Patrik continuó.
– Aseguran que no han tenido ningún contacto con Christian desde que cumplió los dieciocho años. Entonces rompió toda relación con ellos y desapareció.
– ¿Creéis que han dicho la verdad? -preguntó Annika.
Patrik miró a Paula, que asintió.
– Sí -dijo-. A menos que se les dé bien mentir.
– ¿Y no conocían a ninguna mujer que hubiese representado algún papel en la vida de Christian? -dijo Gösta.
– No, o eso dijeron. Aunque ahí no estoy tan seguro de que dijeran la verdad.
– ¿No tenía hermanos?
– Pues no dijeron nada de eso, pero podrías investigarlo, Annika. Debería ser fácil averiguarlo. Te daré los nombres completos y los demás datos, podrías comprobarlo lo antes posible, ¿no?
– Puedo ir a mirarlo ahora mismo, si quieres -aseguró Annika-. No tardaré.
– De acuerdo, pues adelante. Toda la información que necesitas está en un post-it amarillo que hay pegado en la carpeta, encima de mi mesa.
– Pues ahora vuelvo -dijo Annika al tiempo que se levantaba.
– ¿No deberíamos mantener otra conversación con Kenneth? Ahora que Christian está muerto, quizá se decida a hablar -intervino Martin.
– Buena idea. En fin, veamos, esto es lo que tenemos que hacer: hablar con Kenneth e inspeccionar a fondo la casa de Christian. Tenemos que indagar hasta el último detalle sobre la vida de Christian antes de que llegara a Fjällbacka. Gösta y Martin, ¿os ocupáis vosotros de Kenneth? -Los dos policías asintieron y Patrik se volvió hacia Paula-. Entonces tú y yo nos vamos a casa de Christian. Si encontramos algo de interés, llamamos a los técnicos.
– Vale -respondió Paula.
– Mellberg, tú estarás en tu puesto para atender las preguntas de los medios de comunicación -prosiguió Patrik-. Y Annika investigará un poco más en el pasado de Christian. Ahora tenemos algo más de información con la que trabajar.
– Más de lo que crees -dijo Annika desde la puerta.
– ¿Has encontrado algo? -preguntó Patrik.
– Pues sí -dijo mirando tensa a sus colegas-. El matrimonio Lissander tuvo una hija dos años después de que acogieran a Christian. Tiene una hermana. Alice Lissander.
– ¿Louise? -La llamó desde la entrada. ¿Iba a tener la suerte de que Louise no estuviera en casa? En ese caso, se ahorraría la molestia de tener que buscar una excusa para que saliera de casa un rato, porque él tenía que hacer las maletas. Sentía como una fiebre, como si todo el cuerpo le gritase que tenía que irse de allí inmediatamente.
Ya lo tenía todo arreglado. En el aeropuerto de Landvetter tenía un billete reservado a su nombre para el día siguiente. No se había molestado en procurarse una identidad falsa. Era una gestión que exigía mucho tiempo y, la verdad, no sabía cómo llevarla a cabo. Pero no existía razón para creer que alguien fuese a impedirle salir del país. Y cuando llegase a su destino, sería demasiado tarde.
Erik vaciló un instante ante la puerta del cuarto de las niñas, en la primera planta. Le habría gustado entrar, echar un vistazo y despedirse. Pero no fue capaz. Resultaba más fácil ponerse la venda en los ojos y concentrarse en lo que tenía que hacer.
Colocó en la cama la maleta grande. La guardaban en el sótano y para cuando Louise descubriera que ya no estaba, él se encontraría muy lejos. Se iría aquella misma noche. Lo que Kenneth le había dicho lo dejó impresionado y no podía permanecer allí ni un minuto más. Le dejaría a Louise una nota diciéndole que había tenido que irse urgentemente de viaje de negocios, después cogería el coche hasta Landvetter y se alojaría en un hotel cercano al aeropuerto. Al día siguiente embarcaría en el avión, rumbo a latitudes más cálidas. Inalcanzable.
Erik fue llenando la maleta. No podía llevar demasiado. Si dejaba vacíos los cajones y los armarios, Louise lo descubriría en cuanto llegase a casa. Pero cogió todo lo que pudo. Ya compraría ropa nueva, el dinero no sería ningún problema.
Hacía la maleta en la más absoluta tensión, no quería que Louise lo sorprendiera. Si se presentaba de pronto, tendría que esconder la maleta debajo de la cama y fingir que la que hacía era la que usaba de equipaje de mano, la que guardaban en el dormitorio, la que siempre llevaba cuando iba de viaje de negocios.
Se detuvo un instante. Los recuerdos que se habían activado se negaban a caer de nuevo en el olvido. No es que se sintiera mal, todo el mundo cometía errores, errar era humano. Pero le fascinaba que hubiese gente tan obsesionada, hacía tanto tiempo de aquello…
Se llamó al orden. De nada servía pensar en todo aquello. Pasado mañana estaría a salvo.
Las ocas se le acercaron al verlo. A aquellas alturas, eran buenos amigos. Siempre se detenía allí, con una bolsa de pan duro en la mano. Allí estaban ahora, a su alrededor, ansiosas de que les diera lo que les llevaba.
Ragnar pensó en la conversación con los dos policías, en Christian. Y pensaba que debería haber hecho más. Era lo que él quería, lo que quiso entonces. Se había comportado toda la vida como un copiloto que, débilmente y en silencio, acompañaba sin actuar. El copiloto de ella. Así fue desde el principio. Ninguno de los dos habría podido romper con el modelo de conducta que habían creado.
Iréne solo se preocupaba de su belleza. Le gustaba vivir la vida, las fiestas, beber, los hombres que la admiraban. Él sabía todo eso. Que se hubiera escondido detrás de su insuficiencia no significaba que no estuviese al tanto de las aventuras que había tenido con otros hombres.
Y aquel pobre niño nunca tuvo una oportunidad. Nunca fue suficiente, nunca pudo darle lo que ella exigía. El chico creía seguramente que Iréne quería a Alice, pero se había equivocado, Iréne no era capaz de querer a nadie. Se miraba en la belleza de su hija. Habría querido decírselo al muchacho antes de que lo echaran como a un perro. Él nunca estuvo seguro de lo que había ocurrido, de cuál era la verdad. A diferencia de Iréne, que lo condenó y le administró el castigo sin pestañear.
La duda lo había corroído por dentro y aún lo atormentaba. Pero con los años fueron palideciendo los recuerdos. Continuaron viviendo su vida. Él, entre bastidores, e Iréne en la creencia de que seguía siendo guapa. Nadie le había dicho que ya no era así, de modo que aún vivía convencida de que podía volver a ser el centro de atención de cualquier fiesta. La más hermosa y atractiva.
Pero aquello tenía que terminar. Comprendió que había cometido un error en el preciso momento en que supo el motivo de la visita de los policías. Un error enorme y fatal. Y había llegado el momento de hacer las cosas bien.
Ragnar sacó la tarjeta del bolsillo, cogió el móvil y marcó el número.
– Pronto nos sabremos el camino de memoria -dijo Gösta mientras aceleraba dejando atrás Munkedal.
– Y que lo digas -respondió Martin. Miró extrañado a Gösta, que no había dicho una palabra desde que salieron de Tanumshede. Cierto que Gösta no era precisamente una cotorra en condiciones normales, pero tampoco solía estar así de callado-. ¿Te pasa algo? -preguntó al cabo de un rato, cuando no pudo soportar más aquella ausencia absoluta de conversación.
– ¿Qué? Ah, no, nada -farfulló Gösta.
Martin no insistió. Sabía que no podría obligar a Gösta a contar algo que él no quisiera contar. Y que ya lo sacaría a relucir llegado el momento.
– Vaya historia, ¿no? Para que luego digan, menudo comienzo en la vida -comentó Martin. Pensaba en su hija y en lo que le ocurriría si se viera en una situación así. Era verdad lo que decían de cuando por fin eres padre, uno se vuelve mil veces más sensible a lo que les ocurre a los niños con problemas.
– Sí, pobre criatura -dijo Gösta, ya algo más participativo.
– ¿No deberíamos esperar a hablar con Kenneth hasta que sepamos algo más de la tal Alice?
– Annika sigue investigando mientras estamos fuera. Para empezar, tendríamos que saber dónde está.