– Tengo la sensación de que en mi caso también van a necesitar un rascador -dijo Christian pasándose la mano por el cuello. Por un instante, pensó en las cartas y sintió el azote poderoso del más puro pánico. Se tambaleó y no se desplomó en el suelo gracias a Erica, que logró sujetarlo a tiempo.
– ¡Cuidado! -exclamó Erica-. Sospecho que te has pasado un pelín. No creo que debas beber más antes del acto. -Con suma delicadeza, le retiró la copa de la mano y la colocó en la mesa más próxima-. Te prometo que irá bien. Gaby empezará por presentaros a ti y el libro, luego yo te haré las preguntas que ya hemos repasado. Tú confía en mí. El único problema lo tendremos a la hora de subirme a mí a la tarima.
Erica se echó a reír y Christian la secundó. No de corazón, y con una risa un tanto chillona, pero funcionó. Se relajó un poco y notó que empezaba a respirar otra vez. Acorraló el recuerdo de las cartas en lo más recóndito de la memoria. No debía permitir que aquello le afectase en una noche tan importante. Le había dado a la sirena la oportunidad de expresarse en el libro y, por lo que a él se refería, el asunto estaba zanjado.
– Hola, cariño. -Sanna se les unió contemplando la sala con ojos chispeantes. Sabía que aquel era un momento de capital importancia para ella. Quizá incluso más que para él.
– ¡Qué guapa estás! -le comentó Christian mientras ella disfrutaba del cumplido. Sanna era guapa. Y él sabía que había tenido suerte al conocerla. Le aguantaba muchas de sus rarezas, más de lo que aguantaría la mayoría. Pero no era culpa suya, Sanna no podía llenar el vacío que sentía dentro. Seguramente, nadie podía. Le pasó el brazo por los hombros y le besó la melena.
– ¡Qué monos! -Gaby se les acercó esquivando a la gente y haciendo resonar los tacones-. Aquí tienes, Christian, te han regalado unas flores.
Se quedó mirando el ramo que Gaby sostenía en el regazo. Era muy bonito, aunque sencillo. Todo de lirios blancos.
Con la mano temblándole descontrolada, fue a coger el sobre blanco que había prendido en el ramo. Era tal el temblor que lo abrió a duras penas, consciente solo a medias de las miradas de extrañeza que le dirigían las dos mujeres.
También la tarjeta era sencilla. Blanca, de papel grueso, con el mensaje en negro escrito con letra elegante, la misma que en las cartas. Se quedó mirando fijamente aquellas líneas. Acto seguido, todo se volvió negro a su alrededor.
Era lo más hermoso que había visto nunca. Olía bien y llevaba la melena larga peinada hacia atrás con una cinta blanca. Brillaba tanto que casi tenía que entrecerrar los ojos. Dio un paso indeciso hacia ella, dudando de que le estuviera permitido participar de tanta belleza. Ella extendió los brazos en señal de que así era y él se arrojó en ellos con paso rápido. Lejos de lo negro, lejos de la maldad. En cambio, se veía ahora envuelto en lo blanco, en luz, en el aroma floral y la suavidad sedosa del cabello en la mejilla.
– ¿Ahora sí eres mi madre? -preguntó por fin dando un paso atrás, aunque a su pesar. Ella asintió-. ¿Seguro? -Él temía que alguien entrase de pronto y lo destrozara todo con un comentario brusco, que le desvelara que estaba soñando, que alguien tan maravilloso no podía ser la madre de alguien como él.
Pero no se oyó ninguna voz. Y ella volvió a asentir y él no pudo contenerse. Se arrojó en sus brazos y sintió que no quería dejarlo nunca, nunca jamás. En algún lugar recóndito de su cabeza se hallaban otras imágenes, otros aromas y sonidos que querían aflorar, pero se sumergían en el perfume floral y el rumor de su ropa. Intentó ahuyentarlos. Los obligó a esfumarse y los sustituyó por lo nuevo, lo fantástico. Lo increíble.
Alzó la vista hacia aquella nueva madre y el corazón se le aceleró de felicidad. Cuando le cogió la mano y se lo llevó de allí, él la siguió lleno de alegría.
– Tengo entendido que anoche la cosa terminó en un pequeño drama. ¿En qué estaría pensando Christian? Mira que emborracharse en un momento así… -Kenneth Bengtsson llegaba tarde a la oficina tras una mañana tremenda en casa. Dejó la chaqueta en el sofá pero, tras la mirada reprobatoria de Erik, la cogió y la colgó en el perchero de la entrada.
– Sí, desde luego, fue un final lamentable -respondió Erik-. Por otro lado, Louise parecía dispuesta a zambullirse en la niebla de la bebida, al menos eso me lo ahorré al largarme.
– Pero ¿tan grave es? -preguntó Kenneth observando a Erik. No era frecuente que Erik le confiase nada personal. Siempre había sido así. Cuando eran niños y jugaban juntos, y ahora que ya eran adultos. Erik trataba a Kenneth como si apenas lo tolerase, como si le estuviese haciendo un favor rebajándose a relacionarse con él. De no haber sido porque Kenneth tenía algo que ofrecerle a Erik, habrían perdido la amistad hace tiempo. Como así fue durante los años en que Erik estudiaba en la universidad y trabajaba en Gotemburgo. Kenneth se quedó en Fjällbacka y puso en marcha su modesta asesoría fiscal. Un negocio que había ido ganando popularidad con los años.
Porque Kenneth tenía talento. Era consciente de que no podía considerarse ni guapo ni atractivo, y tampoco se hacía ilusiones de que su nivel de inteligencia se hallase por encima de la media. Pero tenía una habilidad extraordinaria para trabajar con los números. Y era capaz de hacer malabares con las diversas cantidades de las cuentas de beneficios y los balances como un David Beckham de la contabilidad. Aquello, en combinación con su capacidad para poner al fisco de su parte, hacía que, de repente y por primera vez en su vida, fuese un ser de capital importancia para Erik. Y Kenneth se convirtió en la pareja imprescindible cuando Erik decidió aventurarse en el mundo de la construcción en la Costa Oeste, que tan lucrativo venía siendo últimamente. Claro que Erik le dejó bien claro cuál era su sitio, y Kenneth no poseía más que un tercio de la empresa, no la mitad que le correspondía en razón de sus aportaciones al negocio. Pero eso no era tan importante. Kenneth no aspiraba a hacerse rico ni a acumular poder. Estaba satisfecho haciendo aquello que tan bien se le daba y siendo el socio de Erik.
– Pues sí, la verdad es que no sé qué hacer con Louise -confesó Erik al tiempo que se levantaba de la silla-. Si no hubiera sido por las niñas… -Meneó la cabeza y cogió el abrigo.
Kenneth asintió comprensivo. En realidad, sabía a la perfección dónde le apretaba el zapato. Y no era por las niñas, precisamente. Lo que le impedía a Erik separarse de Louise era el hecho de que ella se quedaría con la mitad del dinero y las propiedades.
– Me largo a comer. Estaré fuera un buen rato. Almuerzo largo.
– Vale -dijo Kenneth-. Almuerzo largo, claro.
– ¿Está en casa? -Erica se encontraba en la escalinata de la casa de los Thydell.
Sanna pareció dudar unos segundos pero, finalmente, se hizo a un lado y la invitó a entrar.
– Está arriba, en el despacho. Sentado ante el ordenador mirando la pantalla.
– ¿Puedo subir?
Sanna asintió.
– No parece oír nada de lo que le digo. A ver si tú tienes más suerte.
Erica percibió cierta amargura en el tono y la observó detenidamente. Parecía cansada. Cansada y algo más que Erica no logró identificar.
– Veré lo que puedo hacer. -Erica subió como pudo la escalera, con una mano a modo de apoyo en la barriga. Hasta un esfuerzo nimio como aquel la dejaba exhausta últimamente.
– Hola. -Dio unos golpecitos en la puerta abierta y Christian se volvió. Estaba sentado en la silla, delante de la pantalla negra del ordenador-. Ayer nos diste un susto -dijo Erica sentándose en el sillón que había en un rincón.
– Es que estoy extenuado, eso es todo -explicó Christian. Pero tenía unas arrugas profundas alrededor de los ojos y le temblaban las manos ligeramente-. Y luego está lo de Magnus, que me tiene preocupado.