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En estos momentos se dispone a subir la escalera. Le sigue su hijo de tres años. Como el señor Desmoulins sabe que no podrá quitárselo de encima hasta dentro de veinte años, comprende que es inútil quejarse. El calor del mediodía invade las calles. Las niñas, Henriette y Elisabeth, duermen en sus cunas. Madeleine está insultando a la lavandera con una fluidez y una agresividad impropias de su estado de buena esperanza y su buena educación. Desmoulins cierra la puerta para no oírlas.

Tan pronto como se sienta ante su mesa de despacho, un pensamiento sobre París empieza a darle vueltas en la cabeza. Es algo que le sucede a menudo. Se ve a sí mismo en las escaleras del tribunal del Châtelet, tras haber conseguido una absolución, rodeado de un grupo de colegas que le felicitan calurosamente. Desmoulins mira a su alrededor. ¿Dónde está Perrin esta tarde? ¿Y Vinot? Ahora va dos veces al año, y Vinot -que solía comentar con él su plan de vida cuando eran estudiantes- había pasado junto a él, en la Place Dauphine, sin reconocerlo.

Eso sucedió el año pasado. Ahora estamos en 1763. Nos encontramos en Guise, Picardía; Desmoulins tiene treinta y tres años, está casado y es padre, abogado, concejal, miembro del alguacilazgo y tiene que pagar la factura del nuevo tejado.

Saca sus libros de cuentas. Hace sólo dos meses que la familia de Madeleine le entregó el último plazo de su dote. Fingieron -sabiendo que él no podía insultarlos- que había sido un descuido, que a un hombre de su posición, con un trabajo bien remunerado, no le haría falta ese dinero.

Era un truco típico de los Viefville, y Desmoulins no podía hacer nada para remediarlo. Lo habían clavado al mástil familiar mientras él, temblando de vergüenza, les entregaba los clavos. Había regresado de París, a petición de ellos, por Madeleine. No sabía que ésta cumpliría treinta años antes de que su familia considerara que él había alcanzado una situación medianamente satisfactoria.

Los Viefville dirigen y controlan pequeñas poblaciones y grandes bufetes de abogados. Tienen primos repartidos por toda la comarca de Laon, por toda Picardía. Son una familia de estafadores, fríos y arrogantes. Un De Viefville es el alcalde de Guise, otro es miembro del Parlamento de París, ese augusto organismo judicial. Los De Viefville suelen casarse con miembros de la familia Godard; Madeleine es una Godard, por parte de padre. El apellido de los Godard carece de la ansiada partícula de nobleza, pero los Godard saben desenvolverse en la vida. Cuando uno asiste, en Guise o en los alrededores, a una velada musical, a un funeral o a una cena de abogados, siempre hay un Godard presente ante el que doblar la rodilla.

Las damas de la familia creen en la producción anual, y aunque Madeleine ha empezado tarde se toma muy en serio su obligación. De ahí la Nueva Casa.

El hijo que seguía a Desmoulins era su primogénito, que ahora cruza la habitación y se encarama en el asiento de la ventana. Su primera reacción, cuando se lo enseñaron a los pocos minutos de nacer, fue afirmar que no era suyo. Durante el bautizo, los complacidos tíos y tías del niño no cesaban de repetir: «¡Es igualito a los Godard!» Tres deseos, pensó Jean-Nicolas amargamente: convertirte en concejal, casarte con tu prima y nadar en la abundancia.

Al niño le impusieron muchos nombres, porque los padrinos no conseguían ponerse de acuerdo. Jean-Nicolas expuso sus preferencias, ante lo cual la familia cerró filas: puedes llamarlo Lucien o como quieras, pero nosotros lo llamaremos Camille.

El nacimiento de su primogénito fue un acontecimiento muy serio en la vida de Jean-Nicolas. Tenía la sensación de hundirse en un pantano, sin esperanzas de salvación. No es que no estuviera dispuesto a asumir sus responsabilidades, sino que se sentía abrumado por las paradojas de la vida y aterrado ante la certeza de que no había nada constructivo que él pudiera hacer. El niño constituía un problema irresoluble. Parecía inaccesible al proceso de razonamiento legal. Jean-Nicolas le sonreía, y el niño le devolvía la sonrisa, pero no la simpática sonrisa desdentada que esbozan la mayoría de los bebés, sino una sonrisa decididamente irónica. Por otra parte, Jean-Nicolas siempre había creído que los bebés no veían con claridad, pero éste -sin duda se trataba de su imaginación- parecía observarlo con cierta frialdad, lo cual le incomodaba. En el fondo temía que el día menos pensado el bebé se incorporara, le mirara fijamente y exclamara: «¡Capullo!»

Asomado a la ventana, su hijo observa la plaza y comenta todo lo que ve: «Ahí va el cura, ahí está el señor Saulce. Mira, un ratón. Ahora aparece el perro del señor Saulce. ¡Pobre ratón!»

– Bájate de ahí, Camille -dice Jean-Nicolas-. Si te caes a la calle y te haces daño en la cabeza, nunca llegarás a ser un concejal. O puede que sí. ¿Quién lo iba a notar?

Mientras su padre suma las facturas de los proveedores, Camille sigue asomado a la ventana, buscando más carnaza. El cura atraviesa la plaza, el perro se tiende al sol. Un niño aparece con un collar y una cadena, se los coloca al perro y se lo lleva a casa. Al cabo de un rato, Jean-Nicolas levanta la vista y dice:

– Cuando haya terminado de pagar el tejado, estaré arruinado. ¿Me escuchas? Mientras tus tíos sigan impidiendo que me ocupe de casos de mayor envergadura, no podremos llegar a fin de mes sin echar mano de la dote de tu madre, la cual se reservaba para tus estudios. Las niñas no me preocupan, pueden aprender a bordar, o puede que alguien se case con ellas por sus encantos personales. Pero tú tendrás que espabilarte.

– El perro ha vuelto -dice su hijo.

– Bájate inmediatamente de ahí. Y no te portes como un niño mimado.

– ¿Por qué? -pregunta Camille-. ¿Es que no soy un niño?

Su padre cruza la habitación y le obliga a bajarse del asiento de la ventana. El niño lo mira asombrado. Todo le sorprende: las diatribas de su padre, las motas en la cáscara de los huevos, los sombreros de las mujeres y los patos del estanque.

Jean-Nicolas lo sienta ante su mesa. Cuando tengas treinta años, piensa, te sentarás en esta mesa, dejarás a un lado los libros de cuentas para ocuparte de asuntos insignificantes, redactarás, quizá por décima vez en tu carrera, una hipoteca sobre la mansión de Wiège. Cuando cumplas cuarenta y te empiecen a salir canas y estés preocupado por tu hijo mayor, yo tendré setenta años. Me sentaré al sol a contemplar el paisaje, y cuando pasen el señor Saulce y el cura me saludarán educadamente.

¿Qué piensan ustedes sobre los padres? ¿Son importantes, o no? He aquí lo que opina Rousseau al respecto:

La familia es la más antigua de las sociedades, y la única natural. Sin embargo, los hijos permanecen por naturaleza sujetos a su padre sólo en tanto en cuanto lo necesitan para sobrevivir… La familia constituye el primer modelo de sociedad política. El jefe de Estado evoca la imagen de un padre; el pueblo, la de sus hijos.

He aquí otras anécdotas familiares.

El señor Danton tenía cuatro hijas, y un hijo menor que sus hermanas. El señor Danton no sentía nada especial hacia su hijo, salvo quizá un cierto alivio de que fuera varón. A los cuarenta años, el señor Danton falleció. Su viuda estaba embarazada, pero sufrió un aborto.

Posteriormente, el niño, Georges-Jacques, creía recordar a su padre. En su familia se hablaba mucho de los muertos. Él procuraba empaparse de esas conversaciones y las transmutaba haciéndolas pasar por memoria. Los muertos no regresan para quejarse ni para regañarte.

El señor Danton había sido secretario de uno de los tribunales de la localidad. Dejó algo de dinero, unas casas y unas tierras. La señora Danton iba tirando sin grandes problemas. Era una mujer de carácter dominante que no temía enfrentarse a la vida. Los maridos de sus hermanas iban a visitarlos los domingos, para aconsejarla.

Los niños eran incorregibles. Destrozaban las verjas de los vecinos, perseguían a las ovejas y cometían otras tropelías rurales. Cuando su madre o uno de sus tíos les increpaban, contestaban con malos modos. En otras ocasiones se divertían arrojando a otros niños al río.