– ¿Por qué? -preguntó Patrik, sin comprender del todo.
– No se cuidaba, y la mezcla de alcohol y fármacos fue fatal. Además, estaba muy obesa. Pesaba más de ciento cincuenta kilos.
Algo se estremeció en el subconsciente de Patrik. Había algo que no encajaba, pero ya cavilaría sobre ello más tarde.
– Y después, ustedes se hicieron cargo de Christian, ¿no? -preguntó Paula.
– Sí, luego nos hicimos cargo de él. Fue idea de Iréne que adoptáramos un niño, porque no parecía que pudiéramos tenerlos nosotros.
– Pero, al final, no llegaron a adoptarlo, ¿verdad? -intervino Patrik.
– Habríamos terminado adoptándolo si Iréne no se hubiese quedado embarazada poco después.
– Es muy frecuente, al parecer -observó Paula.
– Ya, eso mismo dijo el médico. Y cuando nació nuestra hija, Iréne se comportaba como si Christian ya no le interesara lo más mínimo. -Ragnar Lissander miró por la ventana, con la mano convulsamente aferrada a la taza de café-. Quizá habría sido mejor para él que hubiéramos hecho lo que ella quería.
– ¿Y qué quería ella? -preguntó Patrik.
– Devolver al chico. Según decía, ya no le parecía necesario que nos lo quedáramos, puesto que había tenido una hija biológica. -El hombre sonrió con amargura-. Ya sé que suena horrible. Iréne tiene sus cosas y a veces pueden salir mal, pero su intención no siempre es tan mala como puede parecer.
¿Que pueden salir mal? Patrik por poco se ahoga. Estaban hablando de una mujer que pretendía devolver a un niño que había aceptado en acogida cuando le nació una hija, y aquel tipo se dedicaba a disculpar su conducta.
– Pero al final no lo devolvieron a los servicios sociales, ¿no? -dijo Patrik fríamente.
– No. Fue una de las pocas ocasiones en que me opuse. Ella no quería escucharme al principio, pero cuando le dije que quedaría fatal, aceptó que se quedara. Aunque yo no debería… -De nuevo se le quebró la voz. Era evidente que le resultaba muy duro hablar de aquello.
– ¿Y qué relación tuvieron Christian y Alice de niños? -preguntó Paula. Pero Ragnar no la oyó, como si sus pensamientos lo hubiesen llevado muy lejos. Al cabo de un rato, dijo en voz muy baja:
– Yo debería haberla cuidado mejor. Pobre niño, no comprendía nada.
– ¿Qué era lo que no comprendía? -dijo Patrik inclinándose hacia él.
Ragnar dio un respingo y salió del ensimismamiento. Miró a Patrik.
– ¿Quieren ver a Alice? Tienen que conocerla para comprender…
– Sí, nos gustaría mucho conocerla -afirmó Patrik sin poder ocultar la expectación-. ¿Cuándo podría ser? ¿Dónde se encuentra?
– Pues vamos ahora mismo -dijo Ragnar poniéndose de pie.
Patrik y Paula intercambiaron una mirada mientras se dirigían al coche. ¿Sería Alice la mujer que estaban buscando? ¿Podrían poner fin a aquella pesadilla?
Estaba sentada de espaldas a ellos cuando llegaron. El pelo le llegaba por la cintura, moreno y bien cepillado.
– Hola, Alice. Papá ha venido a verte. -La voz de Ragnar resonó en la habitación de decoración espartana. Parecían haberse esforzado medianamente por que resultara agradable, pero no lo habían conseguido. Una planta mustia en la ventana, un póster de la película El gran azul, una cama estrecha con una colcha desgastada. Por lo demás, un pequeño escritorio con una silla. Y allí estaba ella sentada. Movía las manos, pero Patrik no pudo ver en qué las tenía ocupadas. No había reaccionado al oír la voz de su padre.
– Alice -la llamó Ragnar de nuevo, y esta vez, ella se volvió despacio.
Patrik dio un respingo. La mujer que tenía delante era de una belleza increíble. Calculó que rondaría los treinta y cinco, pero aparentaba diez años menos. Tenía la cara ovalada y muy tersa, casi como la de una niña. Unos ojos azules enormes y las cejas densas y oscuras. Se dio cuenta de que se había quedado embobado mirándola.
– Es guapa nuestra Alice -dijo Ragnar acercándose a la mujer. Le puso la mano en el hombro y ella apoyó la cabeza en la cintura de su padre. Como los cachorros se acurrucan junto a su dueño. Tenía las manos lánguidas en el regazo.
– Tenemos visita. Patrik y Paula. -Dudó un instante-. Son amigos de Christian.
Al oír el nombre del hermano se le iluminaron los ojos, y Ragnar le acarició el pelo con dulzura.
– Pues ya lo saben. Ya conocen a Alice.
– ¿Cuánto tiempo…? -Patrik no podía dejar de mirarla. Desde un punto de vista objetivo, guardaba un parecido increíble con su madre. Aun así, era totalmente distinta. De toda aquella maldad que se leía grabada en la cara de la madre no había ni rastro en aquella… criatura mágica. Comprendió que era una descripción ridícula, pero no se le ocurría otra.
– Mucho tiempo. No vive con nosotros desde el verano que cumplió trece años. Esta es la cuarta residencia. No me gustaban las anteriores, pero aquí está muy bien. -Se inclinó y la besó en la coronilla. No advirtieron ninguna reacción en la expresión de la cara, pero se apretó un poco más contra su padre.
– ¿Qué…? -Paula no sabía cómo formular la pregunta.
– ¿Qué le pasa? -dijo Ragnar-. Si quiere que le diga mi parecer, no le pasa nada. Para mí es perfecta. Pero comprendo lo que quiere decir. Y se lo explicaré.
Se acuclilló delante de Alice y le habló dulcemente. Allí, con su hija, ya no era invisible. Se lo veía más erguido y tenía la mirada firme. Era alguien. Era el padre de Alice.
– Cariño, hoy no puedo quedarme mucho rato. Solo quería que conocieras a los amigos de Christian.
Alice lo miró. Luego se volvió y cogió algo que tenía encima de la mesa. Un dibujo. Se lo entregó a su padre con gesto apremiante.
– ¿Es para mí?
Ella meneó la cabeza y Ragnar pareció un tanto abatido.
– ¿Es para Christian? -dijo en voz baja.
Alice asintió y se lo puso delante otra vez.
– Se lo mandaré, te lo prometo.
El atisbo de una sonrisa. Después, se acomodó de nuevo en la silla y empezó a mover las manos otra vez. Iba a comenzar otro dibujo.
Patrik echó un vistazo al papel que Ragnar Lissander tenía en la mano. Reconocía aquel modo de dibujar.
– Ha cumplido su promesa. Le ha enviado los dibujos a Christian -dijo cuando hubieron salido de la habitación de Alice.
– No todos. Dibuja tantos… Pero los mando a veces, para que él sepa que Alice piensa en él. A pesar de todo.
– ¿Cómo sabía adónde enviar los dibujos? Por lo que dijeron, interrumpió todo contacto con ustedes cuando tenía dieciocho años, ¿no? -observó Paula.
– Sí, y así fue. Pero Alice deseaba tanto que Christian recibiera sus dibujos, que averigüé dónde se encontraba. Yo también tenía curiosidad, claro. En primer lugar, intenté buscarlo por nuestro apellido, pero no di con él. Luego traté de localizarlo por el apellido de su madre, y encontré una dirección de Gotemburgo. Le perdí la pista un tiempo, se mudó y me devolvían las cartas, pero luego volví a localizarlo. En la calle Rosenhillsgatan. Aunque no sabía que se había mudado a Fjällbacka, pensaba que seguía en la última dirección, porque de allí nunca me devolvieron las cartas.
Ragnar se despidió de Alice y, por el pasillo de la residencia, Patrik le habló del hombre que había guardado las cartas para Christian. Se sentaron en una gran sala que hacía las veces de comedor y cafetería. Era una estancia impersonal, con grandes palmeras que, como la planta de la habitación de Alice, sufrían la falta de agua y cuidados. Todas las mesas estaban vacías.
– Lloraba mucho -explicó Ragnar pasando la mano por el mantel de color claro-. Seguramente por el cólico del lactante. Iréne empezó a perder el interés por Christian ya durante el embarazo, así que cuando Alice nació y empezó a exigirle tanto tiempo, no quedó ninguno para él. Y el pobre ya venía tan falto de atención…
– ¿Y usted? -preguntó Patrik y, por la expresión de Ragnar, comprendió que había puesto el dedo en una llaga muy dolorosa.