El abate logró que le concedieran una beca nada menos que en el Louis-le-Grand, el mejor colegio del país, donde estudiaban los hijos de la aristocracia y en el que un chico sin fortuna podía llegar a ser alguien. El abate le recomendó que estudiara con ahínco, que obedeciera a sus superiores y que se mostrara agradecido.
– Espero que me escribas con frecuencia -dijo Maximilien a su tía Henriette.
– Por supuesto.
– Y mis hermanas también.
– Desde luego.
– En París tendré muchos amigos.
– Eso espero.
– Y cuando sea mayor, me haré cargo de mis hermanas y de mi hermano. No tendrán que depender de nadie más.
– ¿Has olvidado a tus viejas tías?
– También me ocuparé de vosotras. Viviremos en una gran casa, y no nos pelearemos nunca.
Henriette no estaba convencida de que el chico debiera ir a París. Aunque había cumplido doce años, era un niño un tanto enclenque y tímido; temía que cuando abandonara la casa de su abuelo, nadie le hiciera caso.
Pero no, por supuesto que debía ir. No podía desaprovechar una oportunidad como ésa ni permanecer toda la vida pegado a las faldas de sus tías. Le recordaba a la pobre Jacqueline; tenía los mismos ojos que su madre, de un color verde mar, que parecían atrapar la luz. Nunca me cayó mal, pensó Henriette. Tuvo la desgracia de estar delicada del corazón.
Durante el verano de 1769, Maximilien se esforzó en perfeccionar el latín y el griego. Pidió a la hija de una vecina, una niña mayor que él, que cuidara de sus palomas durante su ausencia. En octubre, partió hacia París.
En Guise, bajo la atenta mirada de Viefville, la carrera de maître Desmoulins avanzaba a buen ritmo. Le habían ascendido a magistrado. Por las noches, después de cenar, él y Madeleine conversaban un rato, mirándose tiernamente a los ojos. El dinero escaseaba.
En 1767, cuando Armand empezaba a dar sus primeros pasos y Anne Clothilde era todavía un bebé, Jean-Nicolas dijo a su esposa:
– Creo que debemos enviar a Camille a la escuela.
Camille había cumplido los siete años y seguía a su padre por toda la casa, parloteando sin cesar, como todos los Viefville.
– Debería ir a Cateau-Cambrésis -dijo Jean-Nicolas-, con sus primos. Al fin y al cabo no está lejos de aquí.
Madeleine andaba siempre muy atareada. Su hija mayor estaba continuamente enferma, las criadas se aprovechaban y el exiguo presupuesto familiar requería grandes economías. Aparte de sus ocupaciones como ama de casa, Jean-Nicolas le exigía que tuviera en cuenta sus sentimientos.
– ¿No es un poco joven para esforzarse en conseguir las ambiciones que tú nunca conseguiste alcanzar? -preguntó a su marido.
Lo cierto es que Jean-Nicolas era un hombre amargado. Había renunciado a sus sueños.
Dentro de unos años, otros jóvenes abogados le preguntarían por qué se había conformado con permanecer en Guise pudiendo aprovechar su talento para abrirse camino en otro lugar. Y él respondería secamente que su provincia le bastaba y sobraba, y que no se metieran en sus asuntos.
En octubre enviaron a Camille a Cateau-Cambrésis. Poco antes de Navidad, recibieron una efusiva carta del rector relatándoles los asombrosos progresos de Camille. Jean-Nicolas la agitó ante las narices de su mujer y exclamó:
– ¿No te lo dije? Yo estaba en lo cierto.
Pero a Madeleine le preocupaba el tono de la carta.
– Es como si te dijeran que tu hijo es muy atractivo e inteligente aunque sólo tenga una pierna -dijo.
Jean-Nicolas lo interpretó como una broma de su mujer. Hacía pocos días, ésta le había acusado de no tener imaginación ni sentido del humor.
Al cabo de unas semanas Camille regresó a casa. Sus padres se quedaron estupefactos al comprobar que tartamudeaba. Madeleine se encerró en su habitación y pidió que le sirvieran las comidas allí. Camille dijo que los reverendos habían sido muy amables con él y afirmó que él tenía la culpa de su defecto. Su padre, para animarlo, dijo que no era un defecto sino más bien un inconveniente. Camille insistió en que era el único culpable y preguntó fríamente cuándo podía regresar a la escuela, ya que allí nadie reparaba en su defecto ni le criticaban. Jean-Nicolas se puso en contacto con Cateau-Cambrésis y exigió al rector que le explicara por qué su hijo tartamudeaba ahora. El sacerdote contestó que cuando llegó a la escuela ya presentaba ese defecto, pero Jean-Nicolas le aseguró que cuando se marchó de casa no lo hacía.
Al fin, ambos llegaron a la conclusión de que Camille debió perder su fluidez de palabra en el viaje, como si se tratara de una maleta o de unos guantes. Nadie tenía la culpa; son cosas que pasan.
En 1770, cuando Camille cumplió diez años, los sacerdotes aconsejaron a su padre que lo sacara de la escuela porque no podían prestarle la atención que su progreso merecía.
– Quizá deberíamos ponerle un tutor. Un hombre culto y educado -dijo Madeleine.
– ¿Estás loca? -le espetó su marido-. ¿Acaso me has tomado por un duque? ¿Por un magnate del algodón inglés? ¿Crees que poseo una mina de carbón? ¿Que estoy rodeado de siervos?
– No -contestó su esposa-. Sé perfectamente quién eres. No me hago ilusiones.
Fue un De Viefville quien les brindó la solución.
– Sería una lástima dejar que vuestro hijo desperdiciara su inteligencia por falta de dinero. Al fin y al cabo -dijo groseramente-, tú, Jean-Nicolas, nunca llegarás a nada, pero el niño es encantador y espero que cuando sea mayor deje de tartamudear. Debemos pensar en una beca. Si pudiéramos enviarlo al Louis-le-Grand, no nos costaría mucho dinero.
– ¿Crees que lo admitirían?
– Según me han dicho, es un chico extraordinariamente inteligente. Cuando sea abogado, será el orgullo de la familia. La próxima vez que mi hermano vaya a París, le pediré que os haga ese favor. ¿Qué más puedo decir?
La esperanza de vida en Francia ha aumentado hasta casi los veintinueve años.
El colegio Louis-le-Grand era una institución muy antigua. Había sido dirigido por jesuitas, pero cuando fueron expulsados de Francia los sustituyeron los oratorianos, una orden más ilustrada. Entre sus alumnos se contaban varios personajes célebres como Voltaire, que por entonces estaba exiliado, y el marqués de Sade, que permanecía encerrado en uno de sus castillos mientras su esposa trataba de conseguir que le conmutaran la sentencia por envenenamiento y sodomía.
El colegio estaba ubicado en la rue Saint-Jacques, separado de la ciudad por unos sólidos muros y una enorme verja de hierro. En el edificio reinaba un frío polar pues sólo encendían las chimeneas cuando se formaba una capa de hielo sobre el agua bendita de la capilla. En invierno los alumnos salían temprano, cogían unos témpanos de hielo y los metían en las pilas del agua bendita, confiando en que el rector se diera por enterado. Por las habitaciones corría un aire gélido, junto con algunas ráfagas de frases pronunciadas en lenguas muertas.
Maximilien de Robespierre llevaba un año en el colegio.
Al llegar, le recomendaron que estudiara con ahínco para agradecerle así al abate el gran favor que le había hecho. Le dijeron que no se preocupara si los primeros días añoraba a su familia, pues le pasaría pronto. En cuanto llegó, Maximilien se apresuró a anotar todo lo que había visto durante el viaje, para no olvidarlo. Los verbos se conjugaban en París del mismo modo que en Artois. Si uno prestaba atención a los verbos, todo iba bien. Era un estudiante aplicado y sus profesores estaban muy satisfechos de él. Pero no tenía amigos.
Un día se le acercó un alumno mayor que él, llevando de la mano a un niño de corta edad.
– Oye, tú -dijo el chico mayor (sus compañeros solían fingir que no recordaban su nombre).
– ¿Es a mí? -preguntó Maximilien, sin girarse, en un tono entre amable y ofensivo que dominaba a la perfección.