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Hacer la compra era cosa de Louise, de modo que pasó de largo ante las estanterías de comida. Se detuvo un instante junto al expositor de golosinas, pero al final decidió abstenerse. Cuando se dirigía hacia el expositor de prensa, que se encontraba al lado de la caja, se paró en seco. La tinta negra de los titulares lo dejó perplejo: «¡La nueva estrella literaria, Christian Thydell, vive amenazado de muerte!». Y debajo, en letra más pequeña: «Recibió una amenaza durante la presentación: sufrió un colapso».

Erik tuvo que obligarse a seguir caminando. Se sintió como si se hundiera en un mar profundo. Cogió un ejemplar del GT y lo hojeó temblando hasta las páginas en cuestión. Una vez leída la noticia en su totalidad, se dirigió corriendo a la salida. No había pagado el periódico y, como un sonido de fondo, oyó que la cajera le gritaba algo. Pero él continuó corriendo. Tenía que llegar a casa.

– ¿Cómo demonios se ha enterado la prensa?

Patrik y Maja habían estado haciendo la compra y Patrik dejó el GT en la mesa antes de seguir colocando los alimentos en el frigorífico. Maja se había subido a una de las sillas y le ayudaba ansiosa a sacarlos de las bolsas.

– Eh… -Fue cuanto Erica logró articular.

Patrik se detuvo en mitad de un movimiento. Conocía lo bastante bien a su mujer como para ser capaz de interpretar las señales.

– ¿Qué has hecho, Erica? -preguntó con un paquete de margarina Lätt & Lagom en la mano, pero mirándola fijamente a los ojos.

– Pues puede que yo sea responsable de la filtración.

– ¿Cómo? ¿Con quién has hablado?

Hasta Maja captó la tensión que reinaba en la cocina, así que la pequeña se quedó muy quieta mirando también a su madre. Erica tragó saliva y tomó impulso.

– Con Gaby.

– ¡¿Con Gaby?! -Patrik por poco se ahoga-. ¿Se lo has contado a Gaby? Pues igual podrías haber llamado a la redacción del GT directamente.

– No pensé…

– No, claro, eso no hace falta que lo jures, que no pensaste. ¿Y qué opina Christian de todo esto? -preguntó Patrik señalando aquellos titulares tan escandalosos.

– No lo sé -admitió Erica. Todo su ser se retorcía por dentro ante la sola idea de cuál sería la reacción de Christian.

– Pues, como policía, te diré que esto es lo peor que podía suceder. El revuelo y la atención que ha merecido la noticia pueden estimular no solo al autor de las cartas, sino a nuevos autores de nuevas amenazas.

– No me riñas, ya sé que fue una estupidez. -Erica estaba a punto de llorar. Ya lo estaba en condiciones normales, y las hormonas del embarazo no mejoraban la situación-. Es que no me paré a pensar. Llamé a Gaby para preguntar si a la editorial había llegado alguna amenaza y, en cuanto lo dije, supe que había sido un error contárselo a ella. Pero ya era demasiado tarde… -Se le ahogó la voz en llanto y notó que ya empezaba a gotearle la nariz.

Patrik le ofreció un trozo de papel y la abrazó y empezó a acariciarle la melena, antes de decirle dulcemente al oído:

– Cariño, no te pongas triste. No era mi intención parecer enfadado. Sé que no tenías la menor idea de que la cosa acabara así. Vamos… -Patrik la meció sin dejar de abrazarla y Erica empezó a calmarse.

– No creí que Gaby fuese capaz de…

– Ya lo sé, ya lo sé. Pero ella no es como tú ni de lejos. Y tienes que aprender que todo el mundo no piensa igual. -La retiró un poco para verle los ojos.

Erica se secó las lágrimas de las mejillas con el papel que Patrik acababa de darle.

– ¿Y qué voy a hacer ahora?

– Pues tendrás que hablar con Christian. Pedirle perdón y explicarle lo ocurrido.

– Pero…

– Nada de peros. No hay otra salida.

– Tienes razón -admitió Erica-. Pero te diré que me espanta la idea. Y además, pienso mantener una seria conversación con Gaby.

– Ante todo, debes reflexionar sobre qué le dices a quién. Gaby piensa únicamente en su negocio y vosotros sois secundarios. Así es como funciona esto.

– Sí, sí, ya lo sé. No tienes que insistir -replicó Erica mirando airada a su marido.

– Bueno, dejémoslo por ahora -dijo Patrik retomando la tarea de colocar la compra.

– ¿Has podido examinar las cartas más de cerca?

– No, no he tenido tiempo -confesó Patrik.

– Pero ¿lo harás? -insistió Erica.

Patrik asintió mientras empezaba a cortar verduras para la cena.

– Sí, claro, pero nos habría facilitado las cosas que Christian hubiese colaborado. Por ejemplo, me gustaría ver las otras cartas.

– Pues habla con él. Quizá logres convencerlo.

– Ya, pero se imaginará que tú has hablado conmigo.

– He logrado que lo crucifiquen en uno de los diarios vespertinos más importantes de Suecia, de modo que puedes aprovechar, de todas formas, ya querrá verme muerta.

– Bueno, no creo que sea para tanto.

– Si hubiera sido al revés, no creo que hubiese vuelto a dirigirle la palabra.

– Vamos, no seas tan pesimista -le aconsejó Patrik cogiendo a Maja de la encimera. A la pequeña le encantaba estar con ellos cuando preparaban la comida y siempre estaba dispuesta «a ayudar»-. Ve a verlo mañana y explícale lo que pasó, dile que nada más lejos de tu intención que las cosas salieran así. Luego iré yo a hablar con él y trataré de que colabore con nosotros. -Patrik le dio a Maja un trozo de pepino, que la pequeña empezó a procesar con aquellos dientes suyos, escasos, pero tanto más afilados.

– Mañana mismo, ¿no? -suspiró Erica.

– Mañana -confirmó Patrik inclinándose para darle a su mujer un beso en los labios.

Se sorprendió mirando una y otra vez hacia el lateral del campo de fútbol. Sin él, no era lo mismo.

Siempre había acudido a cada entrenamiento, con independencia del tiempo que hiciera. El fútbol era su rollo. Lo que hacía que se mantuviera su amistad, pese al deseo de liberarse de sus padres. Porque su padre y él eran amigos. Claro que discutían a veces, como todos los padres con sus hijos, pero, en el fondo, eran amigos.

Ludvig cerró los ojos y se lo imaginó allí mismo. Con los vaqueros y la sudadera con el nombre de Fjällbacka en el pecho, la que siempre llevaba puesta, para disgusto de su madre. Las manos en los bolsillos y los ojos en la pelota. Y en Ludvig. Pero él nunca le reñía. No como algunos de los otros padres, que acudían a los entrenamientos y los partidos y que se dedicaban a gritarles a sus hijos todo el rato. «¡Espabílate, Oskar!» O «¡Vamos, Danne, ya puedes currártelo un poco!» Nada de eso hacía su padre, nunca. Tan solo «¡Bien, Ludvig!», «¡Buen pase!», «¡Ya los tenéis, Ludde!».

Vio con el rabillo del ojo que le enviaban un pase y lanzó a su vez la pelota mecánicamente. Había perdido la alegría de jugar al fútbol. Intentaba encontrarla de nuevo, por eso estaba allí, corriendo y luchando pese al frío del invierno. Podría haberse escudado en todo lo ocurrido y haber abandonado. Haber dejado los entrenamientos, haber pasado del equipo. Nadie se lo habría echado en cara, todos lo habrían comprendido. Salvo su padre. Rendirse no entraba dentro de sus posibilidades.

De modo que allí estaba. Uno más del equipo. Pero le faltaba la alegría y el banquillo lateral estaba vacío. Su padre no estaba ya, ahora tenía la certeza. Su padre no estaba ya.

No lo dejaron ir en la caravana. Y esa fue una de las muchas decepciones que se llevó durante aquello que llamaban vacaciones. Nada resultó como él esperaba. El silencio, roto tan solo por la dureza de las palabras, parecía solidificarse ahora que no tenía toda la casa para moverse libremente. Era como si «vacaciones» implicase más tiempo para las disputas, más tiempo para los ataques de su madre. Su padre parecía más pequeño y gris que de costumbre.