– ¿Yo? -Ragnar se señaló con la mano-. Yo cerraba los ojos, no quería ver. Iréne siempre ha llevado la voz cantante. Y yo se lo permití. Así era todo más sencillo.
– ¿Quiere decir que Christian no quería a su hermana? -preguntó Patrik.
– Solía quedarse mirándola cuando la teníamos en la cuna. Y yo veía que se le ensombrecía la mirada, pero jamás pensé… Solo fui a abrir cuando llamaron a la puerta. -Ragnar parecía ausente y se quedó con la vista clavada en un punto lejano-. Solo me ausenté unos minutos.
Paula abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla. Debía permitir que terminara a su ritmo. Se notaba lo mucho que estaba esforzándose por formular aquellas palabras. Tenía el cuerpo tenso y los hombros como encogidos.
– Iréne se había echado a descansar un rato y, para variar, me dejó a cargo de Alice. Por lo general, nunca la dejaba sola. Era tan bonita, aunque llorase sin parar… Era como si a Iréne le hubieran regalado una muñeca nueva con la que jugar. Una muñeca que no quería prestarle a nadie.
Unos minutos de un nuevo silencio, Patrik tuvo que contenerse para no apremiar a Ragnar.
– Solo me ausenté unos minutos… -repitió. Era como si se atascara. Como si fuera imposible concretar el resto con palabras.
– ¿Dónde estaba Christian? -preguntó Patrik con tono sereno, para animarlo.
– En el cuarto de baño. Con Alice. Se me ocurrió que podía bañarla. Teníamos una sillita en la que tumbar al bebé dentro de la bañera, de modo que uno tenía las manos libres para lavarlo. Acababa de ponerla en la bañera, que había llenado de agua, y allí estaba Alice.
Paula asintió. Ella tenía un invento parecido para lavar a Leo.
– Pero cuando volví al cuarto de baño… Alice… estaba tan quieta… Tenía la cabeza sumergida en el agua. Y los ojos… abiertos de par en par.
Ragnar se mecía ligeramente en la silla y parecía obligarse a continuar, a enfrentarse a los recuerdos y a las imágenes.
– Christian estaba allí, apoyado en la bañera, mirándola. -Ragnar fijó la vista en Paula y en Patrik, como si acabase de regresar al presente-. Estaba tan tranquilo, sonriendo.
– Pero usted la salvó, ¿no es eso? -Patrik tenía la carne de gallina.
– Sí, la salvé. Conseguí que empezara a respirar de nuevo. Y vi… -se aclaró la garganta-. Vi la decepción en la mirada de Christian.
– ¿Se lo contó a Iréne?
– No, nunca se lo habría contado… ¡No!
– Christian intentó ahogar a su hermana pequeña, ¿y usted no le dijo nada a su mujer? -Paula lo miraba incrédula.
– Tenía la sensación de que le debía algo al chico, después de todo lo que había sufrido. Si se lo hubiese contado a Iréne, lo habría devuelto en el acto. Y Christian no lo habría superado. Además, el daño ya estaba hecho -aseguró en tono suplicante-. Entonces ignoraba la gravedad de las consecuencias. Pero, con independencia de ello, yo no podía hacer nada para cambiarlas. Echar a Christian de casa no habría resuelto nada.
– De modo que hizo como si nada hubiera ocurrido, ¿no es eso? -preguntó Patrik.
Ragnar suspiró y se hundió más aún en la silla.
– Sí, eso hice. Pero nunca más lo dejé solo con Alice. Nunca.
– ¿Volvió a intentarlo? -preguntó Paula, que se había quedado pálida.
– No, la verdad, creo que no. Alice dejó de llorar tanto, pasaba los días tranquilamente y no exigía tanta atención.
– ¿Cuándo se dieron cuenta de que algo no iba bien? -preguntó Patrik.
– Fue poco a poco. No aprendía al mismo ritmo que otros niños. Cuando por fin convencí a Iréne de que había que llevarla al médico… pues eso, entonces constataron que sufría algún tipo de lesión cerebral y que, intelectualmente, sería una niña el resto de su vida.
– ¿Iréne no llegó a sospechar? -dijo Paula.
– No. El médico dijo incluso que, seguramente, Alice sufrió la lesión después del parto, aunque no hubiese empezado a notarse hasta que no empezó a crecer.
– ¿Y cómo evolucionó la cosa cuando fueron creciendo?
– ¿De cuánto tiempo disponen? -preguntó Ragnar con una sonrisa, aunque triste-. Iréne solo se preocupaba de Alice. Era la niña más bonita que yo había visto en mi vida, y no lo digo solo porque sea mi hija. Ya la han visto.
Patrik recordó aquellos ojos azules enormes. Desde luego, Ragnar tenía razón.
– Iréne siempre ha sentido debilidad por todo lo que es hermoso. Ella también era hermosa de joven y creo que veía en Alice la confirmación de ello. Dedicaba toda su atención a nuestra hija.
– ¿Y Christian? -preguntó Patrik.
– ¿Christian? Era como si no existiera.
– Pues debió de ser terrible para él -observó Paula.
– Sí -confirmó Ragnar-. Pero él hizo su pequeña revolución. Le gustaba mucho comer y engordaba fácilmente, tendencias que, seguramente, había heredado de su madre. Cuando se dio cuenta de que aquella afición por la comida irritaba a Iréne, empezó a comer más aún y se puso cada vez más gordo, solo para molestarla. Y lo conseguía. Entre ellos había siempre una lucha permanente por la comida, una lucha de la que Christian salió vencedor.
– ¿Quieres decir que Christian estaba rellenito de niño? -preguntó Patrik, intentando recrear la imagen del Christian adulto y delgado que él había conocido, como un chico rechoncho, pero le fue imposible.
– No estaba rellenito, estaba obeso. Escandalosamente obeso.
– ¿Cuál era la relación de Alice con Christian? -preguntó Paula.
Ragnar sonrió y, en esta ocasión, fue una sonrisa de verdad.
– Alice quería a Christian. Lo adoraba. Siempre iba pisándole los talones como un cachorrillo.
– ¿Y cómo reaccionaba Christian? -preguntó Patrik.
Ragnar reflexionó un instante.
– No creo que le molestara, simplemente, no le hacía mucho caso. A veces parecía sorprendido de que lo quisiera tanto. Como si no comprendiera por qué.
– Y puede que así fuera -dijo Paula-. ¿Qué ocurrió después? ¿Cómo reaccionó Alice cuando Christian se marchó?
El semblante de Ragnar se ensombreció.
– La verdad, todo ocurrió al mismo tiempo. Christian se mudó y nosotros no podíamos darle a Alice los cuidados que necesitaba.
– ¿Por qué no? ¿Por qué no podía seguir viviendo en casa?
– Había crecido tanto, necesitaba más ayuda de la que nosotros podíamos ofrecerle.
El estado de ánimo de Ragnar Lissander había cambiado, aunque Patrik no sabía decir cómo.
– ¿Nunca aprendió a hablar? -continuó preguntando, puesto que Alice no había pronunciado una sola palabra mientras estuvieron allí.
– Sabe hablar, pero no quiere -explicó Ragnar con expresión hermética.
– ¿Existe alguna razón para que esté resentida con Christian? ¿Sería capaz de hacerle daño? ¿A él o a la gente de su entorno? -Patrik se la imaginó de nuevo, aquella muchacha de larga melena oscura. Y las manos, que se movían sobre el folio en blanco creando dibujos propios de un niño de cinco años.
– No, Alice nunca ha matado una mosca -aseguró Ragnar-. Por eso les he traído aquí, para que la conocieran. Jamás le haría daño a nadie. Y Alice quiere… quería a Christian.
Ragnar sacó el dibujo que le había dado Alice y lo puso encima de la mesa. Un sol enorme arriba, una parcela de césped verde con flores en la parte inferior. Dos monigotes, uno grande y otro pequeño que sonreían cogidos de la mano.
– Ella quería a Christian -repitió Ragnar.
– Pero ¿tú crees que se acuerda de él? Hace muchísimos años que no se ven -observó Paula.
Ragnar no respondió, simplemente, señaló el dibujo. Dos monigotes. Alice y Christian.
– Si no me creen, pregunten al personal de la residencia. Alice no es la mujer que buscan. Ignoro quién querría hacerle daño a Christian. Desapareció de nuestras vidas a la edad de dieciocho años. Desde entonces han podido ocurrir muchas cosas, pero Alice lo quería. Y aún lo quiere.