– Quiero que te ocupes de este niño que nos han mandado. Creo que es de tu pueblo, de Guise.
Esos ignorantes parisienses no saben distinguir un lugar de otro, pensó Maximilien.
– Guise está en Picardía -respondió-. Yo soy de Arras. Arras está en Artois.
– ¿Y qué más da? Aunque sé que estás muy ocupado con tus estudios superiores, espero que tengas tiempo de enseñarle la escuela.
– De acuerdo -contestó Maximilien, girándose para contemplar al niño. Era muy guapo y tenía el cabello muy oscuro.
– ¿Adónde te apetece ir? -le preguntó.
En aquel momento apareció el padre Herivaux, tiritando de frío. Al verlos, se detuvo y dijo:
– Me alegro de verlo, Camille Desmoulins.
El padre Herivaux era un eminente clasicista, y procuraba estar al tanto de todo. Una beca no impedía que penetrara el frío viento otoñal; y las cosas seguramente empeorarían.
– Tengo entendido que tiene diez años -dijo el reverendo.
El niño asintió.
– Y que es muy espabilado para su edad.
– Sí -respondió el niño.
El padre Herivaux se mordió el labio y se alejó apresuradamente. Maximilien se quitó las gafas y se frotó los ojos.
– Procura decir «sí, padre» -dijo-. Es lo habitual. No contestes con la cabeza, no les gusta. Y cuando te pregunten si eres inteligente, convendría que fueras un poco más modesto. Debes responder «hago lo que puedo, padre», o algo por el estilo.
– O sea que hay que lamerles las botas -dijo el niño.
– Sólo pretendía aconsejarte, basándome en mi experiencia -contestó Maximilien.
Se puso de nuevo las gafas y observó al niño fijamente. De pronto se acordó de la paloma, atrapada en la jaula. Le parecía tocar sus plumas, suaves y muertas, y los huesecillos de su cuerpo. Sintió un estremecimiento y se limpió la mano en la chaqueta.
El niño tartamudeaba, lo cual le hacía sentirse incómodo. Aquella situación le enojaba profundamente. Temía que las cosas se complicasen y que pudiera perder el modus vivendi que había logrado.
Cuando regresó a Arras para pasar las vacaciones de verano, Charlotte observó:
– Apenas has crecido.
Todos los años hacía el mismo comentario.
Sus profesores lo tenían en gran estima. Es tosco y carece de estilo, decían, pero siempre dice la verdad.
Maximilien no sabía qué opinaban sus compañeros de él. Si le hubieran preguntado qué tipo de persona creía ser, hubiera contestado que era un chico inteligente, sensible, paciente y desprovisto de encanto. Pero, lógicamente, ignoraba si los demás opinaban lo mismo.
No recibía muchas cartas de casa. Charlotte le escribía con frecuencia, contándole pequeñas aventuras y anécdotas. Maximilien guardaba sus cartas un par de días, y luego las tiraba a la basura.
Camille Desmoulins recibía carta de su familia dos veces a la semana. Eran unas cartas larguísimas, que solía leer en voz alta para entretenimiento de sus compañeros. Les explicó que puesto que le habían enviado a la escuela cuando tenía siete años, sabía más cosas sobre su familia por las cartas que le escribían que por haber convivido con ellos. Los episodios eran como los capítulos de una novela, y a medida que los leía, sus amigos empezaron a creer que sus parientes eran como unos «personajes» de fábula. En ocasiones, sus amigos se echaban a reír como locos cuando les leía frases parecidas a «Tu padre confía en que te hayas confesado», que no cesaban de repetir durante varios días. Camille les explicó que su padre estaba escribiendo una Enciclopedia de Derecho, probablemente para no tener que conversar con su madre por las noches. Quizá su padre se encerraba en su cuarto con la Enciclopedia, y se ponía a leer lo que el padre Proyart denominaba «libros peligrosos». Camille contestaba puntualmente a las cartas, llenando numerosos folios con su curiosa caligrafía. Guardaba todas las cartas para publicarlas más adelante.
– Tenga presente, Maximilien -le dijo un día el padre Herivaux-, que la gente le tomará por lo que aparente. Por tanto, procure dar la impresión de ser un hombre de valía.
Eso nunca había supuesto un problema para Camille. Tenía la habilidad de trabar amistad con alumnos mayores que él y muy bien relacionados. Uno de ellos se llamaba Stanislas Fréron, un chico que tenía cinco años más que él y al que habían puesto el nombre de su padrino, el rey de Polonia. Los Fréron eran muy ricos y cultos, y un tío suyo era un conocido enemigo de Voltaire. A los seis años le habían llevado a Versalles, donde recitó una poesía para las señoras Adelaide, Sophie y Victoire, hijas del anciano rey, que jugaron con él y le dieron unos caramelos.
– Cuando seas mayor -dijo Fréron a Camille-, te presentaré a mis amigos y te ayudaré a hacer carrera.
¿Se sentía agradecido Camille con Fréron? En absoluto. Por el contrario, lo despreciaba y lo llamaba «Conejo». En Fréron empezó a desarrollarse una desmedida sensibilidad. Se ponía ante el espejo, y examinaba su rostro con detenimiento para comprobar si, efectivamente, tenía dientes de conejo o aspecto tímido.
Otro de sus amigos era Louis Suleau, un chico un tanto irónico, que sonreía cuando los jóvenes aristócratas criticaban a la nobleza. Es increíble, decía Suleau, ver cómo algunas personas se dedican a socavar la tierra que pisan. No tardará en estallar una guerra -dijo a Camille-, y tú y yo nos encontraremos en bandos distintos. Así que más vale que ahora procuremos llevarnos bien.
– No quiero volver a confesarme -anunció un día Camille al padre Herivaux-. Si me obliga a ello, fingiré que soy otra persona y me inventaré los pecados.
– Sea razonable -respondió el padre Herivaux-. Cuando cumpla dieciséis años, podrá renegar de su fe. Es la edad en que se suele hacer.
Cuando cumplió dieciséis, años Camille ya tenía nuevas aficiones e intereses. Maximilien de Robespierre le preguntó un día:
– ¿Cómo consigues salir de aquí?
– No es la Bastilla. A veces salgo tranquilamente por la puerta; otras trepo por el muro. ¿Quieres que te enseñe cómo lo hago, o prefieres no saberlo?
Dentro de los muros hay una nutrida comunidad intelectual. Fuera, las bestias se pasean frente a la verja de hierro. Parece como si unos seres humanos hubieran sido enjaulados, mientras que afuera los animales salvajes campan a sus anchas y realizan actividades humanas. La ciudad apesta a riqueza y corrupción; los mendigos piden limosna en la calle, el verdugo tortura a los reos en público, se cometen robos y asesinatos a plena luz del día. Lo que Camille halla fuera de los muros le excita y escandaliza al mismo tiempo. Es una ciudad maldita, dice, dejada de la mano de Dios; un lugar de insidiosa depravación espiritual al que aguarda un futuro apocalíptico. La sociedad en la que Fréron se propone introducirlo es como un gigantesco y venenoso organismo a punto de sucumbir; las personas como tú, dice a Maximilien, sois las únicas capaces de gobernar el país.
– Ya verás lo que es bueno cuando el padre Proyart sea nombrado rector -comentó Camille, excitado ante semejante perspectiva-. Acabará con nosotros.
Curiosamente, pensó Maximilien, Camille creía que cuanto peor se pusieran las cosas, mejor para todos.
Pero el padre Proyart no fue nombrado rector, sino el padre Poignard d’Enthienloye, un hombre de temperamento sosegado, liberal e inteligente. Le alarmaba el espíritu de rebeldía que se había apoderado de los alumnos.
– El padre Proyart dice que forma usted parte de una «pandilla» -dijo a Maximilien-. Que son unos anarquistas y unos puritanos.
– El padre Proyart me tiene manía -contestó Maximilien-. Creo que le da excesiva importancia al asunto.
– El asunto la tiene. Pero no nos andemos con rodeos. Debo leer mi discurso de aceptación del cargo dentro de media hora.
– ¿Dice que somos puritanos? Pues debería alegrarse.