Transcurre otra hora. Danton tiene sed, pero no se atreve a pedir un vaso de agua para no perder la concentración. Hermann, sentado frente a un montón de tomos de derecho, lo observa con la boca ligeramente entreabierta. Danton tiene la garganta seca, como si se hubiera tragado todo el polvo de su provincia natal, todos los campos verdes y amarillos que rodean Arcis.
Hermann pasa una nota a Fouquier que dice lo siguiente: «Dentro de media hora suspenderé la sesión.»
Al fin, por más que se esfuerza en negárselo a sí mismo, Danton comprende que su voz ha perdido potencia. No puede quedarse ronco, mañana tiene que proseguir la lucha. Al cabo de unos momentos saca un pañuelo y se enjuga la frente.
– El testigo está agotado -se apresura a decir Hermann-. Se suspende la sesión hasta mañana.
Danton traga saliva y, con un último esfuerzo, responde:
– Mañana reanudaré mi defensa.
Hermann asiente.
– Mañana declararán nuestros testigos.
– Sí, mañana.
– ¿Tiene la lista de las personas que deseamos llamar a declarar?
– Sí.
El público aplaude con fervor. Danton mira a sus compañeros.
– Sigue hablando, Georges -murmura Fabre-. Si te detienes ahora, no te permitirán volver a hablar. Continúa, es nuestra única oportunidad de salvarnos.
– No puedo. Debo dejar que mi voz se recupere -contesta Danton, ocupando su silla y quitándose la corbata-. La jornada ha concluido.
14 de Germinal, al atardecer, en las Tullerías.
– Estarás de acuerdo conmigo -dijo Robespierre-, en que no habéis llegado muy lejos.
– Deberías haber oído el tumulto -contestó Fouquier, paseándose nervioso de un lado al otro de la habitación-. Tememos que la multitud nos lo arranque de las manos.
– Descuida, no permitiremos que eso suceda. Además, la gente no siente una simpatía especial por Danton.
– Con todo respeto, ciudadano Robespierre…
– Lo sé, porque no sienten ninguna simpatía especial hacia nadie. Me consta, soy un buen juez de la psicología humana. Les gusta presenciar el espectáculo. Esto es todo.
– Es imposible avanzar. Danton no cesó de apelar a la masa.
– Eso fue un error. Debisteis someterlo a un severo interrogatorio. Hermann no debió permitirle que lanzara un discurso.
– Debéis impedir que continúe -dijo Collot.
Fouquier inclinó la cabeza. Recordaba una frase de Danton: «Los tres o cuatro criminales que están destruyendo a Robespierre…»
– Desde luego -contestó.
– Si la situación no mejora -dijo Robespierre-, envíanos una nota. Trataremos de ayudaros.
– ¿Cómo?
– Después del juicio de Brissot promulgamos la norma de los tres días. Pero era demasiado tarde y no nos resultó de gran utilidad. De todos modos, nada nos impide aplicar nuevos procedimientos. No debemos permitir que este juicio se prolongue excesivamente.
Un salvador aplastado, corrompido, pensó Fouquier; le han destrozado el corazón.
– De acuerdo, ciudadano Robespierre -dijo-. Gracias, ciudadano Robespierre.
– La Desmoulins nos está causando muchos problemas -terció Saint-Just.
– ¿Qué clase de problemas puede causaros la pequeña Lucile? -inquirió Fouquier.
– Tiene dinero. Conoce a mucha gente. Está desesperada y trata de utilizar sus influencias.
– Os aconsejo que reanudéis el juicio a las ocho de la mañana -dijo Robespierre-. Quizá consigáis burlar a la multitud.
Camille Desmoulins a Lucile Desmoulins
He caminado a lo largo de cinco años por los precipicios de la Revolución sin despeñarme, y aún estoy vivo. He soñado con una república que todo el mundo habría reverenciado; jamás imaginé que los hombres pudieran ser tan feroces e injustos.
– Tal día como hoy, hace un año, fundé el Tribunal Revolucionario. Pido perdón a Dios y a los hombres.
El tercer día.
– Procederemos a interrogar a Emmanuel Frei -dice Fouquier secamente.
– ¿Dónde están mis testigos?
Fouquier finge sorpresa.
– La cuestión de los testigos corresponde al comité, Danton.
– ¿Qué tiene que ver en ello el comité? Estoy en mi legítimo derecho. Si no han sido convocados los testigos, exijo reanudar mi defensa.
– Pero debemos escuchar a los otros acusados.
– ¿De veras?
Danton mira a sus compañeros. Fabre se está muriendo. Es muy probable que antes de que la guillotina le corte la cabeza algo estalle en su pecho y se ahogue en su propia sangre. Philippeaux ha pasado la noche en vela hablando de su hijo de tres años, cuyo recuerdo lo atormenta. La expresión de Hérault demuestra claramente que está fuera de combate; no quiere tratos con el Tribunal. Camille se halla sumido en una depresión nerviosa. Insiste en que Robespierre fue a visitarlo a la cárcel y le ofreció salvar su vida a cambio de que declarara en favor del ministerio fiscal; su vida, su libertad y su rehabilitación política. Nadie vio a Robespierre hablar con él en su celda, pero Danton se inclina por creer que es cierto.
– Muy bien -contesta Danton-. Adelante, Lacroix.
Lacroix se levanta de un salto. Presenta el aspecto tenso y exaltado de un participante en un juego peligroso.
– Hace tres días presenté mi lista de testigos. Ninguno de ellos ha sido llamado a declarar. Exijo al fiscal que explique, en presencia del público, que puede comprobar mis esfuerzos por defenderme, por qué se me ha denegado este derecho.
No pierdas la calma, se dice Fouquier.
– Eso nada tiene que ver conmigo -responde el fiscal con aire inocente-. No tengo ningún reparo a que los testigos del acusado sean llamados a declarar.
– En tal caso, ordene que los llamen.
La violencia se palpa en el ambiente. Camille se levanta y apoya la mano en el hombro de Lacroix, como si apenas pudiera sostenerse en pie.
– He incluido a Robespierre en mi lista de testigos -dice con voz temblorosa-. ¿Tiene la bondad de llamarlo a declarar, Fouquier?
Fouquier, sin moverse ni pronunciar palabra, produce la impresión de estar a punto de atravesar la sala y propinar un puñetazo a su primo, cosa que no sorprendería a nadie. Al cabo de unos segundos, Camille se sienta de nuevo. Pero Hermann está asustado. Hermann, según piensa Fouquier, es un picapleitos de provincias. Si eso es cuanto puede ofrecer el colegio de abogados de Artois, él, Fouquier, es más que capaz de alcanzar la cumbre de su carrera. Bien mirado, ya ha alcanzado la cumbre de su carrera.
Con paso firme y decidido, Fouquier se dirige a los jueces.
– La multitud está más soliviantada que ayer -dice Hermann-. Los presos se muestran más arrogantes. No debemos proseguir.
– No podemos continuar así -dice Fouquier, dirigiéndose a los acusados-. Esto es un escándalo, tanto para el Tribunal como para el público. Solicitaré a la Convención que nos recomiende cómo proceder con este juicio, y seguiremos sus instrucciones al pie de la letra.
– Esto puede ser decisivo -murmura Danton a Lacroix-. Cuando los miembros de la Convención se enteren de esta farsa, confío en que recuperen el juicio y nos permitan defendernos debidamente. Tengo muchos amigos en la Convención.
– ¿Tú crees? -responde Philippeaux-. Supongo que te refieres a que ciertos miembros te deben favores. Dentro de unas horas no estarán obligados a saldar su deuda. ¿Cómo sabemos que les contarán la verdad? Lo más probable es que se dejen intimidar por Saint-Just.
Antoine Fouquier-Tinville a la Convención Nacional
La sesión ha resultado tormentosa desde el principio. Los acusados insisten, de forma violenta, en que llamemos a declarar a sus testigos. Protestan por haberles sido denegado su legítimo derecho a defenderse. Pese a la firme postura adoptada por el presidente y el resto del Tribunal, sus reiteradas demandas obstaculizan el caso. Por otra parte, han manifestado claramente que no cesarán en su rebelde actitud hasta que llamemos a declarar a sus testigos. Así pues, en virtud de la autoridad que os asiste, os pido que nos recomendéis la forma en que debemos responder a la petición de los acusados, toda vez que la ley no admite ningún pretexto válido para negarles tal derecho.