– ¡Es increíble que unas niñas se comporten de ese modo! -observó el señor Camus, hermano de la señora Danton.
– No son las niñas -replicó ella-. Es Georges-Jacques. Pero qué quieres, tienen que sobrevivir.
– Pero esto no es la selva -objetó el señor Camus-. Esto no es la Patagonia. Es Arcis-sur-Aube.
Arcis es verde; el terreno que lo rodea es llano y amarillo. La vida prosigue a un ritmo pausado. El señor Camus observa al niño, que está asomado a la ventana, tirando piedras al granero.
– Ese niño es un salvaje y está enorme -dice-. ¿Por qué lleva una venda en la cabeza?
– ¿Para qué quieres saberlo? ¿Para meterte con él?
Hace dos días, una de las niñas lo había traído a casa al anochecer. Estuvieron jugando a moros y cristianos en un campo donde había un toro. Ese fue el piadoso comentario que hizo Anne Madeleine. Naturalmente, era muy posible que no todos los mártires de la Iglesia dejaran que un toro los atacara, y que algunos, como Georges-Jacques, se pasearan armados con palos. Tenía la mitad del rostro destrozado por el cuerno del animal. Desesperada, su madre le aplicó una venda bien apretada, confiando en que la carne se juntaría, y otra alrededor de la cabeza para cubrir los chichones y los cortes que tenía en la frente. Durante dos días, Georges-Jacques permaneció encerrado en casa, exhibiendo un aire agresivo y quejándose de que le dolía la cabeza. Eso fue el tercer día.
Veinticuatro horas después de que el señor Camus se hubiera marchado, la señora Danton se acercó a la ventana y vio -como en trance, como si se tratara de una horrible pesadilla- a un labrador que atravesaba los campos transportando el cuerpo inerte de su hijo. Dos perros corrían tras él con el rabo entre las patas, seguidos de Anne Madeleine, la cual gritaba de rabia y desesperación.
La señora Danton corrió a su encuentro y vio que el labrador tenía los ojos llenos de lágrimas.
– Hay que sacrificar a ese toro -dijo.
Luego entraron en la cocina. Todo estaba manchado de sangre, la camisa del labrador, los perros, el delantal de Madeleine e incluso su cabello. En el suelo había también un reguero de sangre. La señora Danton buscó algo -una manta, un mantel- sobre la que extender el cadáver de su único hijo. El labrador, agotado por el esfuerzo, se apoyó en la pared, dejando en ella una larga mancha rojiza.
– Colóquelo en el suelo -dijo la señora Danton.
Cuando su mejilla rozó las frías losas del suelo, el niño gimió suavemente y la señora Danton comprendió que no estaba muerto. Entretanto, Anne Madeleine repetía con voz monótona el De profundis:
– «Desde la vigilia matutina hasta el anochecer, Israel confía en el Señor.»
Su madre le propinó un bofetón para que se callara. En aquel momento entró un pollo volando y se posó en el pie de la señora Danton.
– No pegue a la niña -dijo el labrador-. Ella lo rescató de debajo de las patas del toro.
Georges-Jacques abrió los ojos y vomitó. Su madre le palpó los brazos y las piernas para comprobar si se había roto algo. Sólo se había partido la nariz. Al respirar, soltaba unas burbujas de sangre.
– No te suenes -le dijo el hombre-, que se te saldrán los sesos por la nariz.
– No te muevas, Georges-Jacques -dijo Anne Madeleine-. Le has dado un buen susto a ese toro. La próxima vez que te vea, saldrá corriendo.
– Ojalá tuviera un marido -se lamentó su madre.
Nadie le había examinado detenidamente la nariz antes del accidente, por lo que nadie podía asegurar que no la tuviera torcida antes de que se produjera el percance. Aparte de eso, el cuerno del toro le había dejado una cicatriz que le atravesaba la mejilla y que formaba una hendidura violácea en su labio superior.
Al año siguiente contrajo la viruela, lo mismo que sus hermanas, aunque afortunadamente todos se salvaron. Su madre no creía que las marcas de viruela influyeran en su aspecto. Georges era tan feo que la gente se volvía para mirarlo.
Cuando Georges-Jacques cumplió diez años, su madre contrajo nuevas nupcias con Jean Recordain, un comerciante de la localidad. Era viudo, con un hijo (de carácter sosegado) al que debería criar. Aunque era un tanto excéntrico, la madre de Georges estaba segura de que sería muy feliz con él. Georges empezó a asistir a la escuela local. No tardó en descubrir que era capaz de aprenderlo todo con poco esfuerzo, lo cual le permitía disponer del suficiente tiempo libre para seguir cultivando sus aficiones. Un día le pasó por encima toda una piara de cerdos, ocasionándole varias contusiones y heridas, además de dejarle un par de cicatrices que quedaron ocultas bajo su espesa pelambrera.
– Es la última vez que permito que un animal me pisotee -dijo-. Tanto si tiene dos patas como cuatro.
– Roguemos a Dios para que así sea -respondió piadosamente su padrastro.
Pasó un año. Un día, Georges cayó enfermo. Tenía mucha fiebre y no cesaba de tiritar. Cuando tosía arrojaba unos esputos sanguinolentos, y en su pecho sonaba un ruido bronco y áspero.
– Es posible que tenga los pulmones dañados -dijo el médico-. Son ya muchas las veces que se ha roto las costillas. Lo siento. Les recomiendo que avisen al sacerdote.
El sacerdote acudió para administrarle la extremaunción. Pero Georges no murió aquella noche. Tres días más tarde seguía en estado de coma. Su hermana Marie-Cécile organizó unos turnos de oraciones, reservándose el más pesado: desde las dos de la mañana hasta el amanecer. El salón se llenó de parientes que intentaban consolar a su madre. De vez en cuando se producía un silencio, roto por el vocerío de todos los presentes tratando de hablar al mismo tiempo. Las noticias sobre el estado de Georges iban de una habitación a otra.
Al cuarto día, Georges se incorporó y reconoció a su familia. Al quinto, empezó a bromear y tenía tanta hambre que pidió abundantes raciones de comida.
El médico afirmó que ya estaba fuera de peligro.
Su madre había decidido abrir la tumba familiar y enterrarlo junto a su padre. El ataúd, que habían colocado en un cobertizo, fue devuelto. Por fortuna, sólo habían pagado un depósito por él.
Mientras Georges-Jacques permanecía convaleciente, su padrastro viajó a Troyes. A su regreso anunció que había decidido enviar al muchacho a un seminario.
– ¡Mentecato! -dijo su mujer-. Lo que pretendes es quitártelo de encima, confiésalo.
– No tengo tiempo para ocuparme de mis inventos -protestó Recordain-. Vivo en un campo de batalla. Cuando no le pisotean unos cerdos, pilla una pulmonía. ¿A quién se le ocurre bañarse en el río en noviembre? Los ciudadanos de Arcis no tienen por qué saber nadar. Es un chico muy difícil.
– Tienes razón, quizá podría ser sacerdote -dijo su mujer en tono conciliador.
– Ya lo imagino rodeado de sus feligreses -terció el tío Camus-. Quizá lo envíen a una cruzada.
– No sé de quién habrá heredado su inteligencia -dijo su mujer-. En mi familia no hay nadie inteligente.
– Gracias -protestó su hermano.
– Claro que el hecho de ingresar en un seminario no presupone que tenga que hacerse sacerdote. También podría ser abogado. Hay varios abogados en la familia.
– ¿Y si no está de acuerdo con el veredicto? No quiero ni pensarlo.
– De todos modos -dijo la mujer-, prefiero que se quede en casa uno o dos años más. Me gusta tenerlo junto a mí.
– Como quieras -respondió su marido. Jean Recordain era un hombre bonachón que satisfacía a su mujer obedeciéndola en todo. Buena parte del tiempo lo pasaba encerrado en un cobertizo, inventando una máquina para tejer algodón. Decía que aquella máquina cambiaría el mundo.