– Ya, pero aun así… Que esas cosas merezcan la pena… -Erica estaba desesperada por su traición, por el error que había cometido y por haber sido tan ingenua y, desde luego, no se explicaba que nadie pudiera hacer algo así a conciencia. Y por ganar algo a cambio.
– Ya pasará – afirmó Christian, aunque sin convicción.
– ¿Te han llamado hoy los periodistas? -Erica se retorcía en el sofá, en un intento de hallar una posición que fuera cómoda. Como quiera que se sentara, siempre le parecía tener algún órgano aplastado.
– Después de la primera conversación de ayer, apagué el móvil. No pienso darles más combustible.
– ¿Y cómo va lo de…? -Erica dudó un instante-. ¿Has recibido más amenazas? Comprendería que no volvieras a confiar en mí, pero, créeme, he aprendido la lección.
La expresión de Christian se volvió hermética. Tenía la vista clavada en la ventana, tardó en responder y, cuando lo hizo, le resonó la voz débil y cansada.
– No quiero remover ese asunto. Ha adquirido unas proporciones descomunales.
Algo retumbó en el piso de arriba y, un segundo después, un niño empezó a gritar desaforadamente con voz chillona. Christian no hizo amago de levantarse, pero Erica oyó que, a su espalda, Sanna salía como un rayo escaleras arriba.
– ¿Se llevan bien? -preguntó Erica señalando hacia arriba.
– No demasiado. El hermano mayor no aprecia la competencia, así podríamos sintetizar la cuestión -sonrió Christian.
– Sí, supongo que tenemos tendencia a centrarnos demasiado en el primer hijo -dijo Erica.
– Sí, supongo que sí -respondió Christian y se le borró la sonrisa. Tenía una expresión extraña que Erica era incapaz de interpretar. En el piso de arriba gritaban ahora los dos niños y ya se les unía la voz irritada de Sanna.
– Tienes que hablar con la Policía -dijo Erica-. Como comprenderás, yo he hablado con Patrik del asunto, y de eso no me arrepiento. Él piensa, desde luego, que debes tomártelo en serio, y el primer paso consiste en denunciarlo a la Policía. Puedes empezar por verlo solo a él, de un modo extraoficial, si quieres. -Erica se oyó suplicando, pero las cartas la tenían preocupadísima y, en realidad, sospechaba que Christian se sentía igual.
– No quiero seguir hablando de esto -afirmó poniéndose de pie-. Sé que, cuando hablaste con Gaby, no pretendías que la cosa se disparase de este modo, pero creo que debes respetar el hecho de que yo no quiera darle mayor importancia.
Los gritos del piso de arriba alcanzaban nuevas cotas y Christian se encaminó a la escalera.
– Tendrás que perdonarme, pero debería subir a ayudar a Sanna antes de que los niños se maten. No te importa que no te acompañe a la puerta, ¿verdad? -Dicho esto, apremió el paso escaleras arriba sin despedirse de Erica. Y ella tuvo la sensación de que lo que Christian hacía era huir.
¿No regresarían a casa jamás? La caravana le resultaba cada día más pequeña y pronto habría escudriñado todos los rincones del camping. En casa, quizá volverían a prestarle atención. Allí, en cambio, era como si no existiera.
Su padre hacía crucigramas y su madre estaba enferma. O, al menos, esa era la explicación que le daban cuando intentaba entrar a verla en la caravana, donde se pasaba los días tumbada en el catre. No había vuelto a bañarse con él. Pese a que recordaba el miedo y aquello que se le había enroscado en las piernas cuando se adentró en las aguas, lo habría preferido a aquel destierro permanente.
– Tu madre está enferma. Ve a jugar.
De modo que él se iba y llenaba los días por su cuenta y riesgo. Al principio, los demás niños del camping intentaron jugar con él, pero a él no le interesaba. Si no podía estar con su madre, no quería estar con nadie.
Como su madre no se curaba, empezó a preocuparse cada vez más. A veces la oía vomitar. Y estaba tan pálida… ¿Y si tenía algo peligroso? ¿Y si se le moría? Igual que le había pasado a su mamá.
La sola idea lo impulsaba a esconderse en un rincón. A cerrar los ojos fuertemente, tanto que lo oscuro no hallase anclaje dentro de él. No podía permitirse pensar de aquel modo. Su madre, tan hermosa, no podía morir. Ella también, no.
Había encontrado un lugar propio. En la cumbre de la colina, con vistas al camping y al mar. Incluso podía ver el techo de la caravana si se empinaba un poco. Allí pasaba los días ahora, allí lo dejaban en paz. Cuando se hallaba allí arriba, podía hacer que volasen las horas.
Su padre también quería volver a casa. Se lo había oído decir. Pero su madre no quería. No pensaba darle a La bruja aquella satisfacción, decía su madre tumbada en la camilla, pálida y más delgada que de costumbre. La bruja tenía que saber que ellos pasaban allí todo el verano, como siempre, tan cerca, y sin ir a visitarla. No, no volverían a casa. Antes prefería morirse allí mismo.
Y no había más que hablar. Se hacía lo que su madre decía. De modo que él continuó visitando su lugar secreto. Continuó pasando los días allí sentado, rodeándose las rodillas con los brazos, con la cabeza llena de ideas y fantasías.
En cuanto llegaran a casa, todo volvería a ser como antes. Así sería, sí.
– ¡No te alejes demasiado, Rocky! -Göte Persson gritaba, pero, como de costumbre, el perro no parecía prestarle atención. Solo le veía la cola cuando el golden retriever giró a la izquierda desapareciendo detrás de una roca. Göte apremió el paso todo lo que pudo, pero la pierna derecha se lo impedía. Desde que sufrió el ictus, aquella pierna no podía seguir el ritmo. Aun así, él se consideraba afortunado. Los médicos no le dieron demasiadas esperanzas de que pudiera volver a moverse más que con muchas limitaciones después de que se le colapsara todo el lado derecho. Claro que ellos no contaban con su enorme obstinación. Gracias a una perseverancia de padre y muy señor mío y a su fisioterapeuta, que le insistía como si lo estuviera preparando para los Juegos Olímpicos, había ido mejorando cada semana con el entrenamiento. A veces sufría una recaída, y, por supuesto, en varias ocasiones estuvo a punto de darse por vencido. Pero siguió luchando y haciendo progresos que, paulatinamente, lo acercaban al objetivo.
Así, ahora era capaz de salir con Rocky y dar un paseo diario de una hora. Iban un poco a trompicones y él cojeaba claramente, pero lo conseguían. Salían con independencia del tiempo que hiciera, y cada metro era una victoria.
El perro apareció de nuevo ante su vista. Iba olisqueando el suelo por la playa de Sälvik y, de vez en cuando, levantaba la vista para asegurarse de que su amo no se hubiese extraviado. Göte aprovechó para detenerse y descansar un poco. Por enésima vez, comprobó que llevaba el teléfono en el bolsillo. Y sí, allí estaba. Para más seguridad, lo cogió para ver si estaba encendido y que no lo hubiese puesto en silencio y tuviese alguna llamada perdida. Pero no lo había llamado nadie, así que volvió a guardarlo con impaciencia.
Sabía que era ridículo mirar el teléfono cada cinco minutos, pero habían prometido llamarlo cuando fuesen al hospital. El primer nieto. Su hija Ina había salido de cuentas hacía dos semanas y Göte no comprendía cómo ella y su yerno podían estar tan tranquilos. Y sí, para ser sincero, había notado incluso cierta irritación cuando llamaba hasta diez veces al día para preguntar si había novedades, pero es que tenía la sensación de que él estaba mucho más preocupado que ellos. Las últimas noches se las había pasado casi en blanco, mirando ya el reloj, ya el teléfono. Esas cosas tenían tendencia a ocurrir por la noche. ¿Y si se dormía profundamente y no oía su llamada?