El vicepresidente Dumas apesta a alcohol. La multitud que abarrota la entrada de la sala está aburrida e impaciente. Al cabo de un rato comparece otro prisionero.
– Pero si es Westermann… -murmura Lacroix.
El general Westermann, vencedor de la Vendée, se sitúa ante los acusados.
– ¿Quiénes son esos hombres? -inquiere con aire beligerante, señalando a Chabot y a sus amigos.
– Varios elementos criminales -contesta Hérault-. Tú conspiraste con ellos.
– ¿De veras? -pregunta Westermann, alzando la voz-. ¿Es que me tomas por imbécil, Fouquier? Antes de la Revolución ejercí como abogado en Estrasburgo. Sé como funciona esto. No me habéis asignado un abogado defensor. No me habéis sometido a un interrogatorio preliminar. No se me ha imputado cargo alguno.
– Eso es una mera formalidad -responde Hermann.
– Todos estamos aquí por una mera formalidad -tercia secamente Danton.
Los acusados sueltan una sonora carcajada. El comentario de Danton es transmitido a los espectadores que se encuentran al fondo de la sala. El público rompe a aplaudir, mientras unos patriotas sansculottes agitan sus gorras rojas, entonan el Ça Ira y aclaman (equivocadamente) al abogado de la Lanterne.
– Si no guarda silencio, haré que lo desalojen de la sala -grita Hermann a Danton.
– ¡Adelante! -replica Danton, levantándose de un salto-. Eres un desgraciado. Tengo derecho a hablar. Todos tenemos derecho a hablar. Yo mismo creé este Tribunal. Conozco mis derechos.
– ¿Es que no oye la campana?
– Un hombre que va a ser condenado a muerte no presta atención a una campana.
Las voces de la galería se hacen más fuertes e insistentes. Fouquier abre la boca, pero el griterío sofoca sus palabras. Hermann cierra los ojos mientras observa desfilar ante sus párpados todas las firmas del Comité de Salvación Pública. Al cabo de quince minutos se restituye el orden.
De nuevo el fraude de la Compañía de las Indias Orientales. Los fiscales saben que tienen un caso sólido, de modo que se ciñen al asunto. Fabre, que estaba sentado con la cabeza agachada, la alza unos instantes y luego la deja caer de nuevo.
– Convendría que lo viera un médico -murmura Philippeaux.
– Su médico personal está ocupado. Forma parte del jurado.
– No irás a morirte ahora, Fabre…
Fabre sonríe débilmente. Danton nota el temor que se ha apoderado de Camille, el cual está sentado rígidamente entre Lacroix y él. Camille ha pasado toda la noche escribiendo porque está convencido de que al final no tendrán más remedio que dejarlo hablar. Hasta el momento los jueces lo han hecho callar cada vez que ha abierto la boca.
Cambon, el experto en materia de finanzas del Gobierno, sube al estrado para hablar sobre beneficios e intereses, procedimientos bancarios y divisas. Es el único testigo llamado a declarar en el juicio. Inopinadamente, Danton lo interrumpe:
– ¿Crees que soy monárquico, Cambon?
Cambon lo mira y sonríe.
– ¿Lo habéis visto? Se ha reído. Quiero que conste que el ciudadano Cambon se ha reído de mi pregunta.
Hermann: La Convención te acusa, Danton, de proteger a Dumouriez, de no revelar sus intenciones y de apoyar sus planes para destruir la libertad, marchando sobre París con una fuerza armada para aplastar al Gobierno republicano y restaurar la monarquía.
Danton: ¿Puedo responder?
Hermann: No. Ciudadano Pâris, lea el informe del ciudadano Saint-Just, me refiero al informe que éste entregó a la Convención y al Club de los Jacobinos.
Han transcurrido dos horas. Los acusados se han separado en dos grupos; los seis políticos y el general tratan de imponer cierta distancia entre ellos y los ladrones, pero la maniobra resulta complicada. Philippeaux escucha con atención y toma algunas notas. Hérault parece sumido en sus meditaciones, como si no le importara lo que sucede a su alrededor. De vez en cuando el general protesta irritado y pide a Lacroix que le aclare algún punto, que el mismo Lacroix tampoco alcanza a comprender.
Durante la primera parte de la lectura del informe la multitud se muestra impaciente. Pero a medida que el público se da cuenta del alcance del mismo, un profundo silencio se apodera del Tribunal, deslizándose sigilosamente a través de la sala como un animal que regresa a su guarida. El reloj da la hora. Hermann carraspea y Fouquier, sentado ante su mesa, de espaldas a los acusados, estira las piernas. De improviso, Desmoulins pierde los nervios. Alza la mano con gesto vacilante y se aparta un mechón de la frente. Mira ansiosamente los rostros a su izquierda y derecha. Apoya el puño derecho en la palma de la mano izquierda y se muerde los nudillos. Luego apoya ambas manos en el borde del banquillo. Sentencia del ciudadano Robespierre, muy útil en los casos criminales: «Quienquiera que muestre temor es culpable». Danton y Lacroix cogen las manos de Camille y se las sujetan con fuerza.
Pâris ha terminado de leer el informe. Ronco, extenuado, deposita el documento en la mesa y se sienta. Parece a punto de sufrir un ataque de nervios.
– Puede usted hablar, Danton -dice Hermann.
Danton se pone en pie preguntándose que contendrán las notas de Philippeaux, pues no ha oído una sola alegación que pueda refutar, ni un solo cargo que pueda derribar por tierra y pisotear. Si le acusaran de algo específico, diciendo, por ejemplo: «Georges-Jacques Danton, se le acusa de que el día 10 de agosto de 1792 cometió usted tal delito de traición y conspiración…» Pero le exigen que justifique toda su carrera, toda una vida consagrada a la Revolución, para defenderse de esas monstruosas calumnias y falsedades. Sin duda Saint-Just ha estudiado detenidamente los artículos de Camille contra Brissot para perfeccionar su técnica. Durante unos segundos a Danton se le ocurre que, de habérselo propuesto, Camille hubiera conseguido destrozar su carrera con su afilada pluma.
Al cabo de quince minutos, Danton se complace en escuchar su potente voz resonando en la sala del Tribunal. El largo silencio ha concluido. La multitud rompe a aplaudir de vez en cuando, obligándolo a interrumpirse. Luego reanuda su discurso, con voz aún más fuerte y potente. Fabre ha sido un excelente maestro en el arte de la oratoria. Danton imagina que su voz es un instrumento físico de ataque, una fuerza similar a un batallón, una explosión de lava que brota de la boca de un inagotable volcán, abrasándolos, sepultándolos vivos. Sepultándolos vivos…
– ¿Puede usted explicarnos por qué, en Valmy, nuestras tropas no persiguieron a las fuerzas prusianas que se batían en retirada? -le interrumpe un jurado.
– Lamento no poder complacerlo. Soy abogado, no un experto en asuntos militares.
Fabre se incorpora, como si de pronto se sintiera más relajado.
En ocasiones Hermann trata de interrumpirlo, pero Danton prosigue sin hacerle caso. Cada vez que consigue derrotar al Tribunal, la multitud lo aclama y vitorea. Los teatros están vacíos; es el único espectáculo que interesa al público. Danton es perfectamente consciente de ello y sabe que la masa lo respalda, pero si Robespierre se presentara de improviso, ¿acaso no le aclamarían también? Père Duchesne era su héroe, pero cuando su creador, de camino hacia el cadalso, les suplicó misericordia, se burlaron de él despiadadamente.
Al cabo de una hora la voz de Danton suena con la misma potencia que al principio. No da muestras de sentirse cansado. Tiene los pulmones de un atleta. Pero no ofrece argumentos ni entra en polémicas sino que se limita a hablar para salvar la vida. Esto es lo que se había propuesto y lo que confiaba conseguir: enfrentarse verbalmente a ellos. Pero a medida que transcurre el tiempo comienza a oír una voz interior que dice: «Te han permitido enfrentarte a ellos porque el asunto ya está decidido: eres un hombre muerto.» Súbitamente, a una pregunta de Fouquier, grita enfurecido:
– ¡Muéstrame a mis acusadores, muéstrame alguna prueba! Desafío a quienes me acusan a que se presenten aquí, ante mí, a mirarme a la cara. Muéstrame a esos hombres. Muéstramelos y los arrojaré a las tinieblas de las que jamás debieron salir. ¡Salid, sucios reptiles, impostores! ¡Os arrancaré la máscara y os entregaré al pueblo para que se vengue de vosotros!