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El señor De Viefville viajaba a la capital para asistir al Parlamento de París. Los parlamentos del reino no eran unos organismos elegidos por votación popular. El señor De Viefville había comprado su título de parlamentario, título que pasaría a sus herederos. A Camille, quizá, si se portaba mejor. En los parlamentos se celebraban juicios, se sancionaban los edictos del Rey. En una palabra, demostraban que eran la ley.

De vez en cuando, los parlamentos se volvían incómodos. Protestaban sobre el estado de la nación, sobre todo para defender sus intereses o cuando temían verlos amenazados. El señor De Viefville pertenecía a una clase media que no deseaba aniquilar a la nobleza sino mezclarse con ella. Los cargos, los destinos, los monopolios, tenían un precio, y muchos de ellos conllevaban un título.

Los parlamentarios se inquietaron cuando la Corona empezó a afirmar su poder, emitiendo unos decretos que jamás había dictado y sugiriendo la forma en que el país debería ser gobernado. De vez en cuando, el Monarca se enojaba con ellos; y dado que resistirse a la autoridad era una novedad peligrosa, los parlamentarios consiguieron la difícil proeza de defender una postura archiconservadora y convertirse al mismo tiempo en héroes populares.

En enero de 1776, el ministro Turgot propuso la abolición de un derecho feudal denominado corvée, una labor comunal obligatoria para la construcción de carreteras y puentes. Sostenía que las carreteras serían más seguras si las construían unas entidades privadas en lugar de ignorantes campesinos. Pero eso sería muy costoso, por lo que se impondría un impuesto sobre la propiedad, que pagarían todos, no sólo los plebeyos sino también los nobles.

El Parlamento rechazó la propuesta. Tras otro violento altercado, el Rey obligó a los parlamentarios a abolir el llamado corvée. Turgot tenía innumerables enemigos. La Reina y su círculo intensificaron su campaña contra él. Al Rey le disgustaba imponer su voluntad, y era vulnerable a las presiones del momento. En mayo destituyó a Turgot, y el trabajo forzado fue impuesto de nuevo.

– Al menos ahora tendremos dinero -dijo el conde d’Artois a espaldas del vilipendiado economista.

Cuando el Rey no iba de caza, se encerraba en su taller para reparar cerraduras y otros objetos de metal. Confiaba en que si no tomaba decisiones, no cometería errores; estaba convencido de que, si no intervenía, las cosas seguirían con la normalidad de costumbre.

Tras la destitución de Turgot, Malesherbes presentó su dimisión al Rey.

– Tienes suerte -dijo Luis con tristeza-. Ojalá yo también pudiera dimitir.

1776: Declaración del Parlamento de París

El primer imperativo de la justicia es defender lo que pertenece a cada individuo. Se trata de una norma fundamental de las leyes naturales, de los derechos humanos y del gobierno civil; una norma que consiste no sólo en defender los derechos de la propiedad, sino los derechos connaturales en cada individuo y los que derivan de las prerrogativas de nacimiento y posición social.

Cuando el señor De Viefville regresaba de París, se dirigía a regañadientes, a través de la maraña de estrechas callejuelas, a casa de Jean-Nicolas, un edificio alto y blanco repleto de libros, situado en la Place des Armes. Maître Desmoulins tenía una obsesión, y De Viefville temía enfrentarse a su mirada y verse obligado a responder a una pregunta a la que nadie podía contestar: ¿qué había sido del bondadoso muchacho que enviara a Cateau-Cambrésis nueve años atrás?

El día del decimosexto cumpleaños de Camille, su padre dijo:

– A veces creo que mi hijo es un pequeño monstruo sin un ápice de cordura ni de sentimientos.

Había escrito a los sacerdotes en París para preguntarles qué era lo que enseñaban a su hijo; para preguntarles por qué era tan desordenado y por qué, durante su última visita a casa, había seducido a la hija de un concejal, «un hombre con el que me tropiezo cada día».

En realidad, Jean-Nicolas no esperaba que los sacerdotes respondieran a sus preguntas. Lo que más le irritaba de su hijo eran otras cosas. Le hubiera gustado preguntarles por qué era tan emocional. ¿De dónde sacaba la habilidad de contagiar a los otros sus emociones, haciendo que se sintieran incómodos y violentos? En la conversación más natural, Camille solía salirse por la tangente, o bien hacía que degenerara en una enconada disputa. Hasta los gestos más inocentes cobraban un aire peligroso. No se le puede dejar a solas con nadie, pensó Desmoulins.

Nadie decía ya que su hijo era un Godard de pies a cabeza. Tampoco los De Viefville se apresuraban a declararlo. Sus hermanos y hermanas eran cada día más guapos e inteligentes, pero cuando Camille entraba en la Vieja Casa parecía portador de un recado de la inclusa.

Todo parecía indicar que de mayor se convertiría en uno de esos jóvenes a quienes sus padres pagan para mantenerlos alejados de casa.

En Francia, algunos nobles han descubierto que sus mejores amigos son abogados. Ahora, mientras las rentas de las tierras disminuyen constantemente y los precios suben, los pobres son más pobres y los ricos son también más pobres. Fue preciso reivindicar ciertos privilegios que se habían ido perdiendo a lo largo de los años. Era frecuente que el pago de las rentas se retrasara hasta en una generación; este Gobierno débil y caritativo debe cesar. Nuestros antepasados han permitido que una parte de sus propiedades se convierta en «tierra comunal», expresión para la que no existe una base legal.

Ésa era la época dorada de Jean-Nicolas; si tenía problemas personales, profesionalmente, al menos, estaba prosperando. Maître Desmoulins no era de los que se agachan ante nadie; tenía un profundo sentido de la dignidad y era un hombre de ideas liberales, partidario de la reforma, prácticamente en todos los ámbitos de la vida nacional. Leía a Diderot después de cenar y estaba suscrito a una reimpresión, hecha en Ginebra, de la Enciclopedia, que recibía en fascículos. No obstante, se hallaba muy atareado con registros de derechos y comprobando la genealogía de ilustres aristócratas. Un día le enviaron dos cajas fuertes a su despacho. Al abrirlas, salió de ellas un penetrante olor a rancio.

– Así es como huele la tiranía -observó Camille.

Su padre dejó lo que tenía entre manos y se puso a hurgar en las cajas. Sacó con cuidado unos viejos y amarillentos pergaminos y los examinó detenidamente. Clément, su hijo menor, pensó que estaba buscando un tesoro escondido.

El príncipe de Condé, el noble más importante de la comarca, visitó personalmente a maître Desmoulins en su modesta casa, pintada de blanco y llena de libros, situada en la Place des Armes. Lo lógico hubiera sido que enviara a su administrador, pero tenía ganas de conocer al hombre que estaba realizando tan excelente trabajo para él. Por otra parte, era muy probable que si le honraba con su visita no le enviara la factura. Era una tarde de otoño. El príncipe se hallaba sentado a la luz de las velas, calentando una copa de vino tinto en la mano, consciente de su superioridad respecto al abogado, mientras las sombras se iban haciendo más densas.

– ¿Qué es lo que quiere la gente? -preguntó.

– Bien… -Maître Desmoulins reflexionó unos instantes antes de responder a tan grave pregunta-. La gente como yo, los profesionales, queremos intervenir más en las cuestiones públicas, es decir, tener la oportunidad de servir a nuestro país. -Es justo, piensa; bajo el viejo Rey, los nobles nunca eran designados ministros, pero cada vez hay más ministros que son nobles-. Una igualdad civil, una igualdad fiscal.

Condé lo miró perplejo y preguntó:

– ¿Acaso pretende que la nobleza pague los impuestos que le corresponden a usted?

– No, monseñor, estamos dispuestos a pagar los impuestos que nos correspondan.

– Yo pago religiosamente mis impuestos -dijo Condé-. Eso del impuesto de la propiedad es una majadería. ¿Qué más desean?