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– Excepto contra Danton.

– Ése es tu problema. A propósito, ciudadano, ¿sabes lo que es eso?

– Por supuesto -respondió Fouquier, contemplando unos papeles que le indicaba Saint-Just-. Son unas órdenes de arresto en blanco, firmadas por el comité. Un sistema un tanto arriesgado, si se me permite decirlo.

Saint-Just anotó un nombre en cada uno de los documentos.

– ¿Quieres examinarlos ahora? -inquirió, sosteniéndolos con dos dedos y agitándolos para que la tinta se secara-. Ese es tuyo, Hermann, y ese para ti, fiscal -añadió sonriendo. A continuación los dobló y los guardó en el bolsillo interior de la casaca-. Es por si algo sale mal durante el juicio.

La sesión de la Convención Nacional se abre en medio de un tumulto. El primero en ponerse de pie es Legendre. Su rostro denota tensión. Quizá los ruidos de la calle lo despertaron temprano.

– Anoche fueron arrestados ciertos miembros de la asamblea. Danton fue uno de ellos. No estoy seguro de quiénes fueron los otros. Exijo que los miembros de la Convención que se hallan detenidos sean conducidos aquí, para ser acusados o absueltos por nosotros. Estoy convencido de que las manos de Danton están tan limpias como las mías…

Un murmullo recorre la cámara, mientras todos giran la cabeza hacia la puerta. El presidente Tallien observa a los miembros de los comités que acaban de entrar. El rostro de Collot tiene un aire fláccido, inexpresivo; no suele asumir el aire de un personaje concreto hasta que comienza la representación de la jornada. Saint-Just luce una casaca con botones dorados y sostiene un montón de papeles en la mano. Una sensación de nerviosismo se apodera de los diputados. He aquí al comité de Policía: Vadier, con su rostro pálido y alargado y sus ojos hundidos, Lebas, con expresión firme y resuelta. A continuación, en medio del silencio, como un gran trágico haciendo su entrada triunfal, aparece el ciudadano Robespierre, el Incorruptible. De pronto se detiene unos instantes en el pasillo entre los escaños, como si vacilara, hasta que uno de sus colegas le da un empujoncito.

Tras subir a la tribuna apoyó las manos sobre sus notas y guardó silencio durante unos segundos, mirando a su alrededor y deteniéndose una fracción de segundo en los rostros de quienes recelaba.

Luego empezó a hablar, lenta y pausadamente. Citó el nombre de Danton como si éste conllevara algún privilegio. Pero a partir de ahora nadie gozaría de privilegios; los ídolos de barro estaban condenados a caer irremisiblemente. Al cabo de un rato se detuvo, se quitó las gafas y dirigió a Legendre una mirada glacial, típica de los miopes. Legendre se estrujó sus grandes manos de carnicero, capaces de esgrimir un hacha y matar a un buey, hasta que los nudillos se tornaron blancos. De pronto se puso en pie y comenzó a balbucear, tratando de justificarse. «Quienquiera que demuestre temor es culpable», declaró Robespierre. Luego abandonó la tribuna mientras en sus delgados y pálidos labios se dibujaba una sonrisa -o una mueca- de desdén.

Saint-Just leyó durante dos horas su informe sobre las intrigas de la facción de los dantonistas. Había imaginado, al redactarlo, que tenía ante sí al acusado; no había rectificado ni una coma. Si Danton hubiera estado frente a él, la lectura de dicho informe habría estado amenizada por los gritos y protestas de los simpatizantes de Danton que ocupaban la galería, así como del propio Danton; pero Saint-Just siguió leyendo tranquilamente, en medio de un silencio sepulcral. Leía sin pasión, con voz monótona, sin apartar la vista de los papeles que sostenía en la mano izquierda. De vez en cuando alzaba el brazo derecho y luego lo dejaba caer nuevamente en un gesto mecánico. En cierta ocasión, poco antes de concluir, alzó su juvenil rostro hacia el público y dijo:

– A partir de ahora, sólo quedarán los patriotas.

Rue Marat.

– ¿Quieres venir a ver a tu padrino, cariño? -preguntó Lucile a su hijo-. No, es preferible que lo lleves a casa de mi madre, Jeanette.

– Lávese la cara antes de salir. La tiene muy hinchada.

– Es lógico, después de lo mucho que he llorado. Pero no creo que se fije en mi aspecto. No suele hacerlo.

– Esto es un desastre -dijo Louise Danton-. Han dejado tu apartamento peor que el mío.

Se hallaban en el cuarto de estar de casa de Lucile. Todos los libros estaban apilados sobre la alfombra de cualquier manera; los cajones y los armarios estaban abiertos y su contenido desparramado por el suelo. Incluso habían examinado las cenizas del hogar. Lucile enderezó el cuadro de la ejecución de María Estuardo.

– Se han llevado todos sus papeles y cartas -dijo-. Todo. Incluso el manuscrito de los padres de la Iglesia.

– Si Robespierre accede a recibirnos, ¿qué vamos a decirle?

– No es necesario que le digas nada. Hablaré yo.

– ¿Quién iba a pensar que la Convención se los entregaría sin oponer la más mínima resistencia?

– No me extraña. Nadie -excepto tu marido- es capaz de oponerse a Robespierre. Aquí hay unas cartas -dijo Lucile a Jeanette-, dirigidas a todos los miembros del Comité de Salvación Pública. Excepto Saint-Just, porque es inútil escribirle. Aquí tienes las cartas para el comité de Policía; ésta es para Fouquier, y éstas para varios diputados, con sus nombres debidamente anotados. Envíalas inmediatamente. Si no me contestan y Max se niega a recibirme, tendré que idear otra táctica.

En la cárcel de Luxemburgo, Hérault asumió el papel de perfecto anfitrión. A fin de cuentas había sido un palacio, y no estaba diseñado para albergar una prisión.

– Es un lugar misterioso y solitario -dijo Hérault-. De vez en cuando nos encierran, pero por lo general llevamos una vida muy sociable. Me recuerda a Versalles. La conversación es brillante, los modales impecables y las damas se hacen peinar por sus doncellas y se cambian de ropa tres veces al día. Incluso organizamos cenas. Podéis conseguir cualquier cosa que deseéis, salvo armas de fuego. Pero os recomiendo que tengáis cuidado con lo que decís. La mitad de los que están encerrados aquí son informadores.

Los recién llegados pasaron a lo que Hérault había descrito como «nuestro salón», donde los reclusos los examinaron de pies a cabeza. Un ci-devant, al observar la corpulenta figura de Lacroix, comentó:

– Ese tipo sería un perfecto cochero.

El general Dillon, que había bebido unas copas, se disculpó por estar un tanto ebrio.

– ¿Quién es usted? -preguntó a Philippeaux-. ¿Le conozco? ¿A qué se dedica?

– Mi misión era criticar al comité.

– Ah.

De pronto, al comprender con quién estaba hablando, Philippeaux se apresuró a decir:

– Pero si es usted el amigo de Lucile… Caramba, lo lamento, general.

– No se preocupe. No me importa lo que piense de mí -respondió Dillon. Acto seguido se dirigió con paso vacilante hacia Camille, le rodeó los hombros con un brazo y añadió-: Ahora que estás aquí dejaré de beber, lo juro. ¿No te lo advertí? Mi pobre Camille.

– ¿A qué no adivináis lo que ha sucedido? -preguntó Hérault-. Los ladrones del comité de las Artes se han apropiado de todas mis primeras ediciones.

– Hérault se niega a defenderse de los cargos que se le imputan -dijo el general Dillon-. ¿Qué clase de actitud es ésa? Se cree en la obligación de hacerlo porque es un aristócrata. Yo también lo soy. Pero también soy un soldado. No te preocupes, Camille, pronto saldremos de aquí.

Rue Saint Honoré.

– Está con varios patriotas y no puedo molestarlo -dijo Babette.