– Tenemos que ir con ellos -dije con firmeza-. Si están buscando a las mismas personas que nosotros, tendríamos que unir las fuerzas, ¿no te parece?
– Bueno, no sé…
– Preferiría regresar a la ciudad -protestó Manitas-. Vosotros no habéis estado metidos en esta embarcación un día y medio. ¿Tenéis idea de lo que me hará mi esposa cuando regrese a casa?
– No creo que el viejo Plumas Negras tolere que alguien se vaya a casa antes de haber encontrado a esos dos. -Miré directamente al fornido plebeyo para asegurarme de que me había entendido-. Todo lo que debemos hacer es encontrar a los otomíes e indicarles la dirección correcta.
– ¿Todo lo que debemos hacer? -El mayordomo casi se atragantó-. ¿Te has vuelto loco? Escucha, no estamos hablando de un montón de chiquillos que buscan ranas y serpientes de agua entre los cañaverales. ¡Perseguir a un par de fugitivos es una cosa, pero esto empieza a ser peligroso!
– ¿Qué crees que hará nuestro amo si nos presentamos con las manos vacías? -Una mirada al mayordomo me dijo que había puesto el dedo en la llaga. El viejo Plumas Negras podría hacerle la vida tan desagradable como a mí-. Tienes que enfrentarte a la realidad, no tenemos ninguna posibilidad de encontrarlos por nuestra cuenta, y si lo hacemos, ¿cómo conseguiremos traerlos de vuelta con vida? Si encontramos a los soldados y les decimos dónde deben comenzar la búsqueda, quizá no nos manden a paseo; después podremos regresar a casa y decirle a nuestro amo que hemos hecho nuestra parte.
Manitas tardó apenas un segundo en tomar su decisión. Saltó por encima de la borda de la embarcación del comerciante para pasarse a nuestra canoa, que se bamboleó violentamente.
– No tendréis que andar mucho para encontrar a los guerreros -dijo el plebeyo-. Están acampados justo tras aquellos juncos de allá. Se han pasado la mitad de la noche cantando. No me dejaban dormir, pero ¡no era cuestión de decirles que se callaran! Si nuestros dos fugados los oyeron, estoy seguro de que a estas horas ya estarán muy lejos. -Yo también lo creí; luego recordé que no eran dos los fugados sino solo uno, y tenía la sospecha de que no se había ido a ninguna parte. Además, deduje que los cantos habían sido un engaño: mientras algunos de los otomíes entretenían a las criaturas de la noche con sus himnos guerreros, los demás debían de haberse movido silenciosamente entre los juncos y cañaverales de la costa, amparados por el ruido-. Solo quiero saber qué les dirás.
Mientras hundía el remo en el agua y comenzaba a impulsar nuestra sobrecargada y de pronto poco maniobrable canoa en la dirección que había indicado Manitas, señalé otro lugar en la orilla donde había visto unas huellas frescas en el fango y algunas plantas aplastadas.
– Les diré que busquen allí -contesté-. Es donde nuestros fugitivos pisaron tierra.
Manitas miró hacia el lugar que indicaba. Luego me miró a mí. Abrió la boca como si fuese a decir algo, pero la cerró.
El lugar que había señalado era el mismo en el que dos noches atrás el barquero de mi amo embarrancó la canoa y huyó. Manitas había presenciado lo sucedido. Procuré que mi rostro no reflejara la tensión mientras él decidía si debía o no mencionarlo.
– Sí, creo que tienes razón -dijo finalmente.
Antes de que pudiera dar gracias a los dioses por su colaboración, el mayordomo preguntó:
– ¿Por qué no se lo dijiste ayer a nuestro amo?
– Ayer por la mañana había demasiada niebla. No estaba seguro. -Me volví rápidamente hacia Manitas, con la intención de cambiar de tema-. ¿Qué pasará con la embarcación?
– Azucena y su padre seguramente enviarán a alguien para que se la lleve. Aún hay una carga considerable: balas de plumas, sacos de semilla de cacao, muchísimos productos de las tierras calientes del sur. No creo que quieran dejar todo esto en medio del lago.
– Pero estaba muy oscuro cuando escaparon… -Podía criticarle muchas cosas al mayordomo de mi amo, pero no había duda de que era un tipo persistente.
– ¿Qué es aquello que se ve allí? -pregunté-. A mí me parece que es humo.
Una delgada columna de humo, como la que podría elevarse de una pipa demasiado cargada, acababa de aparecer por encima ele los juncos que teníamos delante.
– Lo es -confirmó Manitas. Me miró-. Creo que es de la hoguera que encendieron los otomíes.
Ahora estábamos muy cerca de la orilla; tanto que vi cómo el agua empezaba a cambiar de color, de azul oscuro a un verde sucio, y oí el zumbido de las moscas y los mosquitos que vivían entre los cañaverales. Los patos entraban y salían de entre los juncos, sus patas apenas visibles debajo de la superficie, pequeños triángulos oscuros que dejaban una estela en los desechos que flotaban en el agua.
– ¿Adonde vamos…? -comencé a preguntar, pero las palabras murieron en mi garganta antes de que pudiera acabar.
Algo silbó en el aire. La canoa se sacudió. Manitas, de pie en la proa, soltó un grito de alarma. Un segundo más tarde sonó un segundo grito seguido de un fuerte chapoteo; de pronto, el mayordomo había desaparecido.
Me sujeté a la borda mientras la embarcación se bamboleaba violentamente. El agua estaba revuelta, los patos escapaban en todas las direcciones y había una forma que se agitaba justo debajo de la superficie.
– ¿Qué ha pasado? -grité-. ¿Dónde está el mayordomo?
– Ha saltado al agua. -Manitas hincó una rodilla en el fondo de la embarcación y tendió una mano por encima del agua hacia la figura sumergida que chapoteaba junto a la borda-. Por lo visto no sabe nadar.
Por un instante tuve la esperanza de que sujetara al mayordomo debajo del agua y lo mantuviera allí hasta que cesaran sus movimientos, pero luego apareció una mano que buscó torpemente su brazo y lo sujetó con una fuerza que hubiese bastado para estrangular a un perro.
– Échame una mano, ¿no? -gruñó mientras arrastraba el cuerpo empapado e indefenso hacia la embarcación.
No me moví. Me pareció que ya hacía suficiente con contenerme y no partirle el cráneo al mayordomo con el remo. En cambio, miré en derredor para saber qué nos había atacado. Solo tardé un segundo en descubrirlo.
– Un arpón -dijo Manitas, que lo había visto al mismo tiempo que yo; una lanza corta sobresalía del costado de la canoa, cerca de la proa. La punta de pedernal se había clavado profundamente en la madera-. Has tenido suerte, Yaotl. ¡Un palmo más arriba y te hubiese atravesado el hígado!
En el otro extremo del arpón había un cordel. Tiré de él y lo saqué a la superficie, pero lo solté apresuradamente; el atacante debía de estar en el otro extremo.
– ¿Quién lo ha lanzado? -susurré con voz ronca. Estábamos muy cerca de la orilla y habíamos hecho tanto ruido que debíamos de haber espantado a todas las aves de la costa occidental del lago, pero a pesar de ello sentía la necesidad de murmurar.