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Bostezó. Tanta vigilia nocturna había empezado a minarle las fuerzas. Fueron tantos los sentimientos que despertó en él la noticia, cuando Ina y Jesper le contaron que iban a tener un hijo… Se lo dijeron un par de días después de que él sufriera el ataque y la ambulancia lo llevara al servicio de urgencias de Uddevalla. En realidad, habían pensado esperar un poco, era muy pronto y ellos mismos acababan de enterarse. Pero nadie creía que Göte fuese a sobrevivir. Ni siquiera estaban seguros de que pudiese oírlos en la cama del hospital, conectado a un montón de tubos y aparatos.

Pero sí los oyó, oyó todas y cada una de las palabras que dijeron. Y en ellas halló su tozudez el apoyo que necesitaba. Algo por lo que vivir. Iba a ser abuelo. Su única hija, la luz de su vida, iba a tener un bebé. ¿Cómo iba a perderse algo así? Sabía que Britt-Marie estaba esperándolo y, en realidad, no habría tenido nada en contra de dejarse ir para reencontrarse con ella. La había echado de menos cada día, cada minuto de todos los años que transcurrieron desde que él y su hija se quedaron solos. Sin embargo, ahora iban a necesitarlo, y así se lo explicó a Britt-Marie. Le dijo que aún no podía ir con ella, que su pequeña iba a necesitarlo en este mundo.

Britt-Marie lo comprendió. Tal y como él esperaba. Se había despertado de nuevo, había abandonado aquella ensoñación tan diferente y tan atractiva por tantos motivos. Salió de la cama y cada paso que fue dando a partir de aquel momento, lo daba por el pequeño, o la pequeña. Tenía tanto que dar y pensaba usar cada minuto de más que le había tocado vivir para mimar a su nieto. Por mucho que Ina y Jesper protestaran, era el privilegio de todo abuelo.

El teléfono resonó chillón en el bolsillo y Göte dio un respingo, sumido como estaba en sus cavilaciones. Cogió el aparato con tal ansia que a punto estuvo de caérsele de las manos. Miró la pantalla y sufrió una gran decepción al ver en ella el nombre de un buen amigo. No se atrevía a responder, no quería que les diera la señal de ocupado si llamaban.

De nuevo había perdido de vista al perro, así que se guardó el teléfono en el bolsillo y se fue cojeando hacia el lugar donde lo había atisbado por última vez. Con el rabillo del ojo vio algo brillante que se movía, y Göte dirigió la mirada hacia el mar.

– ¡Rocky! -gritó aterrado. El perro se había adentrado en el hielo. Se encontraba a casi veinte metros de la orilla, con la cabeza gacha. Sin embargo, al oír la voz de Göte, empezó a ladrar y a arañar la capa de hielo con las patas. Göte contuvo la respiración. Si hubiera sido un invierno de los crudos, no se habría preocupado tanto. En cuántas ocasiones, sobre todo años atrás, no habían ido Britt-Marie y él paseando por el hielo, con unos bocadillos y el termo de café, a merendar a cualquiera de las islas cercanas. Ahora, en cambio, el hielo ya se derretía, ya se congelaba de nuevo, y sabía que debía de ser muy traicionero en aquellas condiciones.

– ¡Rocky! -volvió a gritar-. ¡Ven aquí! -Intentó sonar tan firme como pudo, pero el animal no le hizo el menor caso.

Göte solo tenía una idea en la cabeza. No podía perder a Rocky. El animal no sobreviviría si el hielo llegaba a quebrarse y caía en las aguas heladas, y Göte no podría soportarlo. Llevaban diez años juntos y conservaba en la retina tantas imágenes del futuro nieto jugando con el perro que le resultaba impensable sin Rocky.

Se acercó a la orilla. Puso el pie y tanteó el hielo. Enseguida se formaron en la superficie miles de grietas delgadas como alfileres, pero no a través de toda la capa. Al parecer, era lo bastante gruesa para aguantar su peso. Göte continuó avanzando. Rocky seguía ladrando enloquecido y raspando el hielo con las patas.

– ¡Ven aquí! -insistió Göte tratando de que el perro obedeciera, pero el animal no se inmutó, como dispuesto a no moverse del sitio.

El hielo parecía más resistente en la orilla, pero Göte decidió minimizar el riesgo y tumbarse. Con muchísimo esfuerzo, se tendió boca abajo intentando no pensar en el frío que sentía pese a las muchas capas de ropa que llevaba.

Le costaba avanzar así, boca abajo. Se resbalaba cada vez que intentaba darse impulso con los pies, y se arrepintió de haber sido tan vanidoso y no haberse puesto los clavos en los zapatos, como hacía todo jubilado sensato cuando helaba.

Miró a su alrededor y descubrió dos ramas que quizá le sirvieran. Logró arrastrarse hasta ellas y empezó a usarlas como crampones. Ahora iba más rápido y, decímetro a decímetro, se fue desplazando hacia donde se encontraba el perro. De vez en cuando, intentaba llamarlo de nuevo, pero Rocky había encontrado algo y, fuera lo que fuera, parecía demasiado interesante como para apartar la vista ni un segundo siquiera.

Cuando casi había llegado, oyó que el hielo empezaba a protestar bajo su peso, y se permitió una reflexión sobre lo irónico que sería que hubiese dedicado meses y más meses a la rehabilitación para luego colarse por una grieta en el hielo de Sälvik y ahogarse. Por el momento, el hielo parecía aguantar y ya estaba tan cerca que podía extender la mano y rozar el pelaje de Rocky.

– Pero hombre, aquí no puedes estar -le dijo en tono sereno al tiempo que se impulsaba un poco más para poder alcanzar la correa del animal. Si bien no tenía ningún plan para arrastrarse hasta la orilla con un perro tan terco. Pero en fin, ya lo arreglaría.

– ¿Tan interesante es lo que has encontrado? -Cogió la correa. Luego miró al fondo.

Y, en ese momento, empezó a sonar el teléfono en el bolsillo.

Como de costumbre, resultaba difícil trabajar un lunes por la mañana. Patrik estaba sentado en el despacho con los pies sobre la mesa. Observaba atentamente la fotografía de Magnus Kjellner, como si pudiera hacerlo hablar y sonsacarle dónde se hallaba. O mejor dicho, dónde se encontraban sus restos mortales.

Por si fuera poco, estaba preocupado por Christian. Patrik abrió el cajón de la derecha y sacó la bolsa de plástico que contenía la carta y la tarjeta. En realidad, le habría gustado enviarlo a analizar, sobre todo, por si detectaban alguna huella, pero tenía tan poca cosa… no había sucedido nada en concreto. Ni siquiera Erica que, a diferencia de él, había leído todas las cartas, podía decir con certeza que el autor estuviese decidido a causar algún daño a Christian. Aun así, su sexto sentido, como el de Patrik, le decía otra cosa. Los dos tenían la sensación de que había algo maligno en aquellas cartas. Patrik sonrió para sus adentros. Vaya manera de expresarlo. Maligno. No resultaba demasiado científico. Pero las cartas transmitían una suerte de voluntad de hacer daño, no se le ocurría una forma mejor de decirlo. Y aquella sensación lo tenía muy preocupado.

Cuando Erica volvió de su visita a Christian, lo comentó con ella. Habría preferido ir y hablar con él personalmente, pero Erica se lo desaconsejó. No creía que Christian se mostrase receptivo y le pidió a Patrik que esperase hasta que los titulares de la prensa hubiesen caído un poco en el olvido. Y él aceptó, pero ahora, al contemplar aquella letra elegante, se preguntaba si había hecho lo correcto.

El teléfono sonó y Patrik se llevó un sobresalto.

– Hedström. -Dejó la bolsa en el cajón y lo cerró. Luego se quedó paralizado-. ¿Perdón? ¿Cómo dice? -Escuchó cada vez más tenso y no acababa de colgar cuando ya se había puesto en alerta. Hizo varias llamadas antes de asomarse al pasillo y llamar al despacho de Mellberg. No aguardó respuesta, sino que entró directamente. Y despertó tanto al perro como al dueño.

– ¡Qué demonios…! -Mellberg se incorporó adormilado, abandonó la posición relajada que tenía en la silla y se quedó mirando a Patrik fijamente-. ¿No te han enseñado que hay que llamar a la puerta antes de entrar? -El comisario se encajó bien el pelo-. ¿Y bien? ¿No ves que estoy ocupado? ¿Qué quieres?