– ¡No podemos levantarnos! -respondió Anna.
– ¿Qué has dicho? -preguntó Dan.
Lo oyeron subir la escalera en dirección al dormitorio donde se encontraban.
– Pero ¿qué estáis haciendo? -preguntó sonriendo al ver a su pareja y a su cuñada, las dos sentadas en el suelo, delante del espejo.
– Que no podemos levantarnos -dijo Erica extendiendo el brazo con tanta dignidad como pudo.
– Espera, que voy en busca de la grúa -bromeó Dan fingiendo que se daba media vuelta para bajar otra vez.
– Oye, oye -protestó Erica mientras Anna rompía a reír de tal modo que tuvo que volver a tumbarse boca arriba en el suelo.
– Bueno, vale, quizá funcione de todos modos. -Dan cogió la mano de Erica para tirar de ella-. ¡Aaaaaarriba!
– Deja los efectos de sonido, ten la bondad.
Erica se levantó con esfuerzo.
– Caray, qué gorda estás -exclamó Dan, que se ganó un manotazo en el hombro.
– A estas alturas lo habrás dicho ya unas cien veces, y no eres el único. Así que haz el favor de dejarlo ya y céntrate en tu propia gordi.
– Encantado. -Dan levantó también a Anna y aprovechó para darle un beso en la boca.
– Ya podéis iros a casa -dijo Erica dándole un codazo a Dan en el costado.
– Ya estamos en casa -respondió Dan besando a Anna de nuevo.
– Eso, pues a ver si podemos concentrarnos en por qué estoy yo aquí -replicó Erica dirigiéndose al armario de su hermana.
– No sé por qué crees que puedo ayudarte -dijo Anna acercándose bamboleante hacia Erica-. No creo que tenga nada que te quede bien.
– Ya, ¿y qué quieres que haga entonces? -Erica fue mirando la ropa que colgaba en las perchas-. Es la fiesta de la presentación del libro de Christian y la única opción que me queda es la tienda india de Maja.
– Vale, a ver, algo podremos encontrar. Esos pantalones que llevas no tienen mal aspecto y creo que tengo una blusa que quizá te quepa. Al menos a mí me quedaba grande.
Anna sacó una túnica bordada de color lila. Erica se quitó la camiseta y, con la ayuda de Anna, logró pasarse la túnica por la cabeza. Bajarla por la barriga fue como rellenar una salchicha navideña, pero lo consiguieron. Erica se volvió hacia el espejo y observó críticamente la imagen que le devolvía.
– Estás muy guapa -le comentó Anna, y Erica gruñó por respuesta. Con aquella mole que ahora tenía por cuerpo, lo de «muy guapa» sonaba a utopía, pero al menos tenía un aspecto decente y casi elegante.
– Funciona -dijo al fin tratando de quitarse la prenda ella sola, antes de rendirse y esperar a que Anna le ayudase.
– ¿Dónde es la fiesta? -preguntó Anna mientras alisaba la túnica y volvía a colgarla en la percha.
– En el Hotel Stora.
– Qué detalle de la editorial, organizar una fiesta de presentación para un autor novel -dijo Anna dirigiéndose a la escalera.
– Están emocionadísimos. Y las ventas son increíblemente buenas, así que me parece que lo hacen encantados. Y parece que también irán periodistas, por lo que me dijo nuestro editor.
– ¿Y a ti qué te parece el libro? Supongo que te habrá gustado, de lo contrario, no se lo habrías recomendado a la editorial, pero ¿es bueno?
– Es… -Erica reflexionaba mientras seguía a su hermana e iba bajando los peldaños con sumo cuidado-. Es mágico. Oscuro y hermoso, inquietante y poderoso y… bueno, mágico, es la mejor manera de describirlo.
– Christian debe de estar superfeliz.
– Sí, claro. -Erica tardaba en responder mientras se dirigía a la cocina con familiaridad y empezó a cargar la cafetera-. Sí, claro que lo estará. Pero al mismo tiempo… -Guardó silencio para no perder la cuenta de las cucharadas de café que iba poniendo en el filtro-. Se puso muy contento cuando aceptaron el manuscrito, pero tengo la sensación de que el trabajo con el libro ha removido algo. Es difícil… en realidad, no lo conozco tan bien. No estoy segura de por qué me lo pidió pero, como es natural, me presté a ayudarle. Es obvio, yo tengo experiencia en el trabajo con manuscritos, aunque no escriba novelas. Y al principio todo fue muy bien, Christian tenía una actitud positiva y abierta a todas las sugerencias pero, al final, lo veía retraído a veces, cuando yo quería ahondar en ciertos asuntos. No te lo puedo explicar mejor, pero es un poco excéntrico, quizá sea solo eso.
– Pues entonces ha dado con la profesión adecuada -dijo Anna muy seria, y Erica se volvió hacia ella.
– O sea, que ahora no solo estoy gorda, sino que además soy excéntrica, ¿no?
– Y distraída, no lo olvides. -Anna señaló la cafetera que Erica acababa de encender-. Resulta más fácil si, además, le pones agua.
La cafetera empezó a saltar confirmando sus palabras y Erica la apagó dirigiendo una mirada sombría a su hermana.
Ejecutaba todas las tareas domésticas de forma mecánica. Colocaba la vajilla en el lavaplatos tras haber enjuagado los platos y los cubiertos, recogía los restos de comida del fregadero con la mano y lavaba el cepillo de fregar con un poco de detergente. Luego enjuagaba la bayeta, la estrujaba y la pasaba por la mesa de la cocina para retirar las migas y los pegotes.
– Mamá, ¿puedo ir a casa de Sandra? -Elin entró en la cocina con una expresión de rebeldía quinceañera que denotaba que se había preparado para recibir un no por respuesta.
– Ya sabes que esta noche no puede ser, que vienen tus abuelos.
– Pero últimamente vienen tan a menudo… ¿por qué tengo que estar aquí siempre que vienen? -El tono de voz iba subiendo y ya empezaba a adoptar aquel tono chillón que tan mal sobrellevaba Cia.
– Porque vienen a veros a ti y a Ludvig. Comprenderás que, si no estáis en casa, se llevarán una decepción.
– ¡Pero es que es tan aburrido! Y la abuela siempre termina llorando y el abuelo le dice que no llore. Quiero irme a casa de Sandra. Va a ir todo el mundo.
– Me parece que estás exagerando, ¿no? -dijo Cia enjuagando la bayeta antes de colgarla de nuevo en el grifo-. No creo que vaya «todo el mundo». Ya irás otra noche, cuando no estén aquí los abuelos.
– Papá me habría dejado ir.
Fue como si a Cia se le encogieran los pulmones. No lo aguantaba más. No aguantaba la ira ni la rebeldía en aquellos momentos. Magnus habría sabido afrontarlo. Él habría podido manejar la situación con Elin. Ella, en cambio, no lo conseguía. Sola, no.
– Pero papá no está.
– ¿Y dónde está? -gritó Elin llorando a lágrima viva-. ¿Se ha largado? Seguro que se cansó de ti y de tus rollos. So… so arpía.
A Cia se le quedó la mente en blanco. Era como si todos los sonidos hubiesen desaparecido de pronto, y todo a su alrededor se convirtió en una bruma gris.
– Está muerto. -La voz sonaba como si surgiera de otra parte, como si hablara un extraño.
Elin se la quedó mirando atónita.
– Está muerto -repitió Cia. Se sentía extrañamente tranquila, como flotando en el aire por encima de su hija y estuviese contemplando la escena con ánimo apacible.
– Estás mintiendo -replicó Elin hinchando el pecho, como si acabase de correr varias millas.
– No, no estoy mintiendo. Es lo que cree la Policía. Y sé que es verdad. -Cuando se oyó pronunciar aquellas palabras, comprendió lo ciertas que eran. Se había negado a tomar conciencia de ello, se había aferrado a la esperanza. Pero la verdad era que Magnus estaba muerto.
– ¿Cómo puedes estar segura? ¿Cómo puede estar segura la policía?
– Él no nos habría dejado sin más.
Elin meneó la cabeza, como si quisiera impedir que la idea se anclase en su mente. Pero Cia notó que su hija también lo sabía. Magnus no los habría dejado así, sin más.
Recorrió los pocos pasos que la separaban de ella en la cocina y la abrazó. Elin quiso zafarse pero, finalmente, se relajó y se dejó abrazar y convertirse en una niña pequeña. Cia le acarició el pelo mientras el llanto arreciaba.