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Patrik dudaba. Se resistía a darse por vencido, pero Paula tenía razón.

– Sí, volveremos a la comisaría, a ver si Annika descubre algo. Puede que Gösta y Martin hayan tenido más suerte con Kenneth.

– Sí, claro, la esperanza es lo último que se pierde -señaló Paula con tono escéptico.

Estaban a punto de salir cuando sonó el teléfono de Patrik. Lo cogió nervioso. Qué decepción. No era el número de la comisaría, sino uno desconocido.

– Aquí Patrik Hedström, de la Policía de Tanum -contestó con la esperanza de acabar cuanto antes con la conversación, para que la línea no estuviese ocupada si llamaba Annika. Al oír la voz, se puso tenso.

– Hola, Ragnar. -Le hizo un gesto a Paula, que se detuvo a medio camino en dirección al coche.

– ¿Sí? Ajá. Pues sí, bueno, también nosotros hemos averiguado algún dato por nuestra cuenta… Claro, lo tratamos cuando nos veamos. Podemos ir ahora mismo. ¿Nos vemos en su casa? ¿No? Bueno, de acuerdo, sí, conocemos el sitio. Entonces, nos vemos allí. Desde luego, salimos ahora mismo. Hasta dentro de cuarenta y cinco minutos, más o menos.

Concluyó la conversación y miró a Paula.

– Era Ragnar Lissander. Dice que tiene algo que contarnos. Y algo que mostrarnos.

Fue dándole vueltas al apellido todo el trayecto hacia Uddevalla. Lissander. ¿Por qué tenía que ser tan difícil recordar dónde lo había oído antes? También le venía a la mente Ernst Lundgren, su antiguo colega. Aquel apellido guardaba algún tipo de relación con él. En la salida de Fjällbacka, tomó una decisión. Giró el volante a la derecha y accedió a la autovía.

– ¿Qué haces? -preguntó Martin-. Creía que iríamos derechos a la comisaría.

– Antes vamos a hacer una visita.

– ¿Una visita? ¿A quién, si puede saberse?

– Ernst Lundgren. -Gösta cambió de marcha y giró a la izquierda.

– ¿Y qué vamos a hacer en su casa?

Gösta le refirió a Martin sus cavilaciones de las últimas horas.

– ¿Y no tienes idea de en relación con qué has oído el nombre?

– De ser así, ya lo habría dicho -le espetó Gösta, sospechando que Martin pensaba que se había vuelto olvidadizo con la edad.

– Tranquilo, hombre, tranquilo -dijo Martin-. Vamos a casa de Ernst y le preguntamos si puede ayudarnos a recordar. No estaría mal que pudiese contribuir con algo positivo, para variar.

– Sí, desde luego, eso sería una novedad. -Gösta no pudo por menos de esbozar una sonrisa. Al igual que el resto de los compañeros de la comisaría, tampoco él tenía muy buen concepto de la competencia profesional y de la personalidad de Ernst. Sin embargo, no podía detestarlo con el mismo encono que, salvo Mellberg, mostraban todos los demás. Habían sido muchos años trabajando juntos, y uno se acostumbra a casi todo. Asimismo, tampoco podía olvidar que habían compartido muchos buenos momentos y que habían reído juntos muchas veces a lo largo de los años. Ahora bien, Ernst metía la pata hasta el fondo constantemente. Y de forma escandalosa en la última investigación en la que trabajó antes de que lo despidieran. Aun así, quizá pudiera echarles una mano en este caso.

– Pues parece que está en casa -observó Martin cuando se detuvieron delante del edificio.

– Sí -respondió Gösta, que aparcó al lado del coche de Ernst.

El expolicía abrió la puerta antes de que llamaran al timbre. Debió de verlos por la ventana de la cocina.

– Hombre, una visita de las importantes -dijo antes de invitarlos a entrar.

Martin miró a su alrededor. A diferencia de Gösta, nunca había estado en casa de Ernst, pero no podía decirse que lo hubiese impresionado. Cierto que él mismo nunca había sido un modelo de orden mientras estuvo soltero, pero jamás tuvo la casa como aquella, ni de lejos. Platos sucios apilados en el fregadero, ropa por todas partes y, en la cocina, una mesa que parecía no haber visto nunca una bayeta.

– No tengo mucho que ofrecer -señaló Ernst-. Aunque siempre puedo serviros un trago. -Alargó el brazo en busca de una botella de aguardiente que había en la encimera.

– Tengo que conducir -respondió Gösta.

– ¿Y tú? Te vendrá bien algo que te anime -ofreció Ernst sosteniendo la botella delante de Martin, que rechazó la oferta.

– Bueno, pues nada, vosotros os lo perdéis, par de abstemios. -Se sirvió un trago y lo apuró de golpe-. Estupendo. Y bien, ¿a qué habéis venido? -Se sentó en una silla de la cocina y sus antiguos colegas siguieron su ejemplo.

– Hay algo a lo que no paro de dar vueltas, y creo que tú puedes ayudarme -dijo Gösta.

– Vaya, ahora sí os viene bien.

– Se trata de un apellido. Me resulta familiar y lo recuerdo relacionado contigo.

– Claro, tú y yo trabajamos juntos un montón de años -recordó Ernst en un tono casi lastimero. Seguramente, no habría sido aquel el primer trago del día.

– Sí, muchos -afirmó Gösta asintiendo con la cabeza-. Y ahora necesito que me eches una mano. ¿Te vas a portar o no?

Ernst reflexionó un instante. Luego dejó escapar un suspiro y agitó en el aire el vaso vacío.

– Vale, dispara.

– ¿Me das tu palabra de honor de que lo que te diga no saldrá de aquí? -Gösta preguntó clavando la vista en Ernst, que asintió renegando.

– Que sí, hombre. Pregunta de una vez.

– Bien, tenemos entre manos la investigación del asesinato de Magnus Kjellner, del que habrás oído hablar. E indagando en la vida de los implicados, nos hemos encontrado con el apellido Lissander. No sé por qué, pero me resulta muy familiar. Y, por alguna razón, lo relaciono contigo. ¿A ti te suena?

Ernst se balanceó ligeramente en la silla. Reinaba un silencio absoluto mientras él se esforzaba por recordar y tanto Martin como Gösta lo miraban expectantes.

Hasta que se le iluminó la cara con una sonrisa.

– Lissander. Claro que lo recuerdo. ¡Me cago en la mar!

Habían quedado en el único lugar de Trollhättan que Patrik y Paula conocían. El McDonald’s, junto al puente, donde habían estado hacía tan solo unas horas.

Ragnar Lissander los esperaba dentro y Paula se sentó a su lado mientras que Patrik iba a pedir unos cafés. Ragnar parecía aún más invisible que en su casa. Un hombre menudo y calvo con un abrigo beis. Vieron que le temblaba la mano cuando cogió la taza y que le costaba mirarlos a la cara.

– Quería hablar con nosotros -comenzó Patrik.

– Es que… no les dijimos todo, todo lo que sabemos.

Patrik guardaba silencio. Tenía curiosidad por saber cómo explicaría aquel hombre el hecho de que hubiesen omitido el detalle de que tenían una hija.

– No siempre ha sido todo tan fácil, ¿saben? Tuvimos una hija. Alice. Christian tenía unos cinco años, y le resultó muy difícil encajarlo. Yo debería… -Se le ahogó la voz y tomó un poco de café antes de continuar-. Creo que le quedó un trauma para toda la vida a raíz de lo que sufrió. No sé cuánto habrán averiguado, pero Christian pasó más de una semana solo con su madre muerta. La mujer tenía problemas psíquicos y no siempre podía ocuparse de él, ni de sí misma, por cierto. Al final, murió en el apartamento y Christian no pudo comunicárselo a nadie. Creía que su madre estaba dormida.

– Sí, lo sabemos. Hemos estado hablando con los servicios sociales de Trollhättan y disponemos de toda la documentación relativa al caso. -Patrik se dio cuenta de lo formal que había sonado al referirse a aquella tragedia como «el caso», pero era el único modo de que no le afectase.

– ¿Murió de sobredosis? -preguntó Paula. Aún no habían tenido tiempo de revisar todos los informes con detalle.

– No, no se drogaba. A veces, cuando entraba en uno de sus períodos más duros, bebía demasiado. Y, por supuesto, se medicaba. Fue el corazón, que dejó de latirle.