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Sin embargo, la vida continuaba. Junto con los otros sonidos llegó el chasquido de la sabrosa masa de maíz sobre la parrilla. Un par de veces oí el llanto de un bebé y la voz arrulladora de una mujer que lo calmaba. Desde algún lugar cercano se oyó una sonora maldición, seguramente la de un hombre que de camino a los cultivos o al mercado se había dado cuenta de que se había dejado la comida y tenía que volver a buscarla.

Muy lejos, en el este, las almas de los guerreros muertos estarían ensayando sus cantos y bailes mientras esperaban para escoltar al sol en su viaje a través del cielo. Por supuesto, nunca se oían sus voces ni el ruido de sus pies, pero sus sonidos parecían crecer en mi mente a pesar de la charla de los aztecas que nos rodeaban, de la misma forma que se oye el rumor de una colmena a pesar del zumbido de un par de abejas extraviadas.

Un hombre que moría en la batalla o en el altar del sacrificio pasaba cuatro años en la comitiva del sol; después, nuestras creencias decían que se reencarnaba en un colibrí o una mariposa.

Ahora el sol saldrá

ahora el día amanecerá

que todos los colibrís

salgan a libar el néctar

de las flores que esperan.

– ¿Qué es eso? ¿De qué hablas? ¿Qué crees que eres, un poeta?

El puñal de bronce de mi hijo estaba oculto entre los pliegues de mi taparrabos, un molesto peso que golpeaba contra mi muslo. El impulso de empuñarlo y hacer callar para siempre al mayordomo era casi incontrolable. Sin embargo, me contuve. ¿Qué haría después? Ya me había enfrentado antes a esta realidad; si ahora escapaba no estaría seguro en ningún lugar de México, y en un mundo lleno de enemigos, un azteca no estaba seguro en ninguna otra parte.

Mientras pensaba en las palizas y las humillaciones que había sufrido a manos de Chinche y en el joven que el viejo Plumas Negras me había ordenado buscar, supe que no tardaría en llegar el día en que quizá tendría que levantar mi mano contra mi amo y sus sirvientes, pero hasta entonces lo mejor era hacer aquello que me decían. No podía dejar que nada pusiera en peligro el objetivo que me había propuesto: averiguar por qué Bondadoso me había enviado el puñal.

Además, tenía una respuesta para el mayordomo.

– Es un himno -le dije en tono de reproche-. ¿No lo conoces? Es el que cantamos al Dios Maíz cada ocho años…

– En tu caso, cantabas -se mofó. En cualquier caso se intranquilizó, como si lo hubiesen pillado cometiendo algún acto impío. Se arrebujó en la capa y mantuvo la mirada fija en el agua que nos rodeaba.

– ¿Adonde vamos? -pregunté. La vía de agua se ensanchaba y las grandes casas daban paso a pequeñas chozas de una sola habitación medio ocultas por los cañaverales y los sauces.

– Volvemos a la embarcación del comerciante. Recogeremos a Manitas…

– ¿Todavía sigue allí?

– Oh, no te preocupes por él, ¡está muy bien pagado! -El mayordomo soltó una risotada-. Después iremos a por nuestros fugitivos. El señor Plumas Negras piensa que no pueden haber ido muy lejos. Cree que ayer se escondieron en algún lugar cercano a la costa. Seguramente saben que los estamos buscando y habrán preferido dormir y mantenerse ocultos durante el día. Quizá anoche se alejaron un poco, pero si encontramos el rastro y nos movemos más rápido que ellos, los atraparemos.

– ¿Qué pasará si no los atrapamos? -pregunté ingenuamente.

El mayordomo se inclinó hacia mí hasta que su rostro quedó muy cerca del mío y olí los chiles y el tabaco barato en su aliento.

– Si no los atrapamos -dijo-, me encargaré de que el viejo Plumas Negras sepa de quién ha sido la culpa, y sin duda hará contigo lo mismo que hará con ellos si los captura. ¡Creo que lo que tiene pensado es atravesarles las pelotas con una flecha!

La embarcación del comerciante estaba tal como la habíamos dejado, aunque los cadáveres de la cubierta habían desaparecido.

– La madre de Luz Resplandeciente envió una canoa a recogerlo -nos contó Manitas cuando el mayordomo y yo lo llamamos desde nuestra embarcación.

– ¿Qué hay de los demás?

– Los arrojaron por la borda. Ayer por la mañana vinieron unos guerreros. Les ataron piedras en los pies y los arrojaron al agua. Unos tipos muy eficientes; hasta trajeron las piedras.

– ¿Guerreros?

– Otomíes. Unos cabrones de cuidado.

– ¿Otomíes? ¿Todavía están aquí? -se apresuró a preguntar el mayordomo mientras miraba nerviosamente la embarcación, donde era obvio que no había nadie más aparte de Manitas.

– Sí, están debajo del agua respirando a través de cañas -replicó Manitas burlonamente-. ¡Por supuesto que no están aquí! Regresaron a tierra firme en su canoa. ¡No quise pedirles que me llevaran con ellos!

Comprendí su enfado. Nacía del miedo.

Los otomíes, una raza de salvajes que vivían en las tierras altas y frías al norte del valle de México, eran famosos por su coraje, su fuerza y su estupidez, y por pintarse el cuerpo de azul. Solíamos reírnos a su costa: «Un imbécil otomí, cabeza cuadrada, bola de sebo con patas…». Lo divertido era que podías decirle todo esto a uno de esos idiotas extranjeros con un tono amable y el muy imbécil te sonreía como si le estuvieras preguntando por la salud de su abuela.

«Otomí» también era el nombre de algunos de nuestros más feroces guerreros, la élite del ejército, hombres que habían jurado no dar nunca un paso atrás en la batalla, y si eso te parece razonable, puedes intentar tumbar a un noble texcalteca sin perder pie ni una sola vez, y a ver cuánto aguantas. Estos psicópatas se parecían a sus homónimos bárbaros en todos los aspectos excepto en la pintura azul; nunca se te ocurriría gastarles una broma, a menos que no te importara perder la vida.

Tuve que controlar una súbita sensación de terror cuando me di cuenta de que estaban realizando la misma busca que yo. Me dije que si encontraban a mi hijo antes que yo, no tendría ninguna posibilidad. Si el primer ministro lo quería vivo probablemente le cortarían un pie para impedir que se fugara y luego se quedarían con el pie como un recuerdo.

– ¿A tierra firme? -repitió el mayordomo, y se mordió el labio inferior-. Tenemos que ir allí.

Encontrarse con los otomíes le inquietaba tanto como a Manitas y a mí. Después de todo, era un guerrero con solo tres prisioneros, y lo despreciarían casi tanto como a nosotros dos. En cuanto pensé en ello, vislumbré la posibilidad de un plan, débil y esquivo como la primera estrella en el atardecer.