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– Si hablaran ustedes todo el tiempo sobre mujeres lo comprendería, pero dice que sólo hablan de política.

– Es cierto -respondió Maximilien. Estaba dispuesto a tener en cuenta los problemas de sus superiores-. Teme que estos altos muros no puedan impedir que se filtren las ideas de los norteamericanos. Y tiene razón.

– Cada generación tiene sus pasiones. Es natural. A veces creo que nuestro sistema educativo es erróneo. Les arrebatamos su niñez, forzamos sus ideas en este ambiente de invernadero y les instruimos en un clima de despotismo. -Dicho esto, el sacerdote suspiró; las metáforas le deprimían.

Maximilien consideró unos instantes la posibilidad de encargarse de la fábrica de cerveza; al menos no necesitaría estudios clásicos.

– ¿Cree usted que es preferible no dar esperanzas a la gente? -preguntó al nuevo rector.

– Creo que es una lástima azuzar su inteligencia y luego advertirles de que no pueden pasar de aquí -contestó el sacerdote, alzando una mano-. No podemos ofrecer a un joven como usted los privilegios de que gozan los que nacen ricos y nobles.

– Ya lo sé -contestó Maximilien sonriendo.

El rector no alcanzaba a comprender por qué el padre Proyart la tenía tomada con este chico. No era agresivo ni descarado.

– ¿Qué piensa hacer, Maximilien? ¿A qué quiere dedicarse? -El rector sabía que de acuerdo con las condiciones de la beca, el muchacho debía licenciarse en medicina, teología o jurisprudencia-. Tengo entendido que desea ser sacerdote.

– Eso es lo que quiere mi familia -respondió Maximilien.

El chico es respetuoso, pensó el rector, y tiene en cuenta las opiniones de los demás, aunque al fin hará lo que a él le dé la gana.

– Mi padre era abogado, quizá siga sus pasos -prosiguió Maximilien-. Tengo que regresar a casa. Soy el mayor de los hermanos, ¿comprende?

El rector sabía que la familia de Maximilien había desembolsado una pequeña cantidad para cubrir los gastos que no alcanzara su beca de estudios, y era lógico que el chico se sintiera acomplejado por su situación social. El año pasado, el tesorero le había entregado el dinero para que se comprara un sobretodo nuevo.

– ¿Se conformaría con ejercer su carrera en su provincia? -preguntó el rector.

– A fin de cuentas, me moveré en mi ambiente -contestó Maximilien no sin cierta ironía-. Pero decía usted que le preocupaba el tono moral del colegio. Creo que debería hablarlo con Camille. Está más enterado del asunto que yo.

– Detesto esa costumbre de utilizar el nombre de pila -dijo el sacerdote-. Como si fuera un personaje célebre. ¿Acaso no tiene apellido? Francamente, no tengo una buena opinión de su amigo. Y no me diga que no es amigo suyo.

– Lo reconozco -respondió Maximilien-. Pero no creo que tenga usted una mala opinión de él.

El sacerdote se echó a reír.

– El padre Proyart dice que no sólo son ustedes unos puritanos y unos anarquistas, sino unos engreídos, incluyendo a ese tal Suleau. Pero veo que usted no es así.

– ¿Cree que debería mostrarme tal como soy?

– Sin duda.

– Confieso que me resulta difícil.

Más tarde, mientras guardaba su breviario, el sacerdote meditó sobre la entrevista que había mantenido con Maximilien. Ese chico será un desgraciado, pensó. Regresará a su provincia y no hará nada de provecho.

Corre el año 1774. Ha llegado el momento de que los estudiantes se hagan adultos, de que irrumpan en el mundo, en los actos públicos. A partir de ahora todo sucederá a la luz de la historia, la cual no ilumina el intelecto como el astro solar, sino más bien como la vela de un funeral. Como mucho, es un resplandor lunar de segunda mano, débil y miope, que induce al error.

Camille Desmoulins, 1793:

– Creen que alcanzar la libertad es como hacerse adulto, que tienes que sufrir.

Maximilien Robespierre, 1793:

– La historia es pura ficción.

II. La vela de un funeral

(1774-1780)

Poco después de Pascua, el rey Luis XV contrajo la viruela. Desde que nació, su vida había estado dominada por los cortesanos; el mero hecho de levantarse por la mañana constituía una ceremonia sujeta a una complicada y rígida etiqueta, y cuando comía lo hacía en público, mientras centenares de personas desfilaban ante él observando cada cucharada que se llevaba a la boca. Todos sus actos -cada vez que iba al baño, cada vez que hacía el amor, incluso cada vez que respiraba- eran comentados públicamente. De pronto, le sobrevino la muerte.

Un día tuvo que suspender la cacería y fue trasladado a palacio, postrado y con una fiebre muy alta. Tenía sesenta y cuatro años, y todos sospecharon lo peor. Cuando aparecieron en su cuerpo unas manchas rojas, el propio Rey temió que moriría e iría al infierno.

El delfín y su esposa permanecieron en sus habitaciones, por temor a contagiarse. Cuando las ampollas empezaron a supurar, abrieron todas las puertas y ventanas, pero aun así el hedor era insoportable. En sus últimas horas, el Rey estuvo atendido únicamente por médicos y sacerdotes. El carruaje de la condesa du Barry, su última amante, partió para siempre de Versalles. Una vez que ésta se hubo marchado y el Rey se quedó solo, los sacerdotes accedieron a administrarle la absolución. Cuando el Rey envió a por la Du Barry y le dijeron que se había marchado, respondió: «¿Tan pronto?»

La corte estaba reunida en la gigantesca antesala conocida como «ojo de buey», para aguardar la muerte del Rey. El 10 de mayo, a las tres y cuarto de la tarde, apagaron una vela que estaba encendida junto a la ventana.

De pronto sonó un ruido parecido al estallido de un trueno y todos los cortesanos salieron del «ojo de buey», atravesaron la gran galería y se dirigieron a las habitaciones del nuevo Rey.

El nuevo Rey tiene diecinueve años; y su consorte, la princesa austriaca María Antonieta, un año menos que él. El Rey es un muchacho corpulento, piadoso, meticuloso y flemático, amante de la caza y de los placeres de la mesa; se dice que, debido a un defecto del prepucio, es incapaz de gozar de los placeres de la carne. La Reina, egoísta, testaruda, caprichosa y maleducada, es rubia, de tez pálida y bonita como casi todas las jóvenes de dieciocho años; pero su arrogancia, típica de los Habsburgo, empieza a plantear un serio problema.

El pueblo tiene depositadas todas sus esperanzas en el nuevo reinado. En la estatua del gran Enrique IV, una mano anónima ha escrito: «Resurrexit».

Cuando el teniente de la policía acude a su despacho -hoy, el año pasado, todos los años-, lo primero que hace es preguntar el precio de una hogaza de pan en las panaderías de París. Si la harina abunda en Les Halles, los panaderos de la ciudad y de los alrededores podrán satisfacer a sus clientes, y los mil panaderos llevarán su pan a los mercados de Marais, Saint-Paul, el Palais-Royal y Les Halles.

En las épocas de abundancia, una hogaza de pan cuesta ocho o nueve sous. [1] El sueldo diario de un trabajador puede llegar a veinte sous; un albañil puede ganar unos cuarenta sous; un cerrajero, cincuenta. El presupuesto doméstico comprende el alquiler, las velas, el tocino, las verduras y el vino. La carne se reserva para ocasiones especiales. Lo que más preocupa a la gente es el pan.

Los sistemas de distribución son precisos y están muy controlados. El pan que les sobra a los panaderos al final del día tienen que venderlo más barato; los pobres no comen hasta que anochece en los mercados.

Todo va bien, pero cuando la cosecha se pierde -como en 1770, en 1772 o en 1774-, los precios se disparan inexorablemente; en el otoño de 1774, una barra de pan de cuatro libras cuesta en París once sous, y en la primavera siguiente catorce. Los sueldos, sin embargo, no aumentan. Los obreros de la construcción se amotinan, al igual que los tejedores, los encuadernadores y los sombrereros, pero no para obligar al Gobierno a aumentar los sueldos sino para impedir que los reduzca. Los motines populares debido a la carestía de alimentos constituyen el recurso habitual del asalariado urbano, por lo que el clima y las lluvias que caen sobre los campos de trigo repercuten directamente en las jaquecas del teniente de policía.

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[1] Moneda que equivalía a la vigésima parte del franco, o cinco céntimos. (N. de la T.)