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Su hijastro tenía catorce años cuando se trasladaron a Troyes, vieja ciudad catedralicia de gente pacífica. Allí los animales no pisoteaban a la gente, ni los sacerdotes permitían a los chicos bañarse en el río. Todo parecía indicar, por tanto, que Georges-Jacques lograría sobrevivir.

Más tarde, cuando recordaba su adolescencia, siempre decía que había sido muy feliz.

En estos momentos, bajo una luz más débil, más gris, más del norte, se celebran unos esponsales. Es el 2 de enero, y los escasos asistentes se felicitan el año nuevo.

La historia de amor de Jacqueline Carraut ocupó la primavera y el verano de 1757, y el día de san Miguel, el 29 de septiembre, se enteró de que estaba embarazada. Jacqueline jamás cometía un error. O, por lo menos, sólo cometía errores graves.

En vista de que su novio se mostraba más frío hacia ella, y dado que su padre era un hombre colérico, Jacqueline decidió ensanchar los corpiños de sus vestidos y no decir palabra. Cuando se sentaba a la mesa, jugueteaba un rato con la comida y luego se la daba al terrier que estaba sentado junto a sus faldas. Llegó adviento.

– Si me lo hubieras dicho antes -dijo su novio-, mi familia sólo habría protestado de que un Robespierre se casara con la hija de un cervecero. Ahora, con esta barriga, encima se armará un escándalo.

– Es el fruto de nuestro amor -dijo Jacqueline. No era una joven romántica, pero se sentía obligada a mantener el tipo. Así pues, una vez ante el altar, sostuvo la cabeza bien alta y miró a todos de frente. Es decir, a su familia, porque los Robespierre se quedaron en casa.

François tenía veintiséis años y un brillante porvenir como abogado; era uno de los mejores partidos de la localidad. Los Robespierre llevaban en la comarca de Arras desde hacía trescientos años. No tenían dinero, pero eran muy orgullosos. Jacqueline estaba impresionada por cómo vivían sus suegros. En casa de su padre, el cervecero, quien no dejaba de quejarse en todo el día ni de regañar a sus empleados, comían unos buenos bistecs. Los Robespierre, en cambio, se comportaban con exquisita educación y comían sopa.

Puesto que la consideraban una muchacha fuerte y robusta, como todas las de su procedencia social, le servían unos gigantescos platos de sopa. Incluso le ofrecían cerveza de la que fabricaba su padre. Pero Jacqueline no era ni fuerte ni robusta, sino frágil y delicada. Ha tenido suerte de casarse con un Robespierre, decía la gente con envidia. Así no tendrá que trabajar. Parecía una figurita de porcelana, un tanto deforme debido a su estado.

François había cumplido con su deber y se había casado con ella; pero cuando abrazó su cuerpo entre las sábanas, volvió a experimentar la misma pasión visceral que antes. Se sentía atraído por el nuevo corazón que latía en su pecho, por la primitiva curva de sus costillas. Le fascinaba su piel suave y diáfana. Le encandilaban sus grandes y miopes ojos verdes, cuya mirada ella sabía suavizar o endurecer, como un gato. Cuando hablaba, sus palabras eran como unas pequeñas garras que se le clavaban en la carne.

– Por sus venas sólo corre sopa -dijo Jacqueline-. Si les hicieras un corte, sangrarían buenos modales. Gracias a Dios que mañana nos instalamos en nuestra propia casa.

Fue un invierno crudo y tenso. Las dos hermanas de François iban a visitarlos a menudo, pero se sentían violentas. El hijo de Jacqueline nació el 6 de mayo, a las dos de la mañana. Más tarde, la familia se reunió alrededor de la pila bautismal. El padre de François fue el padrino e impusieron al niño su nombre, Maximilien. Era un nombre tradicional en la familia, según informó a la madre de Jacqueline, una familia sólida a la que ahora pertenecía su hija.

A lo largo de los cinco años siguientes nacieron otros tres niños de ese matrimonio. Jacqueline estaba siempre indispuesta y asustada. Tenía la impresión de hallarse continuamente en estado.

Aquel día la tía Eulalie les leyó un cuento. Se llamaba «La zorra y el gato». Leía precipitadamente, pasándose algunas hojas. Maximilien pensó que si eso lo hubiera hecho un niño, habría recibido un bofetón. Para colmo, era su libro favorito.

La tía Eulalie se parecía a la zorra del cuento, cuando alzaba la cabeza para escuchar atentamente, con aire preocupado. Aburrido, Maximilien se sentó en el suelo y se puso a jugar con el puño de encaje de su tía. Su madre sabía hacer labores de encaje.

Le extrañó que su tía Eulalie no le regañara por sentarse en el suelo, y lo interpretó como un signo de mal presagio.

De pronto su tía se detuvo bruscamente. Arriba, Jacqueline se estaba muriendo. Sus hijos todavía no lo sabían.

Habían despedido a la comadrona, pues era una inútil. En estos momentos se encontraba en la cocina, comiendo queso y atemorizando a la sirvienta con sus macabras historias. Habían avisado al médico, con el que François sostenía una acalorada disputa. La tía Eulalie se levantó de un salto y cerró la puerta, pero aun así se oían sus voces. Luego siguió leyendo con voz entrecortada, mientras con su blanca y delicada mano mecía la cuna del pequeño Augustin.

– No veo cómo sacar a la criatura si no es rajando a la madre -dijo el médico. No le gustaba emplear esa palabra, pero no había más remedio-. Quizá pueda salvar al niño.

– Quiero que la salve a ella -dijo François.

– Si no hago nada morirán los dos.

– No me importa que muera la criatura, pero salve a la madre.

Eulalie empezó a mecer la cuna apresuradamente, y Augustin rompió a llorar. Afortunadamente para él, ya había nacido.

Los dos hombres seguían peleándose.

– ¡Para eso podía haber avisado al carnicero! -gritó François.

La tía Eulalie se levantó de su asiento, y el libro se deslizó de sus manos y cayó al suelo.

– ¡Por Dios! -gritó mientras corría escaleras arriba-. Bajad la voz. Los niños están oyéndolo todo.

Maximilien cogió el libro y alisó las páginas que había doblado su tía mientras contemplaba las ilustraciones de la zorra y el gato, la tortuga y la liebre, el astuto cuervo y el oso. Luego colocó la rechoncha mano de su hermana sobre la cuna y dijo:

– Anda, mécelo un rato.

Su hermana le miró fijamente y preguntó:

– ¿Por qué?

La tía Eulalie pasó junto a Maximilien sin reparar en él, con la frente perlada de sudor. El niño subió la escalera y vio a su padre sentado en un sillón, llorando, con la cara oculta entre las manos. El médico abrió su maletín y dijo:

– Dónde habré puesto los fórceps… Al menos lo intentaré. A veces sale bien.

Maximilien abrió la puerta del dormitorio y entró. Las ventanas estaban cerradas, como para impedir que penetrara la brisa estival y la fragancia de los jardines y los campos. En la chimenea ardía un fuego, y junto a ella había una cesta con varios troncos. El calor era inmediato y visible. El cuerpo de su madre yacía envuelto en una sábana blanca, con la cabeza apoyada en unas almohadas y el cabello recogido con una cinta. Su madre le miró sin volver la cabeza, sonriendo débilmente. La piel alrededor de su boca tenía un tono grisáceo. Sus ojos parecían advertirle que dentro de poco se separaría de él.

Maximilien se encaminó hacia la puerta. Antes de salir se giró y alzó la mano en un gesto de solidaridad. En el pasillo se topó con el médico, que se había quitado la chaqueta y la llevaba colgando del brazo, como si esperara que alguien se la cogiera y la colgara en algún sitio.

– Si me hubieran avisado hace unas horas… -dijo el médico.

François había desaparecido.

En aquel momento llegó el sacerdote.

– Si el niño asoma la cabeza -dijo-, lo bautizaré.

– Si el niño asomara la cabeza, no tendríamos ningún problema -replicó el médico.

– O un brazo o una pierna. La Iglesia lo permite.

Eulalie entró de nuevo en la habitación.

– Aquí hace un calor sofocante -dijo-. No creo que le convenga a la parturienta.

– Tampoco le conviene pillar un resfriado -contestó el médico-. Aunque de todos modos…