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Era la primera vez que él los acompañaba, pero sabía que su madre y su padre solían ir todos los años con la caravana a aquel lugar de nombre extraño. Fjällbacka. Él no veía allí montañas, como indicaba el nombre del lugar, tan solo algunas lomas. Sobre todo en el camping, allí donde plantaron la caravana encajada entre otras muchas, el terreno era totalmente plano. No estaba seguro de si le gustaba o no. Pero su padre le había explicado que la familia de su madre era de allí y que por eso ella quería ir a aquel pueblo de vacaciones.

Eso también era raro, porque él no veía allí a ningún familiar. Durante una de las discusiones en aquel espacio tan reducido, comprendió por fin que debía de existir allí alguien llamado La bruja, y que ella era aquel familiar. Era un nombre gracioso, Käringen. Aunque no parecía que a su madre le gustara aquella mujer, porque su voz se endurecía cuando hablaba de ella y, además, jamás iban a verla. Entonces ¿por qué tenían que estar allí?

Lo que más odiaba de Fjällbacka y de las vacaciones era, pese a todo, lo de bañarse. Él jamás se había bañado en el mar. Al principio no estaba seguro de qué le parecería, pero su madre lo animó, le dijo que no quería que su hijo fuese un miedica, que tenía que dejarse de remilgos. Así que respiró hondo y entró temeroso en las frías aguas, pese a que al notar en las piernas la sal y la baja temperatura se quedó sin respiración. Se detuvo cuando el agua le llegaba por la cintura. Estaba demasiado fría, no podía respirar. Y tenía la sensación de que había cosas moviéndose alrededor de los pies, de las pantorrillas, como si algo trepara por sus piernas. Su madre se acercó hasta donde se encontraba, se rio, lo cogió de la mano y lo llevó consigo hacia el fondo. Se sintió tan feliz. Con la mano de su madre en la suya, con aquella risa tintineando sobre la superficie del agua y sobre él. Era como si los pies se le movieran solos, como si fueran flotando y alejándose del fondo. Finalmente, dejó de sentir el suelo, pero no importaba, porque su madre lo sujetaba, lo llevaba de la mano, lo quería.

Luego lo soltó. Notó cómo la palma de la mano se deslizaba por la suya, luego por los dedos, luego por las yemas, hasta que no solo los pies, sino también las manos se agitaban a tientas en el vacío. De nuevo sintió aquel frío en el pecho y era como si el nivel del agua subiese. Le llegaba por los hombros, por la garganta, y él levantaba la barbilla para que no le llegara a la boca, pero se acercaba demasiado rápido y no tuvo tiempo de cerrarla, se le llenó de sal, de un frío que le bajó por la garganta, y el agua seguía subiendo, hasta las mejillas, hasta los ojos, y notó que le cubría la cabeza como una tapadera hasta que desaparecieron todos los sonidos y lo único que oía era el rumor de lo que se arrastraba y le trepaba por el cuerpo.

Manoteó a su alrededor combatiendo aquello que tiraba de él hacia abajo, pero no podía con aquella pared densa de agua y, cuando por fin notó la piel de alguien en la suya, una mano en el brazo, su primera reacción fue la de defenderse. Luego lo subieron y la cabeza atravesó la superficie. El primer suspiro fue brutal y doloroso, respiraba con ansia y con avidez. Su madre le apretaba el brazo con fuerza, pero no importaba, porque el agua ya no le daría alcance.

La miró agradecido de que lo hubiera salvado, de que no lo hubiese dejado desaparecer. Pero lo que vio en sus ojos era desprecio. Sin saber cómo, había cometido un error, la había decepcionado de nuevo. Y si él supiera cómo…

Los moretones del brazo le duraron varios días.

– ¿Tenías que arrastrarme hasta aquí, hoy, precisamente? -No era frecuente que Kenneth dejase traslucir la irritación que sentía. Creía firmemente que había que conservar la calma y la concentración en todas las situaciones. Pero Lisbet parecía tan apenada cuando le dijo que Erik lo había llamado y que tenía que ir a la oficina un par de horas, pese a que era domingo… Ella no protestó, y casi fue peor. Lisbet sabía que les quedaban muy pocas horas para estar juntos. Lo importantes que eran aquellas horas, su valor incalculable. Aun así, no protestó. En cambio, reunió fuerzas para sonreír cuando le dijo: «Claro, ve, ya me las arreglaré».

Kenneth casi deseaba que se hubiese enfadado y le hubiese gritado. Que le hubiese dicho que, qué demonios, que tendría que empezar a distinguir las prioridades. Pero ella no era así. Kenneth no recordaba una sola ocasión, durante sus cerca de veinte años de matrimonio, en que ella le hubiese levantado la voz. Ni a él ni a ninguna otra persona, por cierto. Lisbet había encajado cada revés y cada dolor con serenidad e incluso lo consolaba cuando él se venía abajo. Cuando no tenía fuerzas para seguir siendo fuerte, ella lo fue por él.

Y ahora la dejaba allí para ir al trabajo. Despilfarraba un par de horas de su precioso tiempo juntos, y se odiaba a sí mismo por salir corriendo en cuanto Erik chasqueaba los dedos. No lo comprendía. Se trataba de un comportamiento que se había fijado hacía tantos años, que casi formaba parte de su personalidad. Y Lisbet era quien tenía que sufrir siempre por ello.

Erik ni siquiera le respondió. Se quedó mirando la pantalla del ordenador, como si se encontrara en otro mundo.

– ¿De verdad era necesario que viniera hoy? -repitió Kenneth-. ¿En domingo? ¿No podía esperar hasta mañana?

Erik se volvió despacio hacia Kenneth.

– Soy consciente y respeto al máximo tu situación personal -respondió Erik al fin-. Pero si no dejamos la cosa controlada antes de la ronda de ofertas de esta semana, podemos cerrar el negocio. Aquí cada uno tiene que hacer el sacrificio que le corresponde.

Kenneth se preguntó para sus adentros a qué sacrificios aludía Erik por lo que a él se refería. Y tampoco era tan urgente como le daba a entender. Habrían podido ordenar la documentación a lo largo del día siguiente, y que el negocio dependiese de ello y peligrase era una exageración. Probablemente, Erik solo buscaba un subterfugio para salir de casa, pero ¿por qué tenía que arrastrar también a Kenneth? La respuesta era, probablemente, «porque podía».

Ambos volvieron en silencio a sus obligaciones y continuaron trabajando un rato más. La oficina se componía de una única habitación bastante amplia, de modo que no existía la menor posibilidad de cerrar la puerta y quedarse a solas. Kenneth miraba a Erik a hurtadillas. Tenía algo diferente. No resultaba fácil decir qué era, pero Erik tenía un aspecto como más borroso. Más desaliñado, no llevaba el pelo impecable como de costumbre, la camisa se veía un tanto arrugada. No, no era el Erik de siempre. Kenneth sopesó la posibilidad de preguntarle si todo iba bien en casa, pero renunció enseguida. En cambio, le dijo con tanta tranquilidad como pudo:

– ¿Viste ayer la noticia sobre Christian?

Erik dio un respingo.

– Sí.

– Menuda historia. Amenazado por un chiflado -dijo Kenneth en tono relajado, casi festivo. Aunque el corazón le latía desacompasado en el pecho.

– Ummm… -Erik no apartaba la mirada de la pantalla, aunque sin tocar siquiera el teclado ni el ratón.

– ¿A ti te ha mencionado Christian algo al respecto? -Era como tratar de no rascarse la costra de una herida. No quería hablar del tema y tampoco Erik parecía animado a comentarlo. Aun así, no pudo contenerse-. ¿Te lo ha mencionado?

– No, a mí no me ha dicho nada de ninguna amenaza -respondió Erik, y empezó a revolver los documentos que tenía sobre la mesa-. Pero claro, ha estado más que ocupado con el libro, así que no nos hemos visto ni nos hemos llamado mucho últimamente. Y son cosas que uno no anda comentando por ahí.