poco hacia la izquierda -dijo Fabre, cogiendo otro lápiz-. Es cierto, soy un artista muy versátil. Soy al mismo tiempo dramaturgo, director de orquesta, retratista y paisajista; compositor, músico, poeta y coreógrafo. Escribo ensayos sobre todo tipo de temas de interés público, y hablo varios idiomas. También me gustaría dedicarme a diseñar jardines, pero nadie me contrata. El mundo no está preparado para un hombre de mi talento. Hasta la semana pasada era un actor itinerante, pero he perdido a la compañía con la que viajaba.

Cuando terminó, dejó el carboncillo y examinó detenidamente los bocetos.

– Tenga -dijo, entregando uno a Danton-. Sin duda éste es el mejor.

Danton miró asombrado el dibujo. Era exacto a él, la misma cicatriz que le surcaba la mejilla, la nariz aplastada, el pelo fuerte y encrespado…

– Cuando sea usted famoso -dijo-, esto valdrá una fortuna. ¿Qué fue de los otros actores? ¿Acaso iban a representar una obra?

Le habría gustado asistir al teatro; la vida era muy tranquila y aburrida.

Inopinadamente, Fabre se levantó y, girándose hacia Bar-sur-Seine, le dedicó un gesto obsceno.

– Dos de nuestros actores más aclamados se pudren en una cárcel de pueblo por haberse emborrachado y haber organizado un escándalo. Nuestra primera actriz quedó preñada hace unos meses por un campesino, y en la actualidad se dispone a representar el más vulgar de los papeles cómicos. La compañía se ha deshecho. Temporalmente, claro. -Fabre miró a Danton con curiosidad y añadió-: ¿Le gustaría huir de casa para convertirse en actor?

– Creo que no. Mi familia quiere que sea sacerdote.

– Ni se le ocurra -dijo Fabre-. ¿Sabe cómo eligen a los obispos? Por su pedigrí. ¿Tiene usted pedigrí? No, por supuesto que no. Es usted un campesino. ¿De qué sirve dedicarse a una profesión si no se puede alcanzar la cima?

– ¿Alcanzaría la cima si trabajara como actor? -preguntó Danton cortésmente, como si estuviera dispuesto a considerar dicha posibilidad.

Fabre soltó una carcajada.

– Sería un excelente villano -contestó-. Causaría sensación. Tiene una buena voz, pero debe aprender a respirar -dijo Fabre, golpeándose en el pecho justo debajo del diafragma-. Piense que su respiración es un río, y deje que fluya. El truco consiste en respirar correctamente. Relájese, está demasiado tenso. Respire profundamente y podrá seguir declamando durante horas.

– No veo por qué debería hacerlo -contestó Danton.

– Usted cree que los actores somos una mierda, ¿no es cierto? Unos gusanos. Como los protestantes. Como los judíos. ¿Y qué le hace creer que es diferente? Todos somos unos gusanos. ¿No comprende que basta con que el Rey firme un papel que ni siquiera ha leído para que le encierren mañana en la cárcel para el resto de su vida?

– No veo por qué el Rey haría semejante cosa. No he hecho nada para que me encierren en la cárcel. No soy más que un estudiante.

– Exactamente -contestó Fabre-. Le aconsejo que trate de vivir los próximos cuarenta años sin llamar la atención. No es necesario que el Rey lo conozca a usted personalmente. ¿Pero qué le han enseñado en la escuela? Cualquiera que sea alguien y quiera quitárselo de en medio puede acudir al Rey y pedirle que firme un documento para que lo encierren en la Bastilla, a quince metros por debajo de la rue Saint-Antoine, junto a un montón de huesos. No, no estará solo en una celda, porque ni siquiera se molestan en retirar a los viejos esqueletos. Supongo que sabrá que existe una raza especial de ratas que devoran vivos a los presos…

– ¿En serio?

– Y tan en serio -contestó Fabre-. Primero se comen el pulgar, luego el dedo pequeño del pie, etcétera.

Al ver la cara de asombro de Danton, Fabre se echó a reír.

– Es inútil tratar de instruir a los provincianos. No sé por qué pierdo el tiempo aquí en lugar de ir a París y hacerme rico.

– Yo también deseo ir a París -dijo Georges-Jacques impulsivamente-. Quizá volvamos a encontrarnos un día.

– Téngalo por seguro. No olvidaré su rostro -contestó Fabre, señalando el otro dibujo que le había hecho-. Le buscaré.

El muchacho extendió su enorme manaza y dijo:

– Me llamo Georges-Jacques Danton.

Fabre se quedó mirándolo y contestó:

– Adiós. Estudie leyes, Georges-Jacques. La ley es un arma contundente.

Durante toda la semana, Georges-Jacques no hizo más que pensar en París. Quizá fuera un gusano, pero al menos habría ido a la capital. Respira profundamente, se repetía. Fabre tenía razón. Cuando respiraba correctamente, tenía la sensación de poder seguir hablando durante días.

Cuando el señor De Viefville des Essarts viajaba a París, solía ir al colegio Louis-le-Grand para visitar a su sobrino, aunque lo cierto es que tenía serias reservas sobre el futuro del muchacho. Su tartamudeo no había mejorado, sino más bien al contrario. Cuando hablaba con el chico, sonreía nerviosamente. Cuando el muchacho se quedaba atascado en medio de una frase, el señor De Viefville se sentía turbado, desolado. Era inútil tratar de ayudarlo porque Camille era imprevisible. Empezaba una frase con normalidad y de pronto se salía por la tangente.

El muchacho no estaba capacitado para afrontar la vida que habían planeado para él. Era tan nervioso que casi se podían oír los latidos de su corazón. Era menudo, con la tez pálida y dotado de una abundante cabellera negra. Miraba a su tío tímidamente y no cesaba de moverse, como si deseara escapar de la habitación. En aquellos momentos, su tío se compadecía de él.

Pero en cuanto salía a la calle, su compasión se evaporaba. Se sentía como si le hubieran ofendido de palabra. Resultaba absurdo. Era como si un cojo le hubiera hecho tropezar. Sentía deseos de protestar ante tamaña injusticia, pero dadas las circunstancias, no podía hacerlo.