– Yo creo que, con los gemelos, lo perderás todo y más -rio Anna.
– Sí, supongo que tienes razón. -Erica se quedó pensando abstraída y su hermana adivinó en qué.
– Todo irá estupendamente. Además, esta vez no estás sola. Yo te haré compañía. Podemos colocar dos sofás delante de Oprah y pasarnos los días enteros dando el pecho.
– Y turnarnos para llamar y pedir la comida por teléfono cuando nuestros señores lleguen a casa.
– Exacto, ya lo ves. Será genial. -Anna se chupó los dedos y se repantigó con un lamento-. Ay, estoy llena. -Subió las piernas hinchadas, las colocó en la silla de enfrente y cruzó las manos encima de la barriga-. ¿Has hablado con Christian?
– Sí, estuve en su casa el jueves. -Erica siguió el ejemplo de Anna y subió las piernas ella también. El bollo solitario que quedaba en la bandeja la llamaba a gritos y, tras oponer una breve resistencia, estiró el brazo para cogerlo.
– ¿Y qué pasó?
Erica dudó un segundo, pero no estaba acostumbrada a tener secretos para su hermana y al final le contó todo lo relativo a las cartas de amenaza.
– Qué horrible -dijo Anna meneando la cabeza-. Y también es raro que empezaran a llegarle antes de que el libro estuviera publicado siquiera. Habría sido más lógico que todo hubiera comenzado ahora que la prensa se ha fijado en él. Quiero decir… bueno, parece que se trata de alguien que no está bien de la cabeza.
– Sí, eso parece. Pero el caso es que Christian no quiere tomárselo en serio. O, al menos, eso dice él. Pero me di cuenta de que Sanna está preocupada.
– Me lo imagino -asintió Anna mojándose el dedo para poder pescar los granos de azúcar que habían quedado en la bandeja.
– Bueno, hoy tiene su primera firma -dijo Erica con cierto orgullo. Por más de una razón, se sentía responsable del éxito de Christian y, gracias a él, estaba reviviendo su propio debut. Las primeras firmas. Un gran acontecimiento, grande de verdad.
– ¡Qué bien! ¿Dónde será?
– Primero en Blad, en Torp. Y luego en Bokia, en Uddevalla.
– Espero que vaya gente. Sería una pena que tuviera que verse allí solo -comentó Anna.
Erica hizo una mueca al recordar su primera firma, celebrada en una librería de Estocolmo. Durante una hora entera se esforzó por parecer indiferente mientras la gente pasaba por delante de ella como si no existiera.
– Ha salido tanto en la prensa que seguro que alguien va, si no por otra razón, al menos por curiosidad -dijo, deseando de verdad estar en lo cierto.
– Sí, pero qué suerte que la prensa no se haya enterado de lo de las amenazas -opinó Anna.
– Pues sí, una suerte -contestó Erica cambiando de tema. Aunque el desasosiego no terminaba de abandonarla del todo.
Se iban de vacaciones y él no podía esperar más. No sabía exactamente qué implicaba, pero el solo nombre sonaba prometedor. Vacaciones. Y se irían en la caravana que tenían aparcada en la parcela.
No solían dejarlo jugar allí dentro. En alguna que otra ocasión había intentado mirar por las ventanas, por si veía algo detrás de las cortinas marrones. Pero nunca conseguía distinguir nada y siempre estaba cerrada con llave. Ahora su madre la estaba limpiando. La puerta estaba abierta de par en par, para que estuviera «bien ventilada», como ella decía, y los almohadones estaban en la lavadora, para quitarles el olor a invierno.
Todo era como una aventura inverosímil y fantástica. Se preguntaba si podría ir en la caravana mientras viajaban, como en una pequeña casa rodando hacia algo nuevo y desconocido. Pero no se atrevía a preguntar. Su madre llevaba un tiempo de un humor raro. El tono hiriente y afilado se dejaba oír claramente y su padre salía de paseo con más frecuencia si cabe, cuando no se escondía detrás del periódico.
En alguna ocasión la había sorprendido mirándolo de un modo extraño. Tenía en los ojos algo distinto que lo llenaba de temor y lo retrotraía a lo oscuro que había dejado atrás.
– ¿Piensas quedarte ahí mirando o vas a ayudarme? -le preguntó poniéndose en jarras.
Él se sobresaltó al notar que la dureza volvía a resonar en su voz y corrió hacia ella.
– Cógelas y llévalas al lavadero -le dijo arrojándole un montón de mantas malolientes con tal fuerza que casi perdió el equilibrio.
– Sí, madre -respondió apresurándose a entrar.
Si supiera qué había hecho mal. Si él obedecía a su madre en todo. Nunca la contradecía, se comportaba bien y nunca se manchaba la ropa. Aun así, era como si a veces no fuese capaz ni de mirarlo.
Había intentado preguntarle a su padre. Se armó de valor en una de las pocas ocasiones en que se quedaban solos y le preguntó por qué su madre ya no lo quería. Su padre apartó el periódico un instante y le respondió que aquello no eran más que tonterías y que no quería oírlo hablar de ello. Su madre se pondría muy triste si oyera lo que le había dicho. Tendría que estar agradecido de que le hubiera tocado una madre así.
No preguntó más. Entristecer a su madre era lo último que deseaba. Solo quería que estuviera contenta y que volviese a acariciarle el pelo y a llamarlo su niño precioso. Era todo lo que pedía.
Dejó las mantas delante de la lavadora y desechó el recuerdo de lo triste y lo oscuro. Se iban de vacaciones. En la caravana.
Christian tamborileaba con el bolígrafo en la mesita que le habían preparado. A su lado se alzaba una pila de ejemplares de La sombra de la sirena. No se hartaba de mirarlos, tan irreal se le antojaba ver su nombre en un libro. Un libro de verdad.
Todavía no podía hablarse de gran afluencia de público y tampoco confiaba en que acudieran en masa. Solo escritores como Marklund y Guillou atraían a grupos verdaderamente numerosos. Él, por su parte, se sentía bastante satisfecho de los cinco ejemplares que había firmado hasta el momento.
Pese a todo, se sentía un tanto fuera de lugar en aquella silla. La gente pasaba de largo con premura, lo miraba con curiosidad, pero sin detenerse. Y él ignoraba si debía llamarles la atención cuando miraban o quizá fingir que estaba ocupado con algo.
Gunnel, la propietaria de la librería, vino en su auxilio. Se le acercó y señaló con un gesto de cabeza el montón de libros.
– ¿Te importaría firmar unos cuantos? Es estupendo tener algunos firmados para venderlos después.
– Por supuesto. ¿Cuántos quieres? -preguntó Christian, satisfecho de tener algo que hacer.
– Pues… no sé, unos diez, quizá -respondió Gunnel alineando bien unos libros de la torre que se habían torcido.
– Sin problemas.
– Hemos difundido a fondo la noticia -dijo Gunnel.
– Estoy convencido de ello -contestó Christian sonriendo, consciente de que Gunnel temía que él pensara que la falta de público se debiera a la escasa promoción por parte de la librería-. No soy nada conocido, precisamente, así que no abrigaba grandes esperanzas.
– Bueno, pero algunos ejemplares sí que has vendido -dijo Gunnel amable, antes de alejarse para atender la caja.
Christian cogió un ejemplar y le quitó el capuchón al bolígrafo para empezar a firmar. Pero entonces vio de reojo que alguien se había colocado justo delante de la mesa y, cuando levantó la vista, se encontró con un micrófono gigantesco de color amarillo en plena cara.
– Nos encontramos en la librería donde Christian Thydell firma esta tarde su novela La sombra de la sirena. Christian, hoy eres noticia de primera página. ¿Estás muy preocupado por las amenazas? Y la Policía, ¿se ha implicado ya?