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El reportero, que aún no se había presentado pero que, a juzgar por el logotipo del micrófono, pertenecía a la emisora local, lo miraba apremiante.

A Christian se le quedó la mente en blanco.

– ¿Noticia de primera página? -preguntó.

– Sí, en el GT, ¿no lo has visto? -El reportero no aguardó la respuesta de Christian, sino que continuó y repitió la pregunta que acababa de formular-: ¿Estás preocupado por las amenazas? ¿Cuentas hoy con la protección de la Policía?

El reportero echó una ojeada al interior del local, pero volvió a centrarse enseguida en Christian, que se había quedado con el bolígrafo en alto, encima del libro que se disponía a firmar.

– No sé cómo… -balbució.

– Pero, es cierto, ¿no? Has recibido amenazas mientras escribías el libro y te viniste abajo el miércoles, al recibir otra carta en la presentación, ¿no?

– Pues sí… -respondió Christian sintiendo que se quedaba sin respiración.

– ¿Sabes quién te ha estado amenazando? ¿Lo sabe la Policía? -De nuevo tenía el micrófono a apenas un centímetro de la boca y Christian tuvo que contenerse para no apartarlo de un manotazo. No quería contestar a aquellas preguntas. No se explicaba cómo había averiguado aquello la prensa. Y pensaba en la carta que tenía en el bolsillo de la cazadora. La que había recibido el día anterior y que había logrado pescar del correo del día, antes de que Sanna la descubriese.

Presa del pánico, buscó una salida por donde huir. Se topó con la mirada de Gunnel, que comprendió en el acto que algo no iba bien.

Se acercó a ellos.

– ¿Qué está pasando aquí?

– Le estoy haciendo una entrevista.

– ¿Le habéis preguntado si quiere que lo entrevisten? -preguntó Gunnel mirando a Christian, que negó con la cabeza.

– Pues entonces… -Clavó la mirada en el reportero, que ya había bajado el micrófono-. Además, está ocupado. Está firmando ejemplares. Así que tengo que pedirles que lo dejen en paz.

– Sí, pero… -comenzó el periodista, aunque enmudeció en el acto. Pulsó uno de los botones del equipo de grabación-. ¿Y no podríamos hacer una pequeña entrevista después…?

– Esfúmate -le espetó Gunnel, y Christian no pudo contener una sonrisa.

– Gracias -le dijo una vez que el periodista se hubo marchado.

– ¿De qué se trataba? Insistía tanto…

El alivio que sintió ante la desaparición del periodista se esfumó tan rápido como él y Christian tragó saliva antes de responder:

– Dice que hablaban de mí en la primera página del GT. He recibido algunas cartas de amenaza y, al parecer, los medios están ya al tanto.

– Vaya. -Gunnel lo miró consternada primero y preocupada después-. ¿Quieres que vaya a comprar el periódico, para que veas lo que han escrito?

– ¿No te importa? -preguntó con el corazón latiéndole con fuerza.

– Claro, ahora mismo te lo traigo. -Gunnel lo animó con una palmadita en el hombro antes de marcharse.

Christian se quedó sentado mirando al frente. Luego cogió el bolígrafo y empezó a estampar su firma en los libros, tal y como Gunnel le había pedido que hiciera. Al cabo de un rato, decidió que debía ir al aseo. Seguía sin haber gente rondando la mesa, así que podría escaquearse un momento sin problemas.

Cruzó a toda prisa el local de la librería hasta la sala de personal, que estaba al fondo y, al cabo de unos minutos, ya estaba de vuelta en su puesto. Gunnel aún no había regresado con el periódico, y Christian ya se estaba preparando para lo que le esperaba.

Fue a coger el bolígrafo cuando, desconcertado, se fijó en los libros que debía firmar. ¿Los había dejado así? Algo había cambiado, no estaban así cuando se fue al aseo, y pensó que alguien habría aprovechado para birlar un ejemplar durante su ausencia. Sin embargo, no le pareció que el montón hubiese disminuido, así que decidió que, seguramente, eran figuraciones suyas y abrió el primer libro dispuesto a escribirle unas palabras al lector.

La página ya no estaba en blanco. Y la letra era de sobra conocida. Había estado allí.

Gunnel se le acercaba con un ejemplar del GT en la mano, cuya primera página ocupaba una foto de Christian. Y él sabía lo que aquello significaba. El pasado estaba a punto de darle alcance. Ella jamás se rendiría.

– ¡Por Dios santo! ¿Sabes cuánto dinero te fundiste la última vez que estuviste en Gotemburgo? -Erik miraba espantado la suma que aparecía en el extracto de la tarjeta de crédito.

– Sí, bueno, unas diez mil -dijo Louise sin dejar de pintarse las uñas tranquilamente.

– ¡Diez mil! ¿Cómo pueden gastarse diez mil coronas en un solo día de compras? -Erik blandía el papel, que terminó arrojando sobre la mesa de la cocina.

– Si me hubiera lanzado a comprar el bolso que pensaba, habrían sido cerca de treinta mil -replicó contemplando con satisfacción el rosa de sus uñas.

– ¡Estás como una cabra! -Erik cogió la factura y se quedó mirándola como si pudiera reducir la suma con su sola voluntad.

– ¿Es que no podemos permitírnoslo? -preguntó su mujer con una sonrisa.

– No se trata de que podamos permitírnoslo o no. Se trata de que yo me paso las veinticuatro horas del día trabajando para ganar dinero, y tú te dedicas a despilfarrarlo en… estupideces.

– Claro, como yo no hago nada en casa… -respondió Louise al tiempo que se levantaba, sin dejar de agitar las manos para que se secara el esmalte-. Yo me paso la vida sentada comiendo bombones y viendo culebrones. Y seguro que la educación y crianza de las niñas también ha sido cosa tuya, ahí tampoco he tenido yo nada que ver, ¿verdad? Tú te has dedicado a cambiar pañales, dar de comer, limpiar, llevar y traer y tenerlo todo ordenado aquí en casa. ¿A que sí? -Pasó por delante de él sin mirarlo siquiera.

Aquella era una discusión que habían mantenido miles de veces. Y, a menos que sucediera algo drástico, se repetiría seguramente otras mil. Eran como dos bailarines expertos en el baile de parejas, que conocían bien los pasos y los abordaban con elegancia.

– Esta es una de las gangas que encontré en Gotemburgo. Bonita, ¿no? -De la percha que tenía en la mano colgaba una cazadora de piel-. Estaba rebajada, solo costaba cuatro mil. -Se la probó por encima y volvió a colgarla antes de subir la escalera hacia la planta alta.

Probablemente, ninguno de ellos ganaría tampoco aquella ronda. Eran contrincantes muy igualados y todos los enfrentamientos de su vida habían terminado en empate. Por irónico que pudiera parecer, tal vez habría sido mejor que uno de los dos hubiese sido más débil. De ese modo, aquel desgraciado matrimonio habría terminado hacía tiempo.

– La próxima vez te cancelo la tarjeta -le gritó Erik desde el pie de la escalera. Las niñas estaban en casa de una amiga, de modo que no había razón para moderar el tono de voz.

– Mientras sigas gastando dinero con tus amantes, deja en paz mi tarjeta. ¿Es que crees que eres el único que sabe mirar los movimientos de las tarjetas?

Erik soltó una maldición. Sabía que debería haber cambiado la dirección por la de la oficina. Era innegable que se portaba con suma generosidad con aquella que, por ahora, disfrutaba del privilegio de tenerlo en su cama. Volvió a proferir otra maldición y se puso los zapatos, consciente de que, al menos aquella ronda, la había ganado Louise. Y ella también lo sabía.

– Salgo a comprar el periódico -gritó cerrando de un portazo.

La grava chisporroteaba bajo los neumáticos cuando aceleró con el BMW y el pulso no empezó a normalizarse hasta que vio que se acercaba al centro. Si hubiese firmado las capitulaciones matrimoniales… De haberlo hecho, a aquellas alturas Louise no sería más que un mero recuerdo. Pero por aquel entonces eran estudiantes con pocos medios y, hacía un par de años, cuando mencionó el asunto, Louise se rio en su cara. Ahora se negaba a permitir que se marchara con la mitad de lo que él había conseguido, aquello por lo que tanto había luchado y por lo que tan duramente había trabajado. ¡Jamás en la vida! Dio un puñetazo en el volante, pero se calmó al entrar en el aparcamiento del supermercado Konsum.