Al acercarse a su casa, empezó a aminorar el ritmo. Siguió dando saltitos sin moverse del sitio justo delante de la escalinata y luego se agarró a la barandilla para estirar los músculos de las piernas. El vaho se le quedaba suspendido delante de la cara y se sintió limpio y fuerte después de dos millas a un ritmo más o menos rápido.
– ¿Eres tú, Kenneth? -se oyó la voz de Lisbet desde el cuarto de invitados cuando entró y cerró la puerta.
– Sí, querida, soy yo. Voy a darme una ducha rápida y enseguida estoy contigo.
Ajustó la rosca del grifo y puso el agua ardiendo antes de colocarse bajo los afilados rayos de agua. Casi podía decirse que aquello era lo más agradable de todo. Tanto que le costaba alejarse de allí. Tiritó de frío al salir de la ducha. El resto del baño parecía un iglú.
– ¿Podrías traerme el periódico?
– Por supuesto, querida. -Vaqueros, una camiseta y un jersey, y ya estaba listo. Metió los pies en un par de zuecos de goma que había comprado el verano anterior, salió y fue corriendo hasta el buzón. Al coger el periódico, descubrió un sobre blanco atascado en la juntura del fondo. Debió de pasarlo por alto el día anterior. Al ver su nombre escrito con tinta negra sintió un pinchazo en el estómago. ¡No, otra no!
No había acabado de entrar en la casa cuando abrió el sobre y sacó la tarjeta que contenía, cuyo mensaje leyó de pie, en el recibidor. Era breve y extraño.
Kenneth le dio la vuelta a la tarjeta para ver si había algo en el reverso, pero no. Solo aquellos dos renglones de significado críptico.
– Kenneth, ¿dónde te has metido?
Se guardó la carta rápidamente.
– Estaba mirando una cosa, eso es todo. Ya voy.
Se encaminó a la puerta de la habitación de Lisbet con el periódico en la mano. La tarjeta blanca, escrita con letra elegante, le quemaba en el bolsillo.
Se había convertido en algo así como una droga. Estaba enganchada al subidón que experimentaba cada vez que leía su correo, le registraba los bolsillos, leía a escondidas la factura del teléfono. Y cada vez que no encontraba nada, notaba que se le relajaba todo el cuerpo. Claro que no le duraba mucho. La angustia no tardaba en fermentar de nuevo y la tensión iba aumentando gradualmente en todos los músculos hasta que el razonamiento lógico de no hacerlo, de que debía contenerse, perdía fuerza. Y entonces volvía a sentarse al ordenador. Escribía la dirección de su cuenta de correo y la contraseña, que había adivinado sin problemas. Era la misma para todo, su fecha de nacimiento, así la recordaba fácilmente.
En realidad, aquella sensación que le desgarraba el pecho, que le destrozaba las entrañas hasta que lo único que deseaba era gritar con todas sus fuerzas, no tenía fundamento alguno. Christian jamás había hecho nada que le proporcionase el menor motivo de sospecha. Durante los años que llevaba vigilándolo, jamás encontró el menor indicio de nada que no estuviese a la vista. Christian era como un libro abierto, y, al mismo tiempo, no lo era. A veces, ella notaba que se hallaba en un lugar completamente distinto, en un lugar al que a ella le estaba negado el acceso. ¿Y por qué no contaba nunca casi nada de su pasado? Según él, hacía ya mucho que sus padres habían fallecido, y jamás habían hablado de visitar a la familia que sin duda tendría. Tampoco tenía amigos de la infancia ni lo llamaba nunca ningún viejo conocido. Era como si hubiese empezado a existir en el mismo momento en que la conoció a ella y se mudó a Fjällbacka. Ni siquiera pudo ir con él al apartamento de Gotemburgo cuando se conocieron, sino que fue él solo con un camión de mudanzas a recoger sus escasas pertenencias.
Sanna recorría con la vista los mensajes de la bandeja de entrada. Algunos de la editorial, varios periódicos que querían entrevistarlo, información municipal relacionada con su trabajo en la biblioteca. Eso era todo.
Experimentó la misma sensación maravillosa de siempre cuando cerró el servidor. Antes de apagar el ordenador, comprobó por pura rutina el historial de visitas de páginas web, pero allí tampoco había nada extraordinario. Christian había entrado en el Expressen, en el Aftonbladet y en la página de la editorial, y había estado mirando una nueva silla infantil para el coche en Blocket.
Pero estaba lo de las cartas. Él insistía con pertinacia incansable en que ignoraba quién le enviaba aquellas líneas misteriosas. Aun así, había algo en su tono de voz que lo contradecía. Sanna no era capaz de poner el dedo en la llaga, de decir exactamente qué era lo que la estaba volviendo loca. ¿Qué era lo que Christian no le contaba? ¿Quién le escribía aquellas cartas? ¿Sería una mujer, una antigua amante? ¿Una amante actual?
Abrió y cerró los puños varias veces y se obligó a respirar de nuevo con normalidad. El alivio había sido pasajero y ahora trataba en vano de convencerse de que todo era normal. Seguridad. Era lo único que pedía. Quería saber que Christian la quería.
Sin embargo, en el fondo de su corazón, sabía que él nunca le había pertenecido. Que él siempre, todos aquellos años que llevaban juntos, había buscado otra cosa, a otra persona. Sabía que jamás la había querido. No de verdad. Y un día, Christian encontraría a la persona con la que en realidad quería estar, la persona a la que quería, y ella se quedaría sola.
Se quedó un rato sentada en la silla de escritorio, con los brazos cruzados. Luego se levantó. La factura del móvil de Christian había llegado el día anterior. Le llevaría un rato revisarla.
Erica deambulaba sin rumbo por toda la casa. Aquella espera eterna la desquiciaba. Ya había terminado el último libro y no tenía fuerzas para iniciar un nuevo proyecto. Y tampoco podía trajinar mucho en casa sin oír la protesta de la espalda y las articulaciones. De modo que se dedicaba a leer o ver la tele. O, como ahora, a vagar un rato por la casa, muerta de frustración. Pero hoy, al menos, era sábado y Patrik estaba en casa. Se había llevado a Maja a dar un paseo para que le diese un poco el aire y Erica contaba los minutos que faltaban para que volvieran a casa.
El timbre de la puerta la sobresaltó y el corazón le dio un vuelco. No tuvo tiempo de reaccionar cuando la puerta se abrió y entró Anna.
– ¿Tú también empiezas a desesperarte? -dijo quitándose la bufanda y el chaquetón.
– ¿Tú qué crees? -respondió Erica, aunque mucho más contenta.
Entraron en la cocina y Anna soltó encima de la encimera una bolsa llena de vaho.
– Recién salidos del horno. Los ha hecho Belinda.
– ¿Que los ha hecho Belinda? -preguntó Erica intentando imaginarse a la hijastra mayor de Anna amasando con el delantal puesto y las uñas pintadas de negro.
– Está enamorada -declaró Anna, como si eso lo explicase todo. Lo cual, por cierto, quizá fuese verdad.
– Vaya, pues yo no recuerdo haber sufrido nunca ese efecto secundario -dijo Erica poniendo los bollos en una bandeja.
– Al parecer, el joven le dijo ayer que le gustaban las chicas hacendosas. -Anna enarcó una ceja y miró a Erica.
– Vaya, no me digas.
Anna se echó a reír mientras cogía uno de los bollos.
– Tranquila, tranquila, no tienes que ir a su casa a castigarlo. Conozco al chico y, créeme, Belinda tardará una semana en cansarse de él, luego volverá con esos cerdos vestidos de negro que tocan en bandas dudosas y pasan completamente de que sea hacendosa.
– Eso espero. Pero la verdad es que los bollos no están nada mal. -Erica cerró los ojos para dar un mordisco. Los bollos recién hechos eran lo más parecido a un orgasmo que podía experimentar en aquel estado.
– Pues sí, la ventaja de que tengamos la pinta que tenemos es que podemos zamparnos todos los bollos que queramos -dijo Anna hincándole el diente al segundo.
– Ya, pero luego nos pasará factura -le advirtió Erica, que no pudo evitar seguir el ejemplo de Anna y coger otro bollo. Belinda tenía auténtico talento natural.