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Patrik le hizo las preguntas de Erica. Las respuestas lo dejaron desconcertado. ¿Qué significaba aquello?

Le dio las gracias a Ragnar, colgó y volvió a llamar a Erica. Seguía saltando el contestador. Dejó un mensaje y se retrepó en la silla. ¿Cómo encajaba aquello? ¿Y dónde estaría Erica?

– ¡Erica! -Thorvald Hamre se inclinó para abrazarla. Pese a que Erica medía más de un metro setenta y llevaba bastante peso de más, se sintió como una enana a su lado.

– ¡Hola, Thorvald! Gracias por recibirme con tan poco margen -dijo correspondiendo a su abrazo.

– Tú siempre eres bienvenida, ya lo sabes. -Solo se oía un levísimo indicio de la melodía de la lengua noruega. Llevaba casi treinta años en Suecia y, después de tanto tiempo, se sentía más patriota que los propios gotemburgueses, como atestiguaba la gran bandera del equipo IFK Göteborg que tenía en la pared.

– ¿En qué te puedo ayudar esta vez? ¿En qué historia apasionante estás trabajando ahora? -Se mesó el enorme bigote gris y se le iluminaron los ojos.

Se conocieron cuando Erica buscaba asesoramiento para los aspectos psicológicos de sus libros. Thorvald tenía una consulta privada muy próspera, pero dedicaba todo el tiempo libre a profundizar en el lado más oscuro del ser humano. Incluso había asistido a un curso del FBI. Erica no se atrevía siquiera a imaginar cómo habría entrado allí. Lo principal era que Erica contaba con el asesoramiento de un psiquiatra excelente que, además, estaba encantado de compartir sus conocimientos.

– Pues quería que me respondieras a algunas preguntas, aunque todavía no puedo decirte por qué, pero espero que puedas ayudarme de todos modos.

– Por supuesto, lo que necesites.

Erica lo miró agradecida y reflexionó un instante sobre por dónde debía empezar. Aún no había conseguido encajarlo todo. El monstruo cambiaba constantemente, como los colores y las formas de un caleidoscopio. Pero en algún lugar había una estructura y quizá Thorvald pudiera ayudarle a encontrarla. Había oído el mensaje de Patrik poco antes de llegar a Gotemburgo. Oyó la llamada, pero prefirió no coger el teléfono para no tener que responder a sus preguntas. Lo que oyó en el mensaje no le causó la menor sorpresa, simplemente, confirmó sus sospechas.

Ordenó sus pensamientos un instante y empezó a hablar. Sin detenerse, sin una pausa, le expuso todo lo que sabía. Thorvald la escuchaba con suma atención, con los codos apoyados en la mesa y las yemas de los dedos enfrentadas. De vez en cuando, a Erica se le hacía un nudo en el estómago, cuando tomaba conciencia de lo terrible que era aquella historia.

Cuando hubo terminado, Thorvald se quedó en silencio. Erica se había quedado casi sin respiración, como si acabase de terminar una carrera. Uno de los bebés le daba patadas como para recordarle que había cosas agradables y amables en la vida.

– ¿Y a ti qué te parece todo esto? -preguntó Thorvald.

Tras dudar un instante, le expuso su teoría. La fue desarrollando durante la noche, tumbada en la cama mirando al techo mientras Patrik dormía a pierna suelta a su lado. Y había ido perfilándola mientras el coche se deslizaba por la E6 hacia Gotemburgo. Y pronto comprendió que tenía que contársela a Thorvald. Él podría confirmarle si era tan absurda como parecía, él le diría si tenía una imaginación exacerbada.

Pero no fue así, sino que la miró y le dijo:

– Es perfectamente posible. Lo que dices es perfectamente posible.

Aquellas palabras la hicieron soltar el aire con una mezcla de miedo y alivio. Ahora estaba segura de que tenía razón. Pero las consecuencias eran casi imposibles de comprender.

Estuvieron hablando cerca de una hora. Erica le hizo las preguntas necesarias para tener una idea cabal de todo. Si quería exponer aquella teoría, debía disponer de todos los datos. De lo contrario, podía ser desastroso. Y aún le faltaban algunas piezas del rompecabezas. Había reunido las suficientes como para ver el dibujo, pero aquí y allá se advertían los huecos. Y antes de desvelar su hipótesis, debía rellenarlos.

De nuevo en el coche, apoyó la cabeza en el volante. Lo sintió fresco en la frente sudorosa. La siguiente visita no despertaba en ella el menor entusiasmo, ni las preguntas que debía hacer ni las respuestas que tendría que oír. Era una pieza que no estaba segura de querer poner en su lugar. Pero no tenía elección.

Puso el coche en marcha y emprendió el viaje a Uddevalla. Una ojeada al móvil le confirmó que tenía dos llamadas perdidas de Patrik. Su marido tendría que esperar.

Llamó tan pronto como abrió el banco. Erik siempre la subestimó, pero se le daba bien engatusar a la gente y averiguar cosas. Además, tenía toda la información necesaria para formular las preguntas adecuadas, el número de cuenta, el número de registro de la empresa. Y tenía la voz firme y exigente que convenció al señor del banco de que no debía cuestionar su derecho a comprobar los datos.

Cuando colgó el teléfono, se quedó sentada a la mesa de la cocina. Se lo había llevado todo. Bueno, todo no, había sido lo bastante generoso para dejar un poco, a fin de que se las arreglaran un tiempo. Pero por lo demás, había limpiado las cuentas, tanto la privada como la de la empresa.

La ira le arrasó las entrañas como un cataclismo. No pensaba permitir que se saliera con la suya. Era tan jodidamente imbécil… y claro, creía que ella era igual de tonta. Erik había reservado un billete a su nombre y Louise no tuvo que hacer muchas llamadas para saber exactamente qué vuelo tomaría y cuál era su destino.

Se levantó y cogió una copa del mueble, la puso debajo de la espita, lo giró y contempló cómo la llenaba aquel líquido rojo maravilloso. Hoy lo necesitaba más que nunca. Se llevó la copa a los labios, pero se detuvo al advertir el olor del vino. No era el momento adecuado. Le sorprendió que se le ocurriese siquiera la idea, porque llevaba años pensando que cualquier momento era el adecuado para una copa de vino. Pero ahora no. Ahora necesitaba estar despejada y fuerte. Ahora tenía que mostrarse firme.

Disponía de la información precisa, podía señalar con la varita y conseguir que todo hiciera «pof», como por arte de magia. Soltó primero una risita, pero después empezó a reír en voz alta. Reía mientras dejaba la copa en la encimera, reía mientras contemplaba la imagen que le devolvía la superficie lisa de la puerta del frigorífico. Había recuperado el poder sobre su existencia. Y muy pronto todo haría «pof».

Todo estaba arreglado. El mensajero que traía el material de Gotemburgo estaba en camino. Patrik debería dar saltos de alegría, pero la alegría verdadera se resistía a hacerse presente. Seguía sin localizar a Erica y la idea de que anduviese por ahí en su estado haciendo Dios sabía qué lo llenaba de preocupación. Sabía que era muy capaz de cuidar de sí misma. Era una de las muchas razones por las que la quería. Pero no podía evitar la preocupación.

– Llegarán dentro de media hora -gritó desde la recepción Annika, que fue quien pidió el mensajero.

– ¡Estupendo! -respondió él desde el despacho. Luego se levantó y se puso la cazadora. Murmuró algo ininteligible cuando pasó por delante de Annika al salir y se encaminó corriendo para protegerse del viento gélido en dirección a Hedemyrs. Estaba furioso consigo mismo. Debería haber hecho aquello mucho antes, pero no encajaba en su mundo cuadriculado. Para ser sincero, ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Hasta que supo cómo llamaba Christian a su hermana. La sirena.

Los libros estaban en la planta baja de los grandes almacenes. Lo encontró enseguida. Siempre destacaban bien los títulos de los autores locales y Patrik sonrió al ver un expositor con los libros de Erica y un cartel con ella de cuerpo entero.

– Qué horror, pensar que iba a terminar de ese modo -dijo la cajera cuando fue a pagar el libro. Él asintió sin más, no estaba de humor para charlas. Se guardó el libro en el interior de la cazadora cuando salió corriendo de nuevo en dirección a la comisaría. Annika lo miró extrañada al verlo entrar otra vez, pero no dijo nada.