– ¿Pero qué les he hecho? -se lamenta-. ¿Por qué se meten con una pobre mujer que sólo pretende divertirse?
Su hermano el Emperador le escribe desde Viena: «Las cosas no pueden continuar así… Será una revolución sangrienta y cruel, y tú la habrás provocado.»
En 1778 Voltaire regresó a París, a los ochenta y cuatro años de edad, cadavérico y vomitando sangre. Recorrió la ciudad en un carruaje azul cubierto de estrellas doradas. Las calles estaban atestadas de histéricas multitudes que gritaban: «¡Viva Voltaire!» El anciano comentó:
– Otros quisieran verme ejecutado.
La Academia salió a recibirle: acudió Franklin y Diderot. Durante la representación de su tragedia, Irene, los actores colocaron una corona de laurel sobre su estatua, y el público se puso en pie para manifestarle su entusiasmo y veneración.
En mayo, falleció. París le negó un funeral cristiano. Muchos temían que sus enemigos profanaran su tumba, de modo que el cadáver fue sacado de la ciudad de noche, sentado en un carruaje, a la luz de la luna, como si estuviera vivo.
Un hombre llamado Necker, un protestante, un banquero suizo millonario, fue designado ministro de Finanzas y maestro de los Milagros en la corte. Sólo Necker podía mantener a flote el barco del Estado. El secreto, según decía, era pedir dinero prestado. Los elevados impuestos y los recortes en el gasto público mostraban a Europa que Francia estaba hundida. Pero si uno pedía dinero prestado mostraba un talante progresista, dinámico y ambicioso; al mostrar confianza en uno mismo, la creaba. Cuanto más dinero se pidiera prestado, mejor. El señor Necker era un optimista.
Por extraño que parezca, el sistema funcionaba. Cuando en mayo de 1781 las habituales intrigas antiprotestantes provocaron la caída del ministro, el país lamentó profundamente su pérdida. Pero el Rey dio un suspiro de alivio y compró a Antonieta unos brillantes para celebrarlo.
Georges-Jacques Danton había decidido ir a París.
Fue una decisión difícil; según dijo Anne-Madeleine, era como si se fuera a América, o a la luna. Se celebraron varios cónclaves familiares durante los cuales todos sus tíos expusieron, con cierta ceremonia, su opinión. Lo de hacerse sacerdote pasó al olvido. Durante un par de años había trabajado en los bufetes de sus tíos y de los amigos de éstos. Era una modesta tradición familiar. Pero si estaba seguro de que eso era lo que deseaba…
Seguro que su madre le echaría de menos; pero lo cierto es que se habían distanciado. Era una mujer sin estudios y con unas ideas muy convencionales. La única industria en Arcis-sur-Aube era la confección de gorros de dormir. ¿Cómo podía explicar Georges-Jacques a su madre que tal cosa casi le parecía una ofensa personal?
En París percibiría un modesto estipendio como secretario del abogado en cuyo bufete se prepararía; más tarde necesitaría dinero para montar su propio bufete. Los inventos de su padrastro se habían comido el patrimonio familiar; su nuevo telar era un verdadero desastre. A Georges-Jacques y a sus hermanas les divertía contemplar el pequeño aparato, cuyas lanzaderas crujían de forma alarmante, esperando que el hilo se rompiera de nuevo. El señor Danton, fallecido dieciocho años atrás, había dejado un poco de dinero, que fue reservado para cuando su hijo fuera mayor.
– Lo necesitarás para tus inventos -dijo Georges-Jacques a su padrastro-. Y la verdad es que prefiero partir de cero.
Aquel verano visitó a todos sus parientes. Un chico seguro de sí mismo y ambicioso que se marcha a París sólo regresa para visitar a su familia, y convertido ya en un hombre distante y de éxito. De modo que fue a despedirse de todos sus parientes, incluyendo a unos primos lejanos y a las viudas de unos tíos abuelos. En sus frías casas rústicas, muy parecidas a la suya, estiraba las piernas y les contaba sus planes. Pasaba mucho rato en el cuarto de estar de aquellas viudas y tías solteronas, en compañía de unas damas que asentían con la cabeza a la tenue luz del atardecer, mientras el polvo formaba un halo púrpura alrededor de sus cabezas. Georges-Jacques conversaba amablemente con ellas, como si presintiera que no volvería a verlas.
Sólo le faltaba visitar a su hermana Marie-Cécile en el convento. Siguió a la maestra de las novicias por un largo y silencioso pasillo, sintiéndose ridículamente alto y corpulento, demasiado hombre. Las monjas pasaban junto a él vestidas con sus negros hábitos, con los ojos clavados en el suelo y las manos metidas en las mangas. Georges-Jacques no quería que su hermana se encerrara allí. Preferiría estar muerto, pensó, que ser una mujer.
La reverenda se detuvo frente a una puerta y dijo:
– Es una lástima que la sala de visitas se encuentre tan alejada. Hemos decidido construir otra cerca de la entrada, cuando consigamos los fondos.
– Yo creía que era una orden rica.
– Se equivoca usted -respondió la monja secamente-. Algunas novicias aportan unas dotes que apenas si bastan para comprar la tela para sus hábitos.
Marie-Cécile estaba sentada detrás de una celosía. Georges-Jacques no podía tocarla ni besarla. Estaba pálida, o puede que el velo blanco de novicia no le sentara bien. Tenía los ojos pequeños y azules, de mirada franca, como su hermano.
Conversaron tímidamente, como si se sintieran incómodos. Georges-Jacques refirió a su hermana las noticias de la familia y le explicó sus planes.
– ¿Vendrás a la ceremonia cuando tome los hábitos, cuando pronuncie los votos definitivos? -le preguntó su hermana.
– Sí -mintió Georges-Jacques-. Procuraré venir.
– París es una ciudad muy grande. ¿No te sentirás solo?
– Lo dudo.
Marie-Cécile lo miró fijamente e inquirió:
– ¿Qué aspiras conseguir de la vida?
– Deseo abrirme camino.
– ¿Qué significa eso?
– Que quiero alcanzar una posición, tener dinero, hacer que la gente me respete. Lo siento, no veo la necesidad de ser modesto. Quiero llegar a ser alguien importante.
– Todo el mundo es importante. A los ojos dé Dios.
– Esta vida te ha vuelto muy piadosa.
Ambos se echaron a reír.
– ¿Has pensado en la salvación de tu alma? -preguntó Marie-Cécile a su hermano.
– ¿Por qué voy a pensar en mi alma, teniendo como tengo una hermana monja que no tiene otra cosa que hacer que rezar por mí? ¿Y tú? ¿Eres feliz?
Marie-Cécile suspiró.
– Piensa en el dinero que se han ahorrado nuestros padres, Georges-Jacques. Cuesta mucho casar a una hija. Hay muchas chicas en nuestra familia. Supongo que fueron otros quienes me indujeron a dar este paso. Pero ahora que estoy aquí, me siento feliz. Tiene sus compensaciones, aunque no lo creas. Pero pienso que tú no has nacido para llevar una vida tranquila y sosegada.
Georges-Jacques sabía que muchos campesinos se habrían casado con ella por la exigua dote que había entregado al convento, satisfechos de tener una esposa sana y alegre. No le habría costado hallar un hombre trabajador que la tratara decentemente y que le diera unos hijos. Georges-Jacques opinaba que todas las mujeres debían tener hijos.
– ¿Puedes salir de aquí si lo deseas? -preguntó a su hermana-. Si gano mucho dinero podría ocuparme de ti. Te buscaríamos un marido, o podrías quedarte a vivir conmigo.
Marie-Cécile alzó una mano y respondió:
– Ya te he dicho que… me siento feliz. Estoy satisfecha.
– Me entristece ver que el color ha desaparecido de tus mejillas -dijo Georges-Jacques.
Su hermana giró la cabeza.
– Es mejor que te vayas, antes de que yo también me ponga triste. A veces recuerdo los tiempos en que íbamos a jugar a los campos. Pero ya no volverán. Que Dios te bendiga.
– Que Dios te bendiga -contestó Georges-Jacques, aunque no confiaba en esas cosas.