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Supe por la sonrisa que asomó en el rostro de Manitas que a él le entusiasmaba tan poco como a mí la tarea que teníamos por delante.

– Es muy buena idea -afirmó-. Ahora que lo mencionas, creo recordar que uno de mis cuñados estuvo aquí en una ocasión y me dijo que había una vieja en una esquina del mercado que vendía unas deliciosas tortillas con salsa de chile.

Su expresión ilusionada desapareció en el acto cuando; sonó la voz del mayordomo.

– ¿Descansar? ¿Comer? ¿De qué estáis hablando?

A Chinche le costaba respirar y aún tenía el rostro morado, pero estaba de pie y ya no era el hombre acobardado que el capitán otomí había maltratado hacía solo unos minutos. Mientras nos miraba furioso, me di cuenta de que había fingid el cansancio, al menos en parte. No tenía el orgullo suficiente para avergonzarse de una treta tan infantil como aquella. No le había importado que el otomí lo humillara; incluso habría estado dispuesto a soportar todavía más desprecio solo par conseguir librarse de aquel tipo. Ahora que su torturador s había marchado, volvía a recuperar su valor y lo demostraba de la única forma que sabía.

– ¿Crees que es el momento de haraganear, Yaotl? ¿Creías que podrías disfrutar de una tarde tranquila, dormir una siesta a la sombra de los árboles antes de dar un agradable paseo y quizá comer algo para redondear el día? ¿Es eso lo que creías? -Avanzó hacia mí y acercó su rostro al mío. Con el rabillo del ojo vi que apretaba los puños, como si fuera a golpearme, aunque no los levantó, sin duda por la presencia de Manitas. El plebeyo no era una posesión de mi amo, y si decidía intervenir el mayordomo no tenía la seguridad de ganar la pelea o la demanda posterior.

– Ya veremos qué dirá el señor Plumas Negras sobre tu concepto de la obediencia -añadió Chinche-, pero antes creo que es el momento de ponernos en marcha. ¿Qué te parece si vamos al mercado, tal como dijo tu amigo, y hacemos algunas preguntas?

Agaché la cabeza en actitud sumisa.

– De acuerdo -murmuré-. Tú estás al mando.

Me consolé pensando que el mayordomo no tendría más suerte que los otomíes de conseguir una respuesta útil de ningún tepaneca. Por otro lado, me dije lúgubremente mientras lo seguía por el camino que llevaba al centro de la ciudad, seguía sin tener ni idea de cómo escapar.

Tenía que conseguirlo como fuera. Los golpes del puñal de mi hijo contra el muslo eran un recordatorio de que tenía asuntos muy urgentes que atender en otra parte.

Para un azteca nacido y criado en México, Tlacopan era un lugar extraño.

México era una ciudad de casas de adobe encaladas y palios, que nadie había conseguido llegar a contar, apiñadas de tal forma que desde el exterior era muy difícil distinguir una de otra, y casi todas daban a un canal. Pasábamos tantos años de nuestra vida en el agua que los niños aprendían a remar antes que a andar. A excepción de las grandes avenidas que partían del Corazón del Mundo y se extendían en cada una de las Cuatro Direcciones, la mayoría de nuestras calles no eran más que angostos senderos. Nuestros campos se encontraban en las afueras de la ciudad, en islas artificiales hechas con fango extraído del fondo del lago; allí la actividad era incesante a lo largo de todo el año, porque gracias a la tierra siempre húmeda se conseguían cosechas incluso en plena estación seca.

¡Qué distintas eran las ciudades de tierra firme! Ahora andábamos por anchas y polvorientas calles, entre extensos campos de cultivo que se llenarían de maíz, amarantos, judías, calabazas, salvia o chiles a finales del verano, pero que ahora estaban vacíos. En el centro de cada parcela se levantaba una casa; las paredes eran más gruesas que las nuestras, ya que no tenían puentes que pudieran levantar en caso de ser atacados.

– ¿Qué es ese olor? -Manitas frunció la nariz-. ¿No vacían las letrinas aquí?

– ¿Qué esperabas? -replicó el mayordomo-. ¡Son bárbaros!

– No pueden evitarlo -señalé, indulgente-. Carecen de embarcaciones para transportar las heces, como nosotros. Tienen que echarlas directamente en los campos o llevarlas hasta el lago.

El mayordomo soltó un gruñido de desprecio.

Incómodo, miraba a las pocas personas con las que nos cruzábamos, y después a mis compañeros; temía que alguien se fijara en el desprecio que se reflejaba en el rostro del mayordomo. Sin embargo, no había de qué preocuparse, porque después de pasar un día en los pantanos no teníamos el aspecto de conquistadores del mundo sino de un trío de pobres campesinos.

– Supongo que el mercado estará cerca del recinto sagrado-dijo el mayordomo-, así que iremos hacia aquella pirámide.

Señaló la construcción más alta de Tlacopan, que ahora se levantaba más allá de los árboles que teníamos delante. No tardaríamos mucho en encontrarnos a la sombra.

– ¿Qué haremos después? -preguntó Manitas.

– Lo que nos dijeron, por supuesto; hacer algunas preguntas, averiguar si han visto a un hombre acompañado por un chico. ¡No nos vendría mal encontrarlos antes de que lo hagan los otomíes!

Manitas me interrogó con la mirada. Se la devolví, impasible. Por lo que yo sabía, mi hijo nunca había estado en Tlacopan. Si el mayordomo quería perder el tiempo buscándolo aquí, a mí ya me iba bien.

– Pues en ese caso, vamos allí-dije-. ¡Quizá en el camino encontraremos a la vieja y sus deliciosas tortillas!

A medida que nos acercábamos la pirámide nos parecía cada vez más impresionante. No tardamos mucho en verla entre las ramas de los árboles que nos rodeaban, como una enorme sombra que ocupaba la mitad del cielo y ocultaba el sol.

– Ya casi estamos -comentó Manitas, sin dirigirse a nadie en particular-. Por cierto, ¿dónde está el palacio? ¿No tendría que estar frente al recinto sagrado?

– Lo tienes delante de las narices -respondí-. Aquí no construyen con la escala a la que estamos acostumbrados.

Delante de nosotros había un murete y más allá un edificio. Era una casa como la de cualquier familia pudiente de Tenochtitlan o Tlatelolco, una construcción de una sola planta con el techo de paja plano. Ocupaba más terreno que las habituales casas mexicanas, pero a nuestros ojos carecía de detalles que la distinguieran. Desde detrás de las paredes nos llegaban los sonidos de la vida doméstica: las voces de las mujeres, las risas de los niños, el ruido machacón de los telares.

– ¿Qué esperabais? -pregunté, mientras Manitas y el mayordomo miraban la casa desconcertados-. Nos quedamos con el botín de guerra y su rey solo recibe lo que Moctezuma desecha. Tlacopan tendría que recibir un quinto de lo que recauda el imperio, pero estoy seguro de que si miráis en los almacenes veréis que solo están llenos hasta la mitad.

– Así que es probable que no nos tengan mucho aprecio -murmuró el mayordomo-. ¿Y qué? ¿Quién nos aprecia? ¿Dónde está el mercado?