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– Pues no hay más que preguntar a los Lissander, ¿no? -opinó Martin.

– Ya, pero puesto que ni siquiera mencionaron su existencia cuando Patrik y Paula estuvieron allí, seguro que Patrik piensa que hay algo raro en todo esto. Y nunca está de más tener toda la información posible.

Martin sabía que Gösta tenía razón. Se sentía ridículo por haber preguntado.

– ¿Crees que podría ser ella?

– Ni idea. Es demasiado pronto para especular al respecto.

Guardaron silencio el resto del trayecto hasta el hospital. Aparcaron el coche y se fueron derechos a la sección en la que se encontraba Kenneth.

– Aquí estamos otra vez -dijo Gösta cuando entró en la habitación.

Kenneth no respondió y los miró de modo indiferente, como si le diera igual quién entraba o salía.

– ¿Qué tal van las heridas? ¿Están curando bien? -preguntó Gösta al tiempo que se sentaba en la misma silla de la vez anterior.

– Bueno, esas cosas no van tan rápido -contestó Kenneth moviendo un poco los brazos vendados-. Me dan analgésicos, así que no me entero.

– ¿Te has enterado de lo de Christian?

Kenneth asintió.

– Sí.

– No pareces muy afectado -dijo Gösta sin acritud.

– No todo puede apreciarse a simple vista.

Gösta lo observó extrañado un instante.

– ¿Cómo está Sanna? -preguntó Kenneth y, por primera vez, le resplandeció en la mirada algo parecido a un destello. De compasión. Sabía lo que era perder a un ser querido.

– No demasiado bien -respondió Gösta meneando la cabeza-. Estuvimos allí esta mañana. Además, pobres niños.

– Sí, pobres -dijo Kenneth a punto de echarse a llorar.

Martin empezaba a sentirse un tanto superfluo. Aún estaba de pie, y cogió una silla que había al otro lado de la cama de Kenneth, enfrente de Gösta. Miró a su colega de más edad, que lo animó con un gesto a que empezara a preguntar.

– Creemos que todo lo que ha ocurrido últimamente guarda relación con Christian y hemos estado investigando su pasado. Entre otras cosas, hemos averiguado que, de joven, tenía otro apellido, Christian Lissander. Y que tiene una hermanastra, Alice Lissander. ¿Habías oído hablar de ella?

Kenneth tardó unos instantes en contestar.

– No, no me suena de nada el nombre.

Gösta le clavó la mirada con expresión de querer leerle el pensamiento y comprobar si decía la verdad.

– Te lo dije la vez anterior y te lo repito ahora: si sabes algo que no nos has contado, estás poniendo en peligro no solo tu vida, sino también la de Erik. Ahora que también ha muerto Christian, comprenderás la gravedad del asunto, ¿no?

– No sé nada -insistió Kenneth con total serenidad.

– Si estás ocultándonos algo, acabaremos averiguándolo tarde o temprano.

– Estoy convencido de que haréis un buen trabajo -dijo Kenneth. Se lo veía menudo y frágil en la cama, con los brazos extendidos sobre la manta azul del hospital.

Gösta y Martin se miraron. Los dos eran conscientes de que no le sacarían nada, pero ninguno confiaba en que Kenneth les hubiese dicho la verdad.

Erica cerró el libro. Llevaba varias horas leyendo, interrumpida tan solo por Maja, que iba a pedirle algo de vez en cuando. En ocasiones como aquella, se alegraba muchísimo de que su hija fuese capaz de jugar sola.

La novela le pareció mejor aún esta segunda vez. Era sensacional. No se trataba de un libro que levantase el ánimo, precisamente, más bien llenaba la cabeza de sombrías reflexiones. Sin embargo, no era una historia desagradable, trataba de asuntos sobre los que uno debía reflexionar y ante los que tenía que adoptar una postura para definirse como persona.

A su entender, el libro de Christian trataba de la culpa, de cómo puede devorar a un ser humano por dentro. Por primera vez, se preguntó qué habría querido contar Christian en realidad, qué pretendía comunicar con su historia.

Dejó el libro en el regazo con la sensación de que se le estuviera escapando algo que tenía delante de las narices. Algo que era demasiado absurdo y obvio como para verlo. Abrió la solapa posterior del libro. La fotografía de Christian en blanco y negro, la pose clásica del escritor tras las gafas de montura de acero. Christian era elegante de un modo un tanto inaccesible. Le empañaba los ojos una especie de soledad que hacía que uno lo sintiera siempre algo ausente. Nunca estaba con nadie, ni siquiera cuando se hallaba en compañía de otra persona. Vivía como en una burbuja. Paradójicamente, esa actitud ejercía una gran atracción sobre los demás. La gente siempre codiciaba aquello que no podía poseer. Y exactamente eso era lo que ocurría con Christian.

Erica se levantó del sillón. Sentía cierto remordimiento por haberse dejado absorber de aquel modo por la lectura y no haberle prestado atención a su hija. Con gran esfuerzo, logró sentarse en el suelo al lado de la pequeña, que se mostró encantada de que su madre fuese a jugar con ella.

Pero en la cabeza de Erica seguía vivo el recuerdo de La sombra de la sirena, que quería transmitir un mensaje. Christian quería transmitir un mensaje, Erica estaba segura de ello. Y le encantaría saber cuál era.

Patrik no podía evitar sacar el teléfono del bolsillo y mirar la pantalla.

– Déjalo ya -dijo Paula riendo-. Annika no llamará antes solo porque tú te dediques a mirar el teléfono. Lo oirás, estoy segura.

– Sí, ya lo sé -respondió Patrik sonriendo avergonzado-. Es que tengo la sensación de que estamos tan cerca. -Continuó abriendo cajones y armarios en casa de Christian y Sanna. Les habían dado la orden de registro sobre la marcha y sin problemas. El único inconveniente era que no sabía qué buscaban exactamente.

– No creo que tardemos mucho en localizar a Alice Lissander -lo consoló Paula-. Annika llamará en cualquier momento y nos dará la dirección.

– Sí, ya -dijo Patrik mirando en el fregadero, donde no halló indicios de que Christian hubiese recibido visita el día anterior. Y tampoco habían encontrado nada que indicase que se lo hubiesen llevado en contra de su voluntad o que hubiesen entrado por la fuerza-. Pero ¿por qué no nos dijeron que tenían una hija?

– Pronto lo averiguaremos. Aunque creo que será mejor que hagamos nuestras propias averiguaciones sobre Alice antes de volver a hablar con ellos.

– Sí, estoy de acuerdo, pero me temo que habrá un montón de preguntas a las que tendrán que responder.

Subieron al piso superior. También allí estaba todo como lo dejaron el día anterior. Salvo en la habitación de los niños, donde, en lugar del texto escrito en la pared con letras rojas como sangre, se veían ahora unos rectángulos de color negro.

Se quedaron los dos en el umbral.

– Seguramente, Christian pintó encima ayer -dijo Paula.

– Sí, y lo comprendo. Yo habría hecho lo mismo.

– Dime, ¿qué crees tú? -Paula entró en el dormitorio contiguo y paseó la mirada por la habitación antes de empezar a examinarla con detalle.

– ¿De qué? -Patrik se unió a la búsqueda, se acercó al armario y abrió la puerta.

– ¿Crees que se suicidó o que lo han asesinado?

– Ya lo dije en la reunión, aunque no descarto ninguna posibilidad. Christian era una persona compleja. Las pocas veces que hablamos con él, tuve la sensación de que por la cabeza le pasaban cosas que no comprendíamos. Pero, de todos modos, no parece haber dejado ninguna carta de despedida.

– Los suicidas no siempre dejan una carta, lo sabes tan bien como yo. -Paula abría los cajones con cuidado y tanteando la ropa con la mano.

– No, ya lo sé, pero si hubiéramos encontrado una carta, no tendríamos que plantearnos la duda. -Enderezó la espalda y se detuvo a recobrar el aliento. El corazón volvía a latirle acelerado y se secó el sudor de la frente.

– Aquí no parece haber nada digno de examen -dijo Paula cerrando el último cajón del escritorio-. ¿Nos vamos?