– Yo lo he visto hoy y diría que está en forma para firmar mañana. Por eso no tienes que preocuparte -dijo Erica tomando impulso para poder hablar de lo que realmente le interesaba. Respiró tan hondo como le permitían las actuales limitaciones de su cavidad pulmonar y continuó-: Quería hacerte una pregunta.
– Claro, adelante, pregunta.
– ¿Habéis recibido en la editorial algo relacionado con Christian?
– ¿A qué te refieres?
– Sí, verás, me preguntaba si ha llegado alguna carta o algún mensaje para Christian. Alguna amenaza.
– ¿Una carta de amenaza?
Erica empezaba a sentirse como un niño delatando a un compañero de clase, pero ya era demasiado tarde para dar marcha atrás.
– Pues sí, verás, resulta que Christian lleva año y medio recibiendo cartas de amenaza, más o menos desde que empezó con el libro. Y lo he visto preocupado, aunque no quiere admitirlo. Pensaba que quizá también hubiese llegado alguna a la editorial.
– ¡Pero, qué me dices! Qué va, aquí no hemos recibido nada de eso. ¿Se sabe de quién son? ¿Lo sabe Christian? -Gaby hablaba atropelladamente y ya no se oía el ruido de los tacones sobre el asfalto, así que debía de haberse parado.
– Son anónimas y no creo que Christian sepa quién se las envía. Pero ya lo conoces, tampoco es seguro que dijera nada aunque lo supiera. De no haber sido por Sanna yo no lo habría averiguado. Y el desmayo que sufrió el miércoles pasado fue a causa de la tarjeta que llevaba el ramo de flores, porque parecía escrita por la misma persona.
– Me parece una verdadera locura. ¿Guarda alguna relación con el libro?
– Eso mismo le pregunté yo a Christian, pero él insiste en que nadie puede sentirse aludido en lo que narra.
– Bueno, pues es terrible. Ya me avisarás si averiguas algo más.
– Lo intentaré -respondió Erica-. Y no le digas a Christian que te lo he contado, por favor.
– Por supuesto que no. Esto queda entre nosotras. Estaré atenta al correo que nos llegue a nombre de Christian. Seguro que empieza a llegar ahora que la novela está en las librerías.
– Las reseñas, estupendas -dijo Erica para cambiar de tema.
– ¡Sí, es maravilloso! -exclamó Gaby con tanto entusiasmo que Erica tuvo que apartar de nuevo el auricular de la oreja-. Ya he oído el nombre de Christian en la misma frase que el premio Augustpriset. Por no hablar de los diez mil ejemplares que ya van camino de las librerías.
– Increíble -respondió Erica con el corazón henchido de orgullo. Ella, mejor que nadie, sabía cuánto había trabajado Christian con aquel manuscrito, y se alegraba muchísimo de que tanto esfuerzo diera su fruto.
– Desde luego -gorjeó Gaby-. Querida, no puedo seguir hablando, tengo que hacer una llamada.
Hubo algo en la última frase de Gaby que sembró en Erica cierto malestar. Debería habérselo pensado un poco antes de llamar a la editora. Debería haberse calmado. Y como para confirmar que tenía razón, uno de los gemelos le atizó una patada tremenda en las costillas.
Era una sensación tan extraña. Felicidad. Anna había ido aceptándola gradualmente y había aprendido a vivir con ella. Pero hacía tanto tiempo, si es que alguna vez la había experimentado.
– ¡Dámelo! -Belinda corría detrás de Lisen, la hija menor de Dan, que, entre gritos, buscó refugio detrás de Anna. La pequeña agarraba fuertemente el cepillo de Belinda.
– ¡Que no me cojas el cepillo! ¡Trae!
– Anna… -dijo Lisen suplicante, pero Anna la hizo salir del refugio tirando de ella con suavidad.
– Si has cogido el cepillo de Belinda sin permiso, ya puedes estar devolviéndoselo.
– ¡Para que veas! -gritó Belinda.
Anna la reconvino con la mirada.
– Y tú, Belinda, no tienes por qué perseguir a tu hermana por toda la casa.
Belinda se encogió de hombros.
– Si coge mis cosas, que se prepare.
– Espera a que nazca el pequeño -dijo Lisen-. ¡Te lo romperá todo!
– Yo no tardaré en independizarme, así que lo que romperá serán tus cosas -contestó Belinda antes de sacarle la lengua.
– Oye, pero ¿tú cuántos años tienes, dieciocho o cinco? -preguntó Anna, que se echó a reír sin poder evitarlo-. ¿Y cómo estáis tan seguras de que será un niño?
– Porque mamá dice que cuando el trasero se pone tan rollizo como el tuyo, va a ser niño.
– ¡Chist! -saltó Belinda mirando con furia a Lisen, que no comprendía cuál era el problema-. Perdona.
– No pasa nada -respondió Anna, aunque se sentía un tanto ofendida. O sea, que la exmujer de Dan pensaba que le habían engordado las posaderas. Pero ni siquiera comentarios como aquel, que, además, tenía que admitir que encerraba cierta dosis de verdad, eran capaces de arruinar su buen humor. Había tocado el fondo más absoluto, y no era exageración, y sus hijos con ella. Emma y Adrian eran hoy, a pesar de todo lo que habían sufrido, dos niños seguros y equilibrados. A veces le costaba creerlo.
– ¿Te portarás bien, ahora que tenemos visita? -preguntó su madre mirándolo muy seria.
Él asintió. Jamás se le ocurriría portarse mal y avergonzar a su madre. Nada deseaba más que agradarle en todo, para que siguiera queriéndolo.
Sonó el timbre de la puerta y ella se levantó bruscamente.
– Ya están aquí. -Oyó la expectación en la voz de su madre, un tono que lo llenaba de inquietud. A veces su madre se transformaba en otra persona, precisamente después de que él advirtiera aquel tono que ahora vibraba entre las paredes de su dormitorio. Claro que no tenía por qué ser así en esta ocasión.
– ¿Te guardo el abrigo? -Oyó la voz de su padre abajo, en el recibidor, y el murmullo de voces de los invitados.
– Baja tú primero, yo iré enseguida. -Su madre lo apremió con un gesto de la mano y él percibió una ráfaga de su perfume. La vio sentarse delante del tocador y comprobar una vez más el pelo y el maquillaje, y cómo admiraba su propia figura en el gran espejo de la pared. Él se quedó allí fascinado, observándola. Sus miradas se cruzaron en el espejo y ella frunció el ceño.
– ¿No te había dicho que fueras bajando? -preguntó enojada. Él sintió que la negrura se apoderaba de él por un instante.
Avergonzado, bajó la cabeza y se encaminó hacia el rumor procedente del pasillo. Debía portarse bien. Su madre no tendría por qué avergonzarse de él.
El aire frío le rasgaba la garganta. Le encantaba aquella sensación. Todos pensaban que estaba loco cuando salía a correr en pleno invierno, pero él prefería salir a correr las millas que se proponía con el frío del invierno, que hacerlo con el agobiante calor estival. Y así, en fin de semana, aprovechaba para correr una vuelta más.
Kenneth echó una ojeada al reloj de pulsera. Tenía incorporado todo lo que necesitaba para que el entrenamiento le rindiera al máximo. Pulsómetro, contador de pasos, incluso tenía allí almacenados los tiempos de los últimos entrenamientos.
El objetivo era ahora la Maratón de Estocolmo. Había participado ya dos veces con anterioridad, en la Maratón de Copenhague. Llevaba veinte años entrenándose y, si le daban a elegir, le gustaría morirse dentro de veinte o treinta años, en plena carrera. Porque la sensación de estar corriendo, de que le volaban los pies por encima del suelo con un golpeteo acompasado, a un ritmo constante que al final parecía fundirse con los latidos del corazón, esa sensación no se parecía a ninguna otra. Incluso el cansancio, la sensación muda de las piernas cuando el ácido láctico se dejaba notar, era algo que había aprendido a apreciar cada vez más a medida que pasaban los años. Cuando corría, sentía la vida dentro de sí. No se le ocurría otra forma mejor de explicarlo.