– Chist… -La tranquilizó sintiendo que su fuerza interior se revitalizaba a medida que se iba minando la de Elin-. Anda, vete a casa de Sandra, ya se lo explicaré a los abuelos.
Acababa de comprender que, a partir de aquel momento, ella sería quien tomase todas las decisiones.
Christian Thydell se observaba en el espejo. A veces no sabía qué postura adoptar ante su aspecto. Tenía cuarenta años. En cierto modo, el tiempo había pasado volando y ahora tenía delante a un hombre que no solo era adulto, sino que incluso empezaba a lucir algunas canas en la sien.
– ¡Qué elegante estás! -Christian se sobresaltó cuando Sanna apareció a su espalda y le rodeó la cintura con los brazos.
– Perdón -se disculpó sentándose en la cama.
– Tú también estás muy guapa -señaló aún con más remordimientos al ver cómo aquel cumplido sin importancia le imprimía brillo en los ojos. Al mismo tiempo, sintió un punto de irritación. Detestaba que se condujese como un cachorro meneando la cola ante el menor gesto de atención por parte de su dueño. Su mujer era diez años más joven y a veces tenía la sensación de que podrían ser veinte.
– ¿Me ayudas con la corbata? -Christian se acercó y ella se levantó y le anudó la corbata con mano experta. Un nudo perfecto al primer intento, y Sanna dio un paso atrás para contemplar su obra.
– ¡Esta noche vas a triunfar!
– Mmm… -dijo él, sin saber muy bien qué esperaba ella que dijera.
– ¡Mamá! ¡Nils me ha pegado! -Melker entró a la carrera, como si lo persiguiera una manada de lobos salvajes y, con los dedos pringados de comida, se agarró al primer recurso seguro que tenía a mano: la pierna de Christian.
– ¡Melker! -Christian apartó bruscamente a su hijo de cinco años. Pero ya era tarde. Las dos perneras presentaban manchas patentes de kétchup a la altura de las rodillas, y Christian se esforzó por conservar la calma. Últimamente, cada vez le costaba más.
– ¿Es que no puedes vigilar a los niños? -le espetó a Sanna mientras, con movimientos exagerados, empezaba a desabotonar el pantalón para cambiarse.
– Seguro que puedo limpiarlo -dijo Sanna persiguiendo a Melker, que iba camino de la cama con las manos embadurnadas de comida.
– ¿Y cómo, si tengo que estar allí dentro de una hora? Tendré que cambiarme.
– Pero… -Sanna estaba a punto de romper a llorar.
– Mejor vete a cuidar de los niños.
Sanna acompañó cada sílaba de un parpadeo, como si la estuviese golpeando con ellas. Sin replicar palabra, cogió a Melker de la mano y lo sacó del dormitorio.
Cuando Sanna se hubo marchado, Christian se desplomó en la cama. Se veía en el espejo con el rabillo del ojo. Un hombre sereno. Con chaqueta, camisa, corbata y calzoncillos. Hundido como si llevase sobre los hombros todos los problemas del mundo. Irguió la espalda y sacó el pecho. Y enseguida le pareció que tenía mejor aspecto.
Aquella era su noche. Y nadie podría arrebatársela.
– ¿Alguna novedad? -Con gesto inquisitivo, Gösta Flygare levantó la cafetera hacia Patrik, que acababa de entrar en la pequeña cocina de la comisaría.
Patrik asintió y dijo sí, gracias, antes de sentarse a la mesa. Ernst oyó que se preparaban para tomar un tentempié, entró en la cocina caminando pesadamente y se tumbó debajo de la mesa con la esperanza de que le cayera algún que otro bocado que él pudiese pescar de un lametón.
– Aquí tienes. -Gösta puso delante de Patrik una taza de café solo y se sentó enfrente-. Te veo un poco pálido -observó escrutando a conciencia a su joven colega.
Patrik se encogió de hombros.
– Algo cansado, eso es todo. Maja ha empezado a dormir mal y está muy rebelde. Y Erica está agotada por razones más que comprensibles, así que la cosa está bastante complicada en casa.
– Y peor que se va a poner -constató Gösta secamente.
Patrik soltó una carcajada.
– Sí, Gösta, tú siempre tan alentador, peor que se va a poner.
– Pero no has averiguado nada más sobre Magnus Kjellner, ¿no?
Gösta pasó discretamente una galleta por debajo de la mesa y Ernst tamborileó feliz con la cola sobre los pies de Patrik.
– No, nada -dijo Patrik antes de tomar un sorbo de café.
– Ya he visto que hoy ha venido otra vez.
– Sí, acabo de estar en el despacho de Paula hablando del tema. Para Cia es como una suerte de ritual pero, claro, no es de extrañar, ¿cómo procesa uno el hecho de que su marido desaparezca sin más?
– ¿Y si interrogamos a alguno más? -dijo Gösta pasando con disimulo otra galleta bajo la mesa.
– ¿A quién? -Patrik oyó la irritación que destilaba-. Ya hemos hablado con la familia, con los amigos, hemos ido de puerta en puerta preguntando por todo el barrio, hemos puesto carteles y hemos pedido la colaboración de la prensa local. ¿Qué más podemos hacer?
– Tú no sueles rendirte.
– Pues no, pero si tienes alguna sugerencia, ya puedes proponerla. -Patrik lamentó inmediatamente el tono tan agrio con que le había hablado, aunque Gösta no parecía habérselo tomado a mal-. Suena horrible decirlo, pensar que aparecerá muerto -añadió en tono más amable-, pero estoy convencido de que solo entonces averiguaremos lo que ha ocurrido. Te apuesto lo que quieras a que no ha desaparecido voluntariamente, y si encontramos el cadáver, tendremos algo sobre lo que investigar.
– Sí, tienes razón. Es un horror pensar que el tipo aparecerá en la orilla arrastrado por las mareas o en algún rincón del bosque. Pero yo tengo la misma sensación que tú. Y debe de ser horrible…
– ¿Te refieres a no saber? -preguntó Patrik desplazando un poco los pies, que ya empezaban a sudarle bajo el peso cálido del trasero del perro.
– Pues sí, te lo puedes imaginar. No tener ni idea de dónde se habrá metido la persona a la que quieres. Como los padres cuyos hijos desaparecen. Hay una página web americana de niños desaparecidos. Página tras página con fotos y anuncios de búsqueda. Qué horror, digo yo.
– Yo no sobreviviría a una situación así -aseguró Patrik. Recreó la imagen del torbellino de su hija y la sola idea de que se la arrebataran se le antojó insufrible.
– ¿De qué habláis? Menudo ambiente funerario tenéis aquí. -La voz alegre de Annika interrumpió el silencio, y la recepcionista entró y se les unió a la mesa. El miembro más joven de la comisaría, Martin Molin, no tardó en aparecer tras ella, atraído por las voces que se oían en la cocina y por el olor a café. Estaba de baja paternal a media jornada y aprovechaba cualquier oportunidad de relacionarse con sus colegas y de participar en conversaciones de adultos, para variar.
– Estábamos hablando de Magnus Kjellner -explicó Patrik en un tono que indicaba que la conversación había concluido. Y, para subrayarlo, cambió de tema.
– ¿Qué tal va lo de la niña?
– ¡Ay, nos llegaron más fotos ayer! -exclamó Annika sacando unas fotografías que llevaba en el bolsillo de la chaqueta.
– Mira, mira cuánto ha crecido. -Dejó las instantáneas en la mesa y Patrik y Gösta se turnaron para verlas. Martin ya les había echado un vistazo en cuanto llegó aquella mañana.
– Anda, qué bonita es -dijo Patrik.
Annika asintió.
– Ya tiene diez meses.
– ¿Y cuándo os dijeron que podríais ir a buscarla? -preguntó Gösta con interés sincero. Era consciente de que había contribuido a que Annika y Lennart empezasen a hablar en serio de adopción, así que, en cierto modo, tenía la sensación de que la pequeña de las fotos también era suya.
– Pues la verdad, cada vez nos dicen una cosa -confesó Annika. Recogió las fotos y se las guardó de nuevo en el bolsillo-. Dentro de un par de meses, creo yo.
– Supongo que la espera es muy dura. -Patrik se levantó y colocó la taza en el lavaplatos.
– Sí, lo es, pero al mismo tiempo… Estamos en ello. Y la niña existe.