– Ludvig y Magnus solían ir a sus partidos siempre que podían.
Patrik se sobresaltó. Una vez más, lo sorprendió la voz de Cia. Debía de tener un don para caminar sin hacer ruido, porque no la había oído subir la escalera.
– Un chico ordenado.
– Pues sí, igual que su padre. Siempre era Magnus quien ordenaba y limpiaba la casa. Yo soy la más dejada de los dos. Y si miras en el otro dormitorio, comprenderás enseguida quién lo ha heredado de mí.
Patrik abrió la puerta siguiente, pese al aviso que colgaba en la puerta, donde podía leerse en letras mayúsculas: ¡LLAMA ANTES DE ENTRAR!
– Ay. -Patrik dio un paso atrás.
– Sí, yo diría que «ay» es la palabra adecuada para describir esto -suspiró Cia cruzándose de brazos, como para reprimirse el impulso de empezar a poner orden en aquel caos. Porque la habitación de Elin era un verdadero caos. Y rosa.
– Siempre pensé que cuando creciera, superaría la fase rosa, pero ha sido más bien al contrario. Ha pasado del rosa princesa al rosa chillón.
Patrik parpadeaba perplejo. ¿Tendría la habitación de Maja aquel aspecto dentro de unos años? Y si los gemelos también eran niñas… Acabaría ahogado en el color rosa.
– He desistido. Pero la obligo a tener la puerta cerrada, así no tengo que ver este desastre. Lo único que hago es un control de olores, por si empieza a apestar a cadáver. -Se sobresaltó al oír sus propias palabras, pero continuó enseguida-: Magnus no soportaba ni siquiera saber el estado en que se hallaba la habitación, pero yo lo convencí de que la dejara. Puesto que yo soy igual, sé que no habría conseguido más que andar siempre con dimes y diretes interminables. Yo empecé a ser más ordenada en cuanto me mudé a un apartamento propio, y creo que a Elin le ocurrirá otro tanto. -Cerró la puerta y señaló la última habitación.
– Ese es nuestro dormitorio. No he tocado nada de las cosas de Magnus.
Lo primero que llamó la atención de Patrik fue que tenían las mismas sábanas que él y Erica. De cuadros azules y blancos, compradas en Ikea. Por alguna razón, aquello lo hizo sentirse incómodo. Se sintió vulnerable.
– Magnus dormía en el lado de la ventana.
Patrik se acercó a ese lado de la cama. Habría preferido poder mirar tranquilamente. Tenía la sensación de estar hurgando en algo que no le incumbía, sensación que reforzaba la supervisión de Cia. No tenía ni idea de lo que estaba buscando. Sencillamente, necesitaba acercarse a la persona de Magnus Kjellner, convertirlo en un ser de carne y hueso y no solo una fotografía en la pared de la comisaría. La mirada de Cia seguía perforándole la espalda y terminó por darse media vuelta.
– No te lo tomes a mal, pero ¿podría seguir mirando un rato a solas? -Esperaba de verdad que lo comprendiera.
– Perdón, sí, por supuesto -respondió Cia y sonrió como disculpándose-. Comprendo que debe de ser molesto tenerme aquí pisándote los talones. Bajaré a hacer un par de cosas y así podrás moverte libremente.
– Gracias -dijo Patrik sentándose en el borde de la cama. Empezó por echar una ojeada a la mesilla de noche. Unas gafas, un montón de papeles que resultaron ser el manuscrito de La sombra de la sirena, un vaso vacío y un blíster de Alvedon era todo lo que había. Abrió el cajón de la mesilla y miró el interior. Pero tampoco allí vio nada que le llamara la atención. Un libro de bolsillo, Aurora boreal, de Åsa Larsson, una cajita de tapones para los oídos y una bolsa de pastillas para la garganta.
Patrik se levantó y se acercó al armario que cubría la pared más corta. Se echó a reír cuando corrió las puertas y vio una clara muestra de lo que Cia le había dicho acerca de sus diferencias en cuanto al orden. La mitad del armario que daba a la ventana era un prodigio de organización. Todo estaba perfectamente doblado y colocado en cestos de aluminio: calcetines, calzoncillos, corbatas y cinturones. Encima colgaban camisas planchadas y chaquetas junto con polos y camisetas. Camisetas colgadas de perchas: la sola idea le resultaba vertiginosa. Él, a lo sumo, solía meterlas en algún cajón hechas una bola, para quejarse de lo arrugadas que estaban cuando iba a ponerse alguna.
De modo que la mitad de Cia se parecía más a su sistema. Todo estaba mezclado, todo manga por hombro, como si alguien hubiese abierto las puertas y arrojado al interior las prendas y hubiese cerrado otra vez rápidamente.
Cerró el armario y observó la cama. Había algo desgarrador en la estampa de una cama con uno de los lados sin hacer. Se preguntó si sería posible acostumbrarse a dormir en una cama de matrimonio medio vacía. La sola idea de dormir solo, sin Erica, se le antojaba imposible.
Cuando bajó a la cocina, Cia estaba retirando los platos de la tarta. Lo miró interrogante y él le dijo en tono amable:
– Gracias por dejarme curiosear un poco. No sé si llegará a servir de algo, pero ahora tengo la sensación de que sé algo más de Magnus y de quién era… de quién es.
– Sí sirve. Para mí.
Se despidió y salió a la calle. Se detuvo en la escalinata y observó la corona ajada que colgaba de la puerta. Tras dudar unos segundos, la quitó. Con el sentido del orden que tenía Magnus, seguro que no le habría gustado verla allí a aquellas alturas.
Los niños gritaban a pleno pulmón. El ruido rebotaba entre las paredes de la cocina de tal manera que creyó que le estallaría la cabeza. Llevaba varias noches sin dormir bien. Dando vueltas y vueltas a un montón de ideas, como si tuviera que procesarlas meticulosamente una a una antes de pasar a la siguiente.
Incluso había pensado ir a la cabaña y sentarse a escribir un rato. Pero el silencio y la oscuridad de la noche que reinaba fuera darían rienda suelta a los espectros, y se veía incapaz de acallarlos con su retórica. De modo que se quedó en la cama mirando al techo, traspasado de desesperanza.
– ¡Ya está bien! -Sanna separó a los niños, que estaban peleándose por el paquete de cacao O’boy. Luego se volvió hacia Christian, que miraba al infinito con la tostada y el café aún sin probar.
– ¡No estaría mal que ayudaras un poco!
– Es que he dormido mal -respondió tomando un sorbo del café ya frío. Acto seguido, se levantó y lo vertió en el fregadero, se sirvió otro y le añadió un poco de leche.
– Comprendo perfectamente que te encuentras en un momento de mucho trajín y sabes que te he apoyado siempre mientras has estado trabajando en el libro. Pero yo también tengo un límite. -Sanna le arrebató a Nils una cuchara un segundo antes de que se la estampara en la frente a su hermano mayor, y la tiró ruidosamente al fregadero. Respiró hondo para hacer acopio de fuerzas antes de seguir dando vía libre a todo lo que había ido acumulando. A Christian le habría gustado poder darle a un botón y detenerla. No podía más.
– No he dicho una palabra cuando, directamente del trabajo, te has ido a escribir a la cabaña y te has pasado allí toda la noche. He ido a recoger a los niños a la guardería, he preparado la cena y he procurado que se la coman, he recogido la casa, les he cepillado los dientes, les he leído el cuento, los he acostado. He hecho todo eso sin refunfuñar para que tú pudieras dedicarte a tu maldita labor creadora.
Las últimas palabras destilaban un sarcasmo que no le había oído nunca. Christian cerró los ojos y trató de que aquellas palabras no le alcanzaran la conciencia. Pero ella continuó implacable.
– Y, de verdad, me parece estupendo que la cosa vaya bien. Que hayas podido publicar el libro y que te hayas convertido en una nueva estrella. Me encanta y te mereces cada minuto que puedas disfrutar. Pero ¿y yo qué? ¿Dónde entro yo en todo esto? Nadie me elogia, nadie me mira y me dice: «Vaya, Sanna, eres genial, qué suerte tiene Christian contigo». Ni siquiera tú me lo dices. Tú simplemente das por hecho que yo tenga que vivir como una esclava, con los niños y la casa, mientras que tú haces «lo que tienes que hacer» -dijo describiendo en el aire el signo de las comillas-. Y desde luego, claro que lo hago, que cargo gustosa con todo. Sabes que me encanta cuidar de los niños, pero no por ello se me hace menos cuesta arriba. ¡Y por lo menos quiero que me des las gracias! ¿A ti te parece que es mucho pedir?