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– En tal caso le administraré la extremaunción -dijo el sacerdote-. Traigan una mesa.

Abrió su maletín y sacó un paño blanco y unas velas. La gracia de Dios en versión portátil.

– Saquen de aquí a ese niño -dijo el médico, indicando a Maximilien.

Eulalie lo cogió en brazos. Mientras bajaban la escalera, Maximilien sintió el áspero roce del vestido contra su mejilla.

Eulalie los condujo hacia la puerta principal.

– Poneos los guantes -dijo-. Y los sombreros.

– Hace calor -protestó Maximilien-. No queremos los guantes.

– Haced lo que os digo -insistió Eulalie.

Salieron seguidos de la nodriza, que llevaba al pequeño Augustin en brazos como si fuera un saco de patatas.

– Cinco niños en seis años -dijo ésta a Eulalie-. No me extraña que se esté muriendo.

Se dirigieron a casa del abuelo Carraut. Más tarde, la tía Eulalie les dijo que debían rezar por su hermanito. La abuela preguntó muy bajo, sin apenas mover los labios, si el bebé había sido bautizado. La tía Eulalie sacudió la cabeza y contestó en el mismo tono:

– Ha nacido muerto.

Maximilien se estremeció, y la tía Eulalie se inclinó para darle un beso.

– ¿Cuándo puedo volver a casa? -preguntó el niño.

– Pasarás unos días con tu abuela, hasta que tu madre se haya restablecido.

Pero Maximilien recordaba la piel grisácea en torno a su boca y comprendía lo que su madre había tratado de decirle: pronto me meterán en un ataúd y me enterrarán.

¿Por qué se empeñaban en mentirle?

Maximilien empezó a contar los días. Las tías Eulalie y Henriette iban y venían constantemente. Les extrañaba que el niño no preguntara por su madre.

– Maximilien no pregunta por su madre -dijo Henriette a la abuela Carraut.

– Es un niño muy frío -respondió su abuela.

Pero él siguió contando los días hasta que decidieron decirle la verdad. Al noveno día, mientras los niños desayunaban, entró su abuela y dijo:

– Debéis ser muy valientes. Vuestra madre se ha ido a vivir con Jesús.

Con el Niño Jesús, pensó Maximilien.

– Ya lo sé -dijo.

En aquella época tenía seis años. El viento agitaba las cortinas blancas del balcón, y un gorrión se posó en la barandilla. Dios, rodeado de vaporosas nubes, les observaba desde un cuadro colgado en la pared.

Dos días más tarde, su hermana Charlotte se detuvo ante el ataúd, señalándolo con el dedo, mientras su hermana pequeña, Henriette, permanecía sentada en un rincón, malhumorada porque nadie le hacía caso.

– Si quieres te leeré un cuento -dijo Maximilien a Charlotte-. Pero no ese libro de animales. Es demasiado infantil.

Más tarde, su tía Henriette lo alzó para que pudiera contemplar el cuerpo de su madre antes de que cerraran el ataúd.

– Yo no quería que la viera -dijo su tía, girando la cabeza-. Pero la abuela Carraut insistió.

Maximilien sabía perfectamente que aquel cadáver con la nariz aguileña y las manos blancas como la cera era su madre.

De pronto, la tía Eulalie salió corriendo de la casa y exclamó:

– ¡François, te lo ruego!

Maximilien corrió tras ella y vio a su padre alejarse sin volver la cabeza ni siquiera una vez. La tía Eulalie cogió al niño de la mano y lo llevó hacia la casa.

– Tiene que firmar el certificado de defunción -dijo-. Pero se niega en redondo. ¿Qué vamos a hacer?

Al día siguiente regresó François. Apestaba a coñac, y el abuelo Carraut dijo que era evidente que había estado con una mujer.

Durante los meses siguientes, François se dio a la bebida. No atendía a sus clientes, y éstos se buscaron otro abogado. Un día hizo la maleta y dijo que se marchaba para siempre.

El abuelo y la abuela Carraut confesaron que nunca les había caído bien. Dijeron que no tenían nada contra los Robespierre pues eran gente decente, pero que François era un canalla. Al principio hicieron ver que estaba ocupado con un complicado caso en otra ciudad. De vez en cuando regresaba, generalmente para pedir dinero. Los abuelos Robespierre -«a nuestros años»- no se sentían capaces de ofrecer a sus nietos un hogar. El abuelo Carraut se hizo cargo de los dos chicos, Maximilien y Augustin, y las tías Eulalie y Henriette, que estaban solteras, de las niñas.

Cierto día, Maximilien descubrió, o le dijeron, que había sido concebido antes del matrimonio. A partir de entonces es posible que achacara las desgracias de su familia a esa circunstancia, pero lo cierto es que durante el resto de su vida no volvió a mencionar a sus padres.

En 1768 François de Robespierre regresó a Arras tras una ausencia de dos años. Dijo que había estado en el extranjero pero no especificó en qué lugar, ni cómo se había ganado la vida. Fue a casa del abuelo Carraut para ver a su hijo. Maximilien les oyó discutir a través de la puerta.

– Dices que nunca has conseguido superarlo -dijo el abuelo Carraut-. ¿Te has parado a pensar en si tu pobre hijo lo ha superado? Es su viva imagen. No es un niño fuerte, como tampoco lo era su madre. Tú lo sabías cuando le obligaste a tener un hijo tras otro. Yo me ocupo de alimentar a tus hijos, de vestirlos y de educarlos como buenos cristianos.

Su padre lo encontró muy delgado para su edad. Conversó con él durante unos minutos, pero era evidente que se sentía tenso e incómodo. Al despedirse, le dio un beso en la frente. Su aliento apestaba a alcohol. El niño se apartó bruscamente. François parecía decepcionado. Quizá esperaba que se arrojara en sus brazos.

Más tarde, el niño, que había aprendido a dosificar sus emociones, sintió ciertos remordimientos.

– ¿Ha venido papá a verme? -le preguntó a su abuelo.

– No seas ingenuo -contestó el anciano-. Ha venido a pedir dinero.

Maximilien no causaba ningún problema a sus abuelos. Era un chico dócil y obediente. Sentía afición por la lectura y tenía unas palomas en el jardín. Sus hermanas iban a verlo los domingos, y él dejaba que acariciaran -suavemente, con un dedo- a las palomas.

Las niñas le suplicaron que les regalara una paloma. Ya os conozco, dijo Maximilien, os cansaréis de ella a los dos días. No es una muñeca, tenéis que darle de comer y limpiar la jaula. Pero sus hermanas insistieron e insistieron, hasta que al fin cedió. La tía Eulalie compró una bonita jaula dorada.

Al cabo de unas semanas, la paloma murió. Se dejaron la jaula en el jardín, y se desencadenó una tormenta. Maximilien imaginaba al pobre pájaro arrojándose contra los barrotes, con las alas rotas. Charlotte le dio la noticia sollozando amargamente, pero Maximilien sabía que a los cinco minutos ya no se acordaría de la paloma.

– Dejamos la jaula fuera para que se sintiera libre -dijo gimoteando.

– Pero no era libre. Teníais que cuidarla. Ya os lo advertí.

Pero ello no le sirvió de consuelo, sino que le dejó un sabor amargo en la boca.

Su abuelo le dijo que cuando fuera mayor se ocuparía del negocio. Solía llevar al chico a la fábrica, para que fuera conociendo las diversas operaciones que requería la elaboración de la cerveza y para que charlara con los operarios. Pero al chico no le interesaba el negocio de la cerveza. Su abuelo dijo que, dado que era más intelectual que práctico, podría hacerse sacerdote.

– Augustin se encargará del negocio -dijo-. O puede que lo venda. Yo no soy un sentimental. Existen otras profesiones aparte de la de cervecero.

Cuando Maximilien cumplió diez años, sus abuelos pidieron al abate de Saint-Waast que hablara con él y le orientara respecto a su futuro. Al abate no le cayó simpático Maximilien. Pese a sus excelentes modales, no parecía tener en cuenta sus opiniones, como si estuviera distraído pensando en otras cosas. Sin embargo, parecía un chico muy inteligente. El abate pensó que no era culpable de sus desgracias y decidió ayudarle. Había asistido tres años a la escuela de Arras, y sus maestros aseguraban que era muy aplicado y estudioso.