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En un primer momento, se alegró muchísimo. Un hermano, alguien con quien jugar. Luego oyó hablar a sus padres y comprendió. Ahora sabía por qué había dejado de ser el niño precioso de su madre, por qué no le acariciaba el pelo como antes ni lo miraba como solía. Ahora sabía quién se la había arrebatado.

La víspera había llegado a la caravana como un indio. Se acercó agazapado y silencioso, caminando de puntillas con los mocasines y con una pluma de ave en el pelo. Era Nube Furiosa, y su madre y su padre eran unos rostros pálidos. Los veía moverse detrás de la cortina de la caravana. Su madre no estaba en la cama, se había levantado y estaba hablando, y Nube Furiosa se alegró de que ella estuviese mejor, de que el bebé ya no la pusiera tan enferma. De hecho, parecía feliz. Nube Furiosa avanzó sigilosamente unos pasos, quería oír mejor la voz jubilosa de los rostros pálidos. Se fue aproximando paso a paso y se acuclilló bajo la ventana abierta y, con la espalda pegada a la pared, aguzó el oído con los ojos cerrados.

Pero los abrió en cuanto la oyó hablar de él. Luego, la negrura lo arrolló con toda su intensidad. Estaba de nuevo con ella, notaba en las fosas nasales aquel olor repugnante, oía el silencio resonándole en la cabeza.

La voz de su madre penetraba el silencio, penetraba lo oscuro. Porque, aun siendo tan pequeño, comprendió a la perfección lo que le había oído decir. Se arrepentía de haberse convertido en su madre. Ahora iban a tener un hijo propio y, de haberlo sabido, jamás lo habría llevado a casa. Y su padre, que, con aquella voz suya gris y cansina, le decía: «Ya, pero ahora lo tenemos con nosotros, de modo que tendremos que hacer lo que podamos».

Nube Furiosa se quedó inmóvil y, en aquel preciso instante, nació el odio. No era capaz de ponerle nombre a aquel sentimiento, pero sabía que era agradable y, al mismo tiempo, doloroso.

De modo que mientras su padre guardaba en el coche la cocina de camping y la ropa y las latas de conserva y el resto de los bártulos, él guardó su odio. Llenaba todo el asiento trasero en el que él iba sentado. Pero no odiaba a su madre, no. ¿Cómo podría hacer tal cosa? Si él la quería.

Odiaba a aquel que se la había arrebatado.

Erica había ido a la biblioteca de Fjällbacka. Sabía que Christian tenía el día libre. Había estado muy bien en el programa Nyhetsmorgon, al menos al final. Luego, cuando empezaron a preguntarle por las amenazas, se puso muy nervioso. Erica lo pasó tan mal viendo cómo sudaba y se ruborizaba hasta las orejas que apagó el televisor antes de que acabase el programa.

Y ahora se encontraba allí, fingiendo que buscaba un libro, mientras pensaba en cómo alcanzar su verdadero objetivo: hablar con May, la compañera de trabajo de Christian. Y es que, cuanto más reflexionaba sobre las cartas, tanto más se convencía de que quien estaba amenazando a Christian no era ningún desconocido. No, tenían algo personal, y la respuesta debía de existir en el entorno de Christian, o en su pasado.

El problema era que siempre se había mostrado extremadamente reservado en lo referido a lo personal. Aquella mañana se levantó con la intención de poner por escrito cuanto le hubiese oído decir sobre su pasado, pero se quedó sentada, bolígrafo en ristre y con el folio en blanco. Tomó conciencia de que no sabía nada, pese a que habían pasado juntos mucho tiempo mientras él trabajaba en la novela y, pese a que, al parecer de Erica, habían intimado y se habían hecho amigos, él jamás le reveló nada. Ni de dónde era, ni cómo se llamaban sus padres ni a qué se dedicaban. Ni dónde había estudiado, ni si había practicado algún deporte de joven, ni quiénes eran sus amigos de juventud ni si aún tenía algún contacto con ellos. No sabía nada en absoluto.

Y solo eso hizo sonar la alarma. Porque uno siempre desvela algún detalle sobre su persona en las conversaciones, siempre ofrece información fragmentaria sobre su pasado y sobre cómo se ha convertido en la persona que es. Y el hecho de que Christian se hubiese sujetado la lengua de aquel modo terminó de persuadir a Erica de que ahí se encontraba la respuesta. La cuestión era, desde luego, si Christian había logrado mantenerse en guardia con todo el mundo. Quizá la colega que trabajaba con él a diario se hubiese enterado de algo.

Erica miraba de reojo a May, que estaba escribiendo algo en el ordenador. Por suerte, estaban solas en la biblioteca, de modo que podrían hablar sin que las molestaran. Finalmente, se decantó por una táctica viable. No podía empezar preguntando directamente acerca de Christian, tenía que actuar con prudencia.

Se llevó la mano a la espalda, exhaló un suspiro y se desplomó pesadamente en una de las sillas que había delante del mostrador de May.

– Sí, debe de ser duro. Son gemelos, tengo entendido -dijo May con una mirada maternal.

– Así es, dos ejemplares llevo aquí dentro -respondió Erica pasándose la mano por la barriga, tratando de dar la impresión de que necesitaba descansar un poco. Aunque no era necesario tanto disimulo: en cuanto se sentó, notó que la zona lumbar se lo agradecía.

– Tú descansa mucho.

– Sí, si ya lo hago -dijo Erica sonriendo-. ¿Has visto a Christian en la tele esta mañana? -añadió al cabo de un instante.

– Por desgracia, me lo he perdido, estaba aquí trabajando. Pero programé el DVD para que lo grabara. O eso creo. No consigo hacerme del todo con esos chismes. ¿Qué tal lo hizo?

– Fenomenal. Es estupendo lo del libro.

– Sí, aquí estamos muy orgullosos de él -aseguró May radiante de alegría-. No tenía la menor idea de que escribiera hasta que oí que su libro saldría publicado. Y menudo libro. ¡Y menudas críticas!

– Sí, es fantástico. -Erica guardó silencio un instante-. Todos los que conocen a Christian deben de estar contentísimos por él. Incluso sus antiguos colegas, supongo. ¿Dónde dijo que trabajaba antes de mudarse a Fjällbacka? -Intentó fingir que lo sabía, solo que no lo recordaba.

– Ummm… -A diferencia de Erica, May sí que parecía estar rebuscando en su memoria de verdad-. Pues sabes qué te digo, ahora que lo pienso, no me lo ha dicho nunca. Qué raro. Pero claro, Christian llegó aquí antes que yo y seguramente no hemos hablado nunca de a qué se dedicaba antes.

– ¿Y tampoco sabes de dónde es ni dónde vivía antes de venir a Fjällbacka? -Erica se dio cuenta de que dejaba traslucir un interés excesivo y se esforzó por adoptar un tono más neutro-. Lo estaba pensando esta mañana, mientras veía la entrevista. Siempre me pareció que hablaba el dialecto de Småland, pero esta mañana me pareció oírle un tono de otro dialecto que fui incapaz de reconocer. -No era una mentira sensacional, pero tendría que valer.

May pareció aceptarla.

– No, de Småland no es, eso es seguro. Pero la verdad, yo tampoco tengo ni idea. Claro que él y yo hablamos en el trabajo, y Christian se muestra siempre agradable y solícito. -May parecía estar sopesando cómo formularía la siguiente frase-. Aun así, tengo la sensación de que existe un límite, hasta aquí, ni un paso más. A lo mejor te resulta ridículo, pero nunca le he preguntado por detalles personales porque, de alguna manera, él me ha enviado el mensaje de que no le gustaría.

– Entiendo lo que quieres decir -aseguró Erica-. ¿Y nunca te ha dicho nada así, como de pasada?

May volvió a hacer memoria.

– Pues no, la verdad es que no… Bueno, espera, sí…

– ¿Sí? -preguntó Erica maldiciendo su impaciencia.

– Bueno, fue algo insignificante. Pero tuve la sensación… Verás, fue un día que estábamos hablando de Trollhättan, porque yo acababa de volver de visitar a mi hermana, que vive allí. Y parecía conocer la ciudad. Luego reaccionó y empezó a hablar de otra cosa. Y lo recuerdo muy bien porque me extrañó que cambiara de tema de aquella manera tan brusca.