Lucile dejó una carta sobre la mesa.
– Te ruego que se la entregues, Elisabeth.
– Es inútil -replicó la joven sonriendo-. Nada le hará cambiar de parecer.
Robespierre estaba solo en su habitación, esperando que Lucile y Louise se marcharan. Cuando salieron, el sol apareció de pronto por detrás de una nube.
Las dos mujeres echaron a andar hacia el río, envueltas en la fragante atmósfera primaveral.
Una carta escrita desde la cárcel de Luxemburgo,
de Camille Desmoulins a Lucile Desmoulins
El otro día descubrí una grieta en la pared de mi celda. Al aplicar el oído oí gemir a alguien, como si estuviera enfermo o sufriera dolores. Le dije unas palabras para tranquilizarlo, y el hombre me preguntó quién era. Cuando le revelé mi nombre, exclamó: «¡Dios mío!». Entonces comprendí que se trataba de Fabre d’Églantine. «Sí, soy Fabre -dijo-. Pero, ¿qué haces tú aquí? ¿Es que ha estallado la contrarrevolución?»
Interrogatorio preliminar en la cárcel de Luxemburgo:
L. Camille Desmoulins, abogado, periodista, diputado de la Convención Nacional, de treinta y cuatro años de edad, residente en la rue Marat. En presencia de F.J. Denisot, juez suplente del Tribunal Revolucionario; F. Girard, secretario auxiliar del Tribunal Revolucionario; A. Fouquier-Tinville y G. Lienden, fiscal suplente.
Actas del interrogatorio:
P. ¿Ha conspirado contra la nación francesa para que sea restaurada la monarquía, destruyendo la representación nacional y el gobierno republicano?
R. No.
P. ¿Dispone de un abogado defensor?
R. No.
Nombramos, por consiguiente, a Chauveau-Lagarde.
Lucile y Annette se dirigen a los Jardines de Luxemburgo. Se detienen ante la cárcel, escrutando su fachada con la vana esperanza de verlo. El hijo de Lucile se echa a llorar en brazos de su madre; quiere regresar a casa.
Camille se halla frente a la ventana de una de las celdas. A sus espaldas, en la penumbra de la habitación, hay una mesa ante la que ha permanecido sentado buena parte del día, redactando una defensa contra los cargos que se le imputan, los cuales todavía no le han sido notificados. El frío aire de abril agita el cabello de Lucile, dándole el aspecto de una mujer que se ha ahogado. De pronto vuelve la cabeza, sin apartar la vista de las ventanas de las celdas. Él puede verla, pero ella no puede distinguirlo a él.
Camille Desmoulins a Lucile Desmoulins
Ayer, cuando el ciudadano que te llevó mi carta regresó, le pregunté si te había visto, como solía preguntar al abate Laudréville. De pronto me di cuenta de que lo observaba fijamente, como intentando ver reflejada en su persona o en sus ropas una parte de ti…
Se abrió la puerta de la celda.
– Él dijo que sabía que acabaría viniendo. -Robespierre se apoyó en la pared y cerró los ojos. Su cabello, sin empolvar, desprendía reflejos rojizos a la luz de la antorcha.
– No debería haber venido, pero lo deseaba… No he podido evitarlo -continuó.
– No hay trato -dijo Fouquier. Su rostro expresaba una mezcla de impaciencia y desprecio; era imposible saber hacia quién.
– No hay trato. Dice que Danton nos concede tres meses. -En la penumbra, sus ojos verdeazulados se clavaron en los de Fouquier con expresión interrogadora.
– Es lo que suelen decir todos.
– Creo que durante unos instantes pensó que iba a ofrecerle la oportunidad de escapar antes del juicio.
– ¿De veras? -preguntó Fouquier-. No eres ese tipo de hombre. Él debía de saberlo.
– Sí -contestó Robespierre. Luego se enderezó, rozó la pared con los dedos y murmuró-: Adiós.
Los dos hombres echaron a andar hacia la puerta. De pronto Robespierre se detuvo y dijo:
– Escucha.
Al otro lado de la puerta de una celda se oían voces y unas sonoras carcajadas.
– Es Danton -dijo Robespierre, pálido como la cera.
– Vamos -respondió Fouquier.
Pero Robespierre no se movió.
– ¿Cómo es posible que se ría de esa manera?
– ¿Es que vas a quedarte ahí toda la noche? -preguntó Fouquier. Siempre se había mostrado correcto con el Incorruptible, pero ese individuo pálido y demacrado, temblando de miedo, con los ojos humedecidos, que se dedicaba a ir a las prisiones ofreciendo tratos y promesas no le inspiraba el menor respeto.
– Trasladad a Danton y a sus hombres a la Conciergerie -ordenó Fouquier a un funcionario. Luego se volvió hacia Robespierre y añadió-: No te preocupes, ya lo superarás.
Tras esas palabras agarró del brazo a la Vela de Arras y lo condujo fuera del edificio.
Palacio de Justicia, 3 de abril 13 de Germinal, a las ocho de la mañana.
– Vayamos al grano, caballeros -dijo Fouquier a los dos fiscales suplentes-. Esta mañana comparecen ante el Tribunal varios embaucadores, estafadores y ladrones, junto a media docena de eminentes políticos. Si os asomáis a la ventana veréis la multitud que se ha congregado frente al edificio, aunque no es necesario que os asoméis porque sin duda podéis oír sus voces y gritos. Son gentes que, si no obramos con cautela, podrían desbaratar nuestros planes y poner en peligro la seguridad de la capital.
– Es una lástima que no exista medio de evitarlas -dijo el ciudadano Fleuriot.
– La República no prevé la celebración de juicios a puerta cerrada -contestó Fouquier-. Por el contrario, es necesario celebrarlos a la vista del público. Pero no quiero que aparezca ninguna noticia en la prensa. En cuanto al caso que nos ocupa, no existe. El informe que nos entregó Saint-Just… constituye un documento político.
– Es decir, mentiras -terció Liendon.
– Básicamente, sí. No me cabe la menor duda de que Danton es culpable de suficientes cargos como para condenarlo a muerte, pero eso no significa que sea culpable de los cargos que le vamos a imputar. No tenemos tiempo suficiente para preparar un caso coherente contra esos hombres. De ninguna manera podemos llamar a declarar a algún testigo y exponernos a que revele algo que pueda resultar perjudicial para el comité.
– Me choca en ti esa actitud derrotista -comentó Fleuriot.
– Mi querido Fleuriot, todos sabemos que has venido para espiar por cuenta del ciudadano Robespierre. Pero nuestra tarea consiste en utilizar trucos legales sucios, no en pronunciar consignas ni frases hechas. Por otra parte, hay que tener en cuenta a la oposición.
– Supongo que no te referirás a esos infelices que van a hacerse cargo de la defensa de los acusados -respondió Liendon.
– Dudo que se atrevan a dirigirles la palabra a sus clientes. Danton, como todos sabemos, es archipopular; es el mejor orador de París, y mejor abogado que vosotros. Fabre no nos causará ningún problema. Su caso ha obtenido una publicidad muy desfavorable para él, y además está muy enfermo. Hérault es un caso distinto. Si decide rebatir nuestros argumentos podría resultar muy peligroso, porque la acusación que tenemos contra él es muy frágil.
– ¿No posees cierto documento relacionado con la esposa de Capeto?
– En efecto, pero he tenido que realizar algunas modificaciones y prefiero no verme obligado a presentarlo ante el Tribunal. En cuanto al diputado Philippeaux, no debemos subestimarlo. Es menos conocido que los otros pero se muestra totalmente intransigente y no parece temer lo que podamos hacerle. El diputado Lacroix es un hombre frío, un jugador nato. Según nos ha referido nuestro informador, parece que este asunto más bien le divierte.
– ¿Quién es nuestro informador?
– ¿En la cárcel? Un individuo llamado Laflotte.
– Temo a tu primo Camille -dijo Fleuriot.
– Nuestro informador nos ha hecho unos comentarios muy útiles al respecto. Lo ha descrito como un hombre histérico y trastornado. Al parecer, alega que el ciudadano Robespierre lo visitó en secreto en la cárcel de Luxemburgo y ofreció salvarle la vida a cambio de que declarara en contra de los otros acusados. Una historia absurda, por supuesto.