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Estaba al borde del colapso y miraba de reojo el móvil que tenía en la mesa de la sala de estar. ¿Y si llamaba a las chicas? Seguro que seguían en Torp y les llevaría más de tres cuartos de hora llegar a casa, aunque volvieran enseguida. Y si llamaba pidiendo ayuda, tal vez no se atrevieran a encomendarle al pequeño otra vez. No, tenía que llegar a buen puerto él solito. Se las había visto en su vida con un montón de tipos sucios y drogadictos chiflados armados de cuchillos y también había participado en tiroteos. Así que debía de poder afrontar aquella situación. Después de todo, el niño no era más grande que una hogaza de pan, aunque con los recursos vocálicos de un hombre hecho y derecho.

– Venga, pequeño, a ver si arreglamos esto -dijo Mellberg al tiempo que acostaba al niño-. Veamos, te has cagado de arriba abajo. Y seguro que tienes hambre. En otras palabras, una crisis en cada agujero. Y la cuestión es, por tanto, a cuál de los dos damos prioridad. -Mellberg hablaba demasiado alto para acallar el llanto-. Y bueno, comer siempre es lo primordial, al menos para mí. De modo que vamos a prepararte un buen biberón de leche.

Bertil cogió a Leo otra vez y se lo llevó a la cocina. Había recibido instrucciones precisas de cómo preparar la leche, y con el microondas la tuvo lista en un suspiro. La probó chupando un trago para ver si estaba muy caliente.

– Puaj, hijo mío, no puede decirse que sepa a gloria. Tendrás que esperar a crecer para probar las cosas ricas de verdad.

Leo empezó a llorar aún más al ver el biberón y Bertil se sentó a la mesa de la cocina y se colocó bien al pequeño en el brazo izquierdo. Se lo puso en la boca, que empezó a chupar ávidamente el contenido. Hasta la última gota desapareció en un periquete y Mellberg notó que el pequeño estaba más relajado. Sin embargo, no tardó en empezar a retorcerse de malestar, y el olor era ya tan penetrante que ni siquiera Mellberg aguantaría mucho más. El problema era que el cambio de pañal era una tarea de la que, hasta el momento, había logrado escabullirse con éxito.

– Bueno, pues este agujero ya está listo. Ahora solo queda el otro -dijo con un tono desenvuelto que no se correspondía en absoluto con los sentimientos que la empresa le suscitaba.

Llevó a un Leo quejumbroso hasta el cuarto de baño, en cuya pared había montado un cambiador, y allí tenía cuanto pudiera necesitar para la operación «pañal de caca».

Colocó al niño en el cambiador y le quitó los pantalones. Intentaba respirar por la boca, pero el olor era tan intenso que ni siquiera así se libraba de él. Mellberg retiró el adhesivo de los laterales del pañal y estuvo a punto de desmayarse cuando aquella plasta se desplegó delante de sus narices.

– Por Dios bendito. -Buscó desesperado con la mirada hasta que encontró un paquete de toallitas. Estiró el brazo y soltó las piernas del pequeño para cogerlo, ocasión que Leo aprovechó para meter los pies en el pañal hasta el fondo.

– No, no, eso no -rogó Mellberg agarrando un puñado de toallitas para limpiarlo. Pero solo consiguió embadurnarlo de caca más aún, hasta que se dio cuenta de que lo que tenía que hacer era retirar la fuente del problema. Levantó a Leo cogiéndolo por los pies y sacó el pañal que, muerto de asco, dejó caer en el cubo de basura que había en el suelo.

Medio paquete de toallitas más tarde, empezó a ver la luz. Había logrado limpiar la mayor parte y Leo se había calmado. Mellberg le retiró los últimos indicios con mucho cuidado y cogió un pañal limpio de la estantería que había sobre el cambiador.

– Eso es, fíjate, ahora sí que vamos por el buen camino -dijo ufano mientras Leo pataleaba como satisfecho de poder airear un poco el trasero-. ¿Para qué lado se pone esto? -Mellberg estuvo dando vueltas al pañal hasta que decidió que los dibujos de animalitos deberían quedar detrás, exactamente igual que la etiqueta de una prenda de ropa. La forma resultaba un tanto extraña, y la cinta adhesiva quedaba regular. ¿Tan difícil era fabricar las cosas como es debido? Suerte que él era un hombre de acción que veía los problemas como retos.

Mellberg levantó a Leo, fue con él a la cocina y lo sujetó como pudo con un brazo mientras rebuscaba con el otro en el último cajón. Y allí encontró lo que buscaba. El rollo de cinta adhesiva. Se dirigió a la sala de estar, tumbó a Leo en el sofá y, tras un par de vueltas de cinta alrededor del pañal, contempló su obra satisfecho.

– Eso es, mira. Y las chicas preocupadas por si no era capaz de cuidar de ti. ¿Qué me dices? ¿No nos hemos ganado un descanso en el sofá?

Bertil cogió a aquel bebé tan bien embalado y se tumbó cómodamente en el sofá, con el niño en el regazo. Leo enredó un poco al principio, pero terminó por hundir la nariz, complacido, en el cuello del comisario.

Media hora después, cuando las mujeres de sus vidas llegaron a casa, los dos dormían profundamente.

– ¿Está Christian en casa? -Erica habría preferido darse media vuelta y echar a correr cuando Sanna abrió la puerta. Pero Patrik tenía razón, no le quedaba otra opción.

– Sí, pero está en el desván. Espera, voy a llamarlo. -Sanna se dirigió a la escalera que conducía a la planta de arriba-. ¡Christian! Tienes visita -gritó antes de volverse a mirar a Erica de nuevo-. Entra, no tardará en bajar.

– Gracias. -Erica se encontraba un tanto turbada en el recibidor y en compañía de Sanna, pero enseguida oyó pasos en la escalera. Cuando Christian apareció, Erica se dio cuenta enseguida de lo cansado que estaba, y de repente sintió la punzada dura y cruel de los remordimientos.

– ¿Hola? -dijo extrañado antes de acercarse a saludarla dándole un abrazo.

– Tengo que hablar contigo de un asunto -anunció Erica, sintiendo de nuevo el impulso de darse la vuelta y salir corriendo.

– Ajá, bueno, pues pasa -dijo Christian invitándola a entrar con un gesto de la mano. Erica se quitó el abrigo y lo colgó.

– ¿Quieres algo de beber?

– No, gracias. -Erica meneó la cabeza. Lo único que quería era acabar cuanto antes-. ¿Cómo han ido las firmas? -preguntó mientras se sentaba en un rincón del sofá, donde se hundió hasta el fondo.

– Bien -respondió Christian en un tono que no invitaba a más preguntas-. ¿Has visto el periódico de hoy? -preguntó cambiando de tema, y Erica le vio la cara gris a la luz invernal que se filtraba por las ventanas.

– Pues sí, de eso quería hablar contigo. -Erica se armó de valor para continuar. Uno de los gemelos le atizó una patada en las costillas y jadeó descompuesta.

– Anda, ¿dan patadas?

– Sí, podría decirse que sí. -Respiró hondo antes de continuar-: Fue culpa mía que se filtrara a la prensa.

– ¿A qué te refieres? -Christian se irguió en el sofá.

– Bueno, no fui yo quien les dio el soplo -se apresuró a añadir Erica-. Pero fui lo bastante tonta como para contárselo a la persona equivocada. -No era capaz de mirar a Christian a la cara, así que bajó la vista y se concentró en sus manos.

– ¿A Gaby? -preguntó Christian en tono cansino-. Pero ¿no te das cuenta de que ella…?

Erica lo interrumpió.

– Patrik me dijo exactamente lo mismo. Y tenéis razón. Debí comprender que no podía confiar en ella, que lo vería como un medio para darse publicidad. Me siento como una idiota. No debí ser tan ingenua.

– No, pero ya no tiene remedio -dijo Christian.

Tanta resignación hizo que Erica se sintiera peor aún. Casi deseaba que le soltara una filípica, antes que verlo así, con aquella expresión de cansancio y decepción.

– Perdón, Christian, me siento fatal.

– Bueno, esperemos que al menos tenga razón.

– ¿Quién?

– Gaby. Y que, después de esto, venda más libros.

– No comprendo cómo se puede ser tan cínico. Exponerte a ti de esa manera solo para que el negocio vaya mejor.

– No ha llegado a donde está siendo buena con todos.