Las Tullerías.
Robespierre, visiblemente enojado, golpea la mesa con los dedos.
– Retírate -ordena a Laflotte, el informador.
Cuando éste cierra la puerta, Saint-Just se apresura a decir:
– Creo que con esto zanjaremos el asunto.
Robespierre contempla con aire ausente la carta de Fouquier.
– Informaré a la Convención de que hemos conseguido sofocar una peligrosa conspiración -dice Saint-Just.
– ¿Estás convencido de ello? -pregunta Robespierre.
– ¿Qué quieres decir?
– Me refiero a lo de la peligrosa conspiración. No comprendo esas habladurías sobre Lucile. ¿Se trata acaso de un rumor que circula por la cárcel? ¿Es cierto? ¿Se lo ha inventado Laflotte o lo ha dicho porque deseabais oírselo decir?
– Los informadores siempre dicen lo que uno desea oír -replica Saint-Just-. Era justamente lo que necesitábamos.
– ¿Pero es cierto? -insiste Robespierre.
– Lo sabremos cuando comparezca ante el Tribunal. Entretanto, las circunstancias nos obligan a apoyarnos en ello. Personalmente, me parece más que plausible. Mucha gente la ha visto pasearse por la ciudad desde la mañana en que fue arrestado Camille. No tiene un pelo de tonta, y al fin y al cabo Dillon es su amante.
– No.
– ¿No?
– Lucile no tiene amantes.
– Pero si es del dominio público… -contesta Saint-Just, soltando una carcajada.
– No son más que habladurías.
– Todo el mundo sabe que es una casquivana -afirma Saint-Just con tono jovial-. Cuando residían en la Place de Piques, no se recataba en mostrarse como la amante de Danton. También tuvo una aventura con Hérault.
– Te equivocas.
– Sólo quieres ver lo que te interesa.
– Estoy convencido de que no tiene amantes.
– ¿Cómo explicas entonces su relación con Dillon?
– Dillon es amigo de Camille.
– De acuerdo, si lo prefieres diremos que Dillon es el amante de Camille. Me da lo mismo.
– Te estás excediendo -protesta Robespierre.
– Mi deber es servir a la República -contesta Saint-Just con vehemencia-. Esas sórdidas intrigas me tienen absolutamente sin cuidado. Lo único que deseo es proporcionar al Tribunal el medio de acabar con ellos.
– Escúchame atentamente -dice Robespierre, mirando fríamente a Saint-Just-. No podemos volvernos atrás, porque si vacilamos se volverán contra nosotros y acabaremos en el banquillo de los acusados. Sí, tal como lo has expresado tan elegantemente, debemos acabar con ellos, pero eso no significa que me guste. Ve a la Convención. Diles que a través de Laflotte has descubierto que se fraguaba una conspiración en las cárceles. Que Lucile Desmoulins, financiada por… financiada por las potencias enemigas, junto con el general Dillon, ha conspirado para liberar a los prisioneros de la cárcel de Luxemburgo, provocar una revuelta armada frente a la Convención y asesinar a los miembros del comité. Luego solicita a la Convención que promulgue un decreto para silenciar a los presos y conseguir que el juicio concluya hoy, o mañana a lo sumo.
– Tengo una orden de arresto contra Lucile Desmoulins. Convendría que la firmaras también tú.
Robespierre toma la pluma y firma el documento sin mirarlo siquiera.
– Ya no importa -murmura-. Estoy seguro que ella no desea vivir. A propósito, Saint-Just…
El joven se vuelve hacia Robespierre, el cual permanece sentado detrás de su mesa con las manos juntas, pálido pero sin perder la compostura.
– Cuando todo haya terminado y Camille esté muerto, no quiero oír el epitafio que le dediques. Os prohíbo que pronunciéis su nombre en mi presencia. Una vez que haya muerto, deseo pensar en él a solas.
Declaración prestada por Fabricius Pâris, secretario
del Tribunal Revolucionario, durante el juicio
de Antoine Fouquier-Tinville, en 1795
Incluso Fouquier y su digno colaborador, Fleuriot, pese a su infamia, se sentían impresionados por esos hombres, hasta el extremo de que el deponente creyó que no se atreverían a sacrificarlos. No conocía los odiosos medios empleados con tal fin, ni que hubieran ideado lo de la conspiración en la cárcel de Luxemburgo para vencer los escrúpulos de la Convención Nacional y obtener un decreto de proscripción. Amar y Voulland [del comité de Policía] fueron los encargados de traer el fatal decreto. El deponente se encontraba en la sala de testigos cuando llegaron. Sus semblantes expresaban rabia y el temor de que sus víctimas consiguieran escapar con vida. Voulland saludó al deponente y dijo: «Hemos cazado a esos canallas que conspiraban en la cárcel de Luxemburgo.» Luego mandaron llamar a Fouquier, el cual se hallaba en la sala del Tribunal. Cuando éste apareció, Amar le dijo: «Te traemos algo que sin duda simplificará las cosas.» Fouquier sonrió satisfecho y entró de nuevo en la sala del Tribunal con aire de triunfo…
– Van a asesinar a mi esposa.
La dramática frase de Camille deja helados a todos los presentes. Acto seguido se levanta y trata de precipitarse sobre Fouquier mientras Danton y Lacroix lo sujetan. Camille grita algo a Hermann y se desploma de nuevo en la silla. Vadier y David, del comité de Policía, conversan en voz baja con el jurado. Fouquier, rehuye la mirada de los acusados y lee el decreto emitido por la Convención Nacionaclass="underline"
El presidente utilizará todos los medios permitidos por la ley a fin de hacer que se respete su autoridad y la autoridad del Tribunal Revolucionario, y sofocar todo intento por parte de los acusados de alterar el orden público o entorpecer el curso de la justicia. Por consiguiente, decreta que todas las personas acusadas de conspiración que se resistan u ofendan a la justicia nacional sean proscritas y juzgadas sin más formalidades.
– ¡Dios mío! -murmura Fabre-. ¿Qué significa eso?
– Significa -responde Lacroix fríamente-, que a partir de ahora serán ellos quienes dicten las normas. Si exigimos que llamen a declarar a nuestros testigos, que nos interroguen o que nos permitan hablar, el juicio concluirá de inmediato. Para expresarlo más gráficamente, la Convención Nacional nos ha asesinado.
Cuando el fiscal termina de leer el decreto, alza la cabeza y mira a Danton. Fabre está inclinado hacia adelante, tosiendo y sosteniendo ante sus labios una toalla empapada en sangre. Hérault, sentado detrás de él, apoya una mano en su hombro y le ayuda a enderezarse. El aristócrata muestra una expresión de absoluto desprecio hacia esa chusma incapaz de comportarse debidamente.
– Que atiendan al prisionero -ordena Fouquier al alguacil-. Desmoulins también parece a punto a desmoronarse.
– Se suspende la sesión -dice Hermann.
– El jurado… -dice Lacroix-. Todavía hay esperanza.
– No -contesta Danton-. Ya no hay esperanza.
Luego se levanta para dirigirse por última vez al público. Incluso en esos momentos, da la impresión de ser indestructible.
– Seré Danton hasta que muera -dice-. Mañana dormiré en la gloria.
Rue Marat.
Lucile había escrito de nuevo a Robespierre. Cuando oyó a la patrulla detenerse frente al edificio rompió la carta. Al asomarse a la ventana y ver a los guardias desenfundar sus armas, pensó: «¿Es que imaginan que oculto a un ejército en casa?»
Cuando llamaron a la puerta ya tenía preparada una bolsa en la que había metido ropas y algunas pertenencias. Había destruido sus diarios, la auténtica crónica de su vida. El gato se frotó contra sus piernas y Lucile se inclinó para acariciarlo.