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– ¿Lo es? -Miró un poco más-. Vaya, eso parece -admitió con bastante renuencia-. ¿Qué significa?

Tuve que morderme el labio inferior para contener otro suspiro, esta vez de alivio. La diferencia de profundidad entre las dos huellas, si es que existía, era imperceptible, pero si se convencía de que la veía y aceptaba mi explicación quizá conseguiría seguir con vida por lo menos el resto de la mañana.

– Pues que había más peso en este pie, obviamente.

– ¿Quieres decir que el tipo que dejó esta huella era más grande que yo? Interesante. -Se irguió de nuevo y se rascó la barbilla con expresión pensativa-. ¡Esto puede resultar mucho más divertido de lo que esperaba!

Torcí el cuello para mirar la imponente y musculosa figura.

– Eso es poco probable -señalé-. Yo creo que esta huella la hicieron dos hombres. ¡Uno de ellos cargaba al otro!

Con el sol que asomaba por encima de su hombro era prácticamente imposible ver la expresión del guerrero. Contuve el aliento mientras él pensaba en lo que le había dicho.

El silencio se hizo eterno. Los músculos del pecho comenzaron a dolerme a causa de la tensión. Sentí que se me iba un poco la cabeza. Cuanto más permanecía arrodillado delante del capitán, con el rostro vuelto hacia él, más se parecía a una estatua, un enorme y mal tallado bloque de granito a punto de desplomarse sobre mi cabeza.

– ¡Zorro!

Solté el aliento violentamente mientras veía que la fila de hombres se movía detrás del capitán. Zorro se adelantó.

– ¿Ves estas huellas? ¿Ves la diferencia entre ellas? -El capitán levantó el pie de nuevo.

El guerrero vestido con el taparrabos miró vacilante una huella y después la otra.

– Las veo -dijo finalmente.

– ¡Eres un idiota! -vociferó el capitán-. ¿No ves que esta es mucho más profunda? Es obvio que la hizo un hombre que cargaba a otro a la espalda. ¿Cuántas veces recorriste ayer este terreno? Hasta un niño lo habría visto. ¡Incluso este esclavo lo ha notado, casi al mismo tiempo que yo!

Zorro retrocedió rápidamente, con una expresión de profundo terror y con los ojos desorbitados.

– Capitán, yo… yo lo siento. Tendría que haberlo visto… Sencillamente no lo vi… quiero decir, cómo es…

– ¡No lo has visto porque eres ciego además de estúpido!

El hombre tragó saliva, pero cuando me miró, descubrí que en gran parte su terror era fingido. Tenía la mirada fija y no parpadeaba, y a pesar de que indudablemente se tomaba en serio los súbitos estallidos de cólera de su capitán, supe por la manera de torcer las comisuras de la boca y por la rápida y astuta mirada que me dirigió que no era él quien se estaba jugando el pellejo.

– No pude… Señor, no pude entender por qué uno de ellos tendría que cargar con el otro.

– Bueno, es obvio, ¿no? -gritó el capitán. Me pegó fuerte con el pie que tenía levantado-. ¡Díselo, esclavo!

Me levanté con mucha cautela.

– Hay muchas razones. Quizá uno de los dos cojeaba. Tal vez se torció un tobillo al saltar de la embarcación. -¿Lo ves? -se mofó el capitán. Zorro agachó la cabeza.

– ¡Ahora llévanos a un terreno seco, antes de que se nos pudran los pies! ¡Quiero ver cómo este esclavo encuentra el rastro donde tú lo perdiste!

Me aparté mientras la columna de guerreros se abría paso entre los juncos. El mayordomo y Manitas ocupaban la retaguardia. Chinche pasó a mi lado sin mirarme pero levantó mucho uno de los codos con la intención de darme en la barbilla. En cuanto se alejó un poco, Manitas se detuvo durante un momento.

– He oído lo que has dicho -murmuró-. Es mentira, ¿verdad?

– Por supuesto -susurré-. Si la pisada de ese idiota es menos profunda que la otras es porque lleva sandalias y se reparte el peso. Además el barquero corría, así que es lógico que su huella fuera más profunda. Pero ha funcionado.

– ¡Estoy impaciente por oír tu próxima mentira!

– Lo mismo digo -repliqué lúgubremente mientras seguía al resto de la columna.

Más allá de los juncos el terreno era más firme y se empinaba hacia la colina cubierta de árboles llamada Chapultepec.

Los campos de maíz al pie de la colina estaban pelados en esta época del año. El cultivo se hacía en terrazas, bordeadas con arbustos y achaparradas plantas de maguey con sus suculentas anchas hojas; aparte de estas plantas y unas pocas chozas dispersas, no había nada que obstaculizara la visión del campo. Observé la colina, sabiendo que todos los demás me miraban.

– Aquí no hay ninguna huella -dijo Zorro-. Heló hace dos noches y estamos en campo abierto, así que la tierra es dura como la piedra. -Me dirigió una mirada de desafío-. ¿Cómo se puede saber qué dirección tomaron?

Bajé la mirada. Zorro, como siempre, estaba en lo cierto: aquí la tierra no mostraba ninguna huella ni, para ser más precisos, nada con lo que pudiera inventarme una pista. Pensé en los árboles que cubrían la colina. La idea de llevar a estos hombres al bosque y perderlos de vista era muy tentadora, hasta que me vi, encaramado en alguna rama, convertido en un blanco indefenso para el arpón de Zorro.

– Tus hombres ya han recorrido el bosque -le dije al capitán, que asintió con un gruñido-. No es el lugar donde yo habría empezado a buscarlos. Quizá descansaron aquí una noche, o quizá no, pero en cualquier caso ya se han marchado. La pregunta ahora es: ¿adonde? -Me di cuenta de que me estaba acariciando uno de mis lóbulos desgarrados, un tic nervioso. Intentaba parecer un hombre que estaba concentrándose al máximo, pero tenía la mente en blanco.

El hombre al que en realidad seguíamos, el barquero errante de mi amo, ¿adonde había ido? ¿Adonde hubiese ido yo, en su situación? El capitán me sonrió.

– Tú vas a decirnos dónde, ¿no es así?

Indefenso, miré a Manitas, solo porque era el único rostro que parecía algo amistoso. Apretaba los músculos de la mandíbula de una manera extraña; de no encontrarse en una situación tan desesperada, quizá hubiese pensado que intentaba no reír. Luego se dio cuenta de que lo miraba. Su expresión se congeló por un momento y se transformó en una de abatimiento. Después pareció tomar una decisión, y, con una voz que solo tartamudeaba un poco, se dirigió al capitán.

Estuve a punto de echarme a llorar de alivio. Después de todo, era mi amigo. Al menos, a pesar del miedo que le daban los otomíes y por muy enfadado que pudiera estar conmigo por haberlo metido en aquel embrollo, el testarudo plebeyo probablemente estaba mucho más furioso por la prepotencia con que lo trataba el capitán.

– No creo que estén por aquí -afirmó Manitas-. De haberse quedado en campo abierto, tú los habrías encontrado sin problemas. Tampoco han podido buscar refugio en la colina porque un pelotón de guerreros no tardaría en hacerlos salir del bosque. Ambos saben muy bien de lo que es capaz el viejo Plumas Negras.