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Le resultaba extrañamente triste despedirse. Claro que era difícil decirles adiós a las niñas, darles un abrazo y fingir que volvería al cabo de unos días. Pero le sorprendió comprobar que también le costaba despedirse de la casa y de Louise, que estaba en el recibidor, observándolo con mirada insondable.

En un primer momento había pensado largarse dejando una nota. Pero luego sintió la necesidad de despedirse como es debido. Por si acaso, había metido ya la maleta grande en el coche, de modo que para Louise aquel no era sino otro más de los muchos viajes breves de negocios.

A pesar de aquella dificultad inesperada para despedirse, sabía que pronto se encontraría de perlas en su nueva existencia. No había más que mirar a Posener, que llevaba ya muchos años desaparecido sin que pudiera decirse que estuviera sufriendo demasiado tras abandonar a su hijo. Además, las niñas se estaban haciendo mayores y ya no lo necesitaban.

– ¿Y cuál es el motivo del viaje? -preguntó Louise.

Algo en el tono de voz de su mujer lo puso en guardia. ¿Se habría enterado? Erik desechó la idea. Aunque sospechara, no tenía posibilidad de hacer nada.

– Una reunión con un nuevo proveedor -dijo tanteando las llaves del coche que llevaba en el bolsillo. La verdad, se había portado bien, porque se llevaba el coche pequeño y dejarle a ella el Mercedes… Y con el dinero que había en la cuenta, tendrían suficiente para vivir un año entero ella y las niñas, gastos de la casa incluidos. Así, Louise tendría tiempo de sobra para solucionar su situación.

Erik se irguió. Verdaderamente, no tenía ningún motivo para sentirse como un cerdo. Si alguien salía perjudicado con su escapada, no era su problema. Era su vida la que estaba en peligro y no podía quedarse allí a esperar que lo ocurrido antaño le pasara factura.

– Estaré de vuelta mañana -dijo brevemente con un gesto de asentimiento. Hacía mucho que no le daba un abrazo o un beso de despedida.

– Vuelve cuando quieras -contestó encogiéndose de hombros.

Una vez más, pensó que a su mujer le pasaba algo extraño, pero seguramente, se dijo, serían figuraciones suyas. Y pasado mañana, cuando ella esperase su regreso, él ya estaría a salvo.

– Adiós -se despidió dándole la espalda.

– Adiós -respondió Louise.

Cuando se metió en el coche y se alejó de allí, echó una última ojeada por el retrovisor. Luego puso la radio y empezó a tararear. Estaba en camino.

Erica miró horrorizada a Patrik cuando lo vio entrar por la puerta. Maja dormía desde hacía un rato y ella estaba tomándose un té en el sofá.

– Un día duro, ¿eh? -dijo discretamente antes de abrazarlo.

Patrik enterró la cara en el cuello de su mujer y se quedó inmóvil un momento.

– Necesito una copa de vino.

Se alejó y Erica volvió al sofá. Oyó el tintineo de una copa y el ruido al descorchar la botella. Pensó en lo mucho que le apetecía una copa de vino, pero tuvo que conformarse con el té. Era uno de los grandes inconvenientes de estar embarazada y, después, de dar el pecho, no poder tomarse un buen tinto de vez en cuando. Pero a veces tomaba un traguito de la copa de Patrik, y con eso se contentaba.

– Qué maravilla estar en casa -afirmó Patrik sentándose a su lado con un suspiro. Le rodeó los hombros con el brazo y puso los pies en la mesa.

– Es una maravilla que estés en casa -observó Erica acurrucándose más pegada a él. Guardaron silencio unos minutos. Patrik tomó un poco de vino.

– Christian tiene una hermana.

Erica dio un respingo.

– ¿Una hermana? Jamás mencionó una palabra. Siempre decía que no tenía familia.

– Pues no era del todo cierto. Seguramente me arrepentiré de habértelo contado, pero es tal el cansancio que tengo… Todo lo que he oído y averiguado hoy me da vueltas en la cabeza y tengo que hablar con alguien. Pero debe quedar entre nosotros, ¿de acuerdo? -La miró con expresión severa.

– Te lo prometo. Venga, cuéntame.

Y Patrik le refirió todo lo que habían descubierto. Estaban en la penumbra de la sala de estar, a la sola luz del resplandor de la tele. Erica callaba y escuchaba y se quedó de piedra cuando Patrik le contó cómo sufrió Alice la lesión cerebral y cómo Christian había vivido con aquel secreto todos aquellos años, bajo la protección de Ragnar, pero también bajo su vigilancia. Cuando hubo terminado de hablar de Alice, de la frialdad con la que se crio Christian y de cómo abandonó a la familia Lissander, Erica meneó la cabeza asombrada.

– Pobre Christian.

– Pues no acaba ahí la cosa.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Erica antes de soltar un chillido al notar una patada fenomenal en los pulmones. Los gemelos estaban muy animados aquella noche.

– Christian se veía con una mujer mientras estuvo estudiando en Gotemburgo. Se llamaba Maria. Tenía un hijo, que era casi recién nacido cuando se conocieron. Ella no tenía ningún contacto con el padre. Christian y ella se fueron a vivir juntos muy pronto, a un apartamento de Partille. El niño, Emil, era como un hijo para Christian. Parece que fue una muy buena época en su vida.

– ¿Y qué pasó? -En realidad, Erica no estaba segura de querer oírlo. Quizá fuera más fácil taparse los oídos y preservarse de aquello que sabía que solo podía ser trágico y penoso de oír. Pero preguntó de todos modos.

– Un miércoles del mes de abril, Christian llegó a casa de la facultad. -La voz de Patrik sonaba hueca y Erica le cogió la mano-. La puerta no estaba cerrada con llave y se inquietó al notarlo. Llamó a Maria y a Emil, pero no respondían. Los buscó por el apartamento. Todo estaba como siempre, y vio los abrigos colgados en la entrada, así que no parecía que hubieran salido. El carrito de Emil estaba en el rellano de la escalera.

– No sé si quiero seguir oyendo -le susurró Erica, pero Patrik se quedó absorto mirando al frente, sin darse cuenta.

– Al final los encontró. En el cuarto de baño. Se habían ahogado los dos.

– ¡Por Dios santo! -Erica se tapó la boca con la mano.

– El niño estaba boca arriba en la bañera, y la madre tenía la cabeza dentro y el resto del cuerpo fuera. Según el informe de la autopsia, presentaba cardenales y marcas de dedos en el cuello. Alguien le sujetó la cabeza bajo el agua.

– ¿Quién…?

– No lo sé. La Policía no logró dar con el asesino. Curiosamente, nunca sospecharon de Christian, pese a que era el familiar más próximo. Por eso no apareció su nombre cuando buscamos en el registro.

– ¿Y cómo es posible?

– Pues tampoco lo sé. Todas las personas de su entorno aseguraron que era una pareja extraordinariamente feliz. La madre de Maria apoyó a Christian y, además, un vecino dijo haber visto a una mujer salir del apartamento aproximadamente a la hora en que el forense fijó la hora de la muerte.

– ¿Una mujer? -preguntó Erica-. ¿La misma que…?

– Ya no sé qué creer, la verdad. Este caso me está volviendo loco. Todo lo que le ocurrió a Christian está relacionado con la investigación, sé que lo está de alguna manera. Alguien lo odiaba tanto que no lo olvidó con los años.

– ¿Y no tenéis ni idea de quién puede ser? -En la mente de Erica surgió una idea, pero no lograba darle forma. Era una imagen borrosa. En cualquier caso, estaba segura de que Patrik tenía razón, todo guardaba relación.

– ¿Te importa que me vaya a la cama? -preguntó Patrik poniéndole la mano en la rodilla.

– No, cariño, vete a dormir -dijo ausente-. Yo me quedaré aquí un rato más, pero voy enseguida.

– Vale. -Le dio un beso y Erica oyó el resonar de los pasos subiendo la escalera, hacia el dormitorio.

Y se quedó allí, en la semipenumbra. En la tele estaban dando las noticias, pero quitó el sonido para poder oír sus propios pensamientos. Alice. Maria y Emil. Había algo que debía ver, algo que debía comprender. Dirigió la mirada al libro que estaba en la mesa. Lo cogió despacio y miró la cubierta y el título. La sombra de la sirena. Pensó en el pesimismo y en la culpa, en lo que Christian había querido transmitir. Supo que la respuesta se encontraba allí, en las palabras y las frases que había dejado tras de sí. Y ella averiguaría cuál era.