Si su intención había sido sonar beligerante arruinó el efecto cuando se apresuró a mirar hacia las alturas, como si le asustara haber dicho demasiado.
– No me refería a ti -le aseguré, aunque podía imaginar fácilmente cómo el dios se reía del aspecto que tenía mi hermano en ese momento: el ilustre guerrero con el pelo enmarañado, la capa rota y sucia de sangre y sin una de las sandalias-. Hablaba de mí. Mírame: nací este mismo día, ¿lo recuerdas? El Uno Muerte, el día de mi patrono Tezcatlipoca. Estaba destinado a conseguirlo todo o nada. Así que nuestro padre me metió en el sacerdocio, sin duda con la ilusión de que me convirtiera en el Guardián del Dios de los mexicanos o algo así, y ¿qué estoy haciendo? Celebro el día del dios, y el mío, como una de sus criaturas: un esclavo. Debes reconocer que es divertido.
– Fue decisión tuya. No tenías por qué venderte. Podías haber regresado a casa.
– ¿Para hacer qué? ¿Pasarme todo el día con una azada y removiendo la mierda en la tierra?
– El honrado trabajo del campo fue suficiente para nuestro padre. Supongo que crees que era poco para ti. En ese caso, hermano, permíteme que te recuerde…
– ¡No lo hagas! -Sabía qué vendría a continuación: un resumen de mi caída que culminaría en el momento en el que me afeitaron la cabeza. No ahorraría ningún detalle, especialmente la intervención de mi hermano, que se encargó de utilizar la navaja después de convencer a los jueces para que me perdonaran la vida-. No necesité tus lecciones entonces y tampoco las necesito ahora. ¿Crees que no he sufrido bastante? -Vi una brecha en la multitud que tenía delante y me metí en ella con la esperanza de librarme de mi hermano y de todo lo que me había hecho recordar.
La multitud había formado un ruedo alrededor de dos prostitutas que se peleaban. Sin duda había comenzado con una discusión trivial sobre quién ejercería el oficio en alguno de los muchos mercados de la ciudad; hasta ahora no habían ido mucho más allá de los insultos, pero prometía. Sonreí al pensar en lo que se encontraría mi orgulloso y pío hermano si me seguía: cabellos negros que volaban a su alrededor; gruesos brazos tatuados, pintados con un suave amarillo ocre para que fueran más claros, que parecería que querían alcanzarlo con sus largas uñas; el aire cargado con el olor a vainilla del perfume barato, y los alaridos inhumanos de aquellas bocas pintadas de rojo…
Olvidé que para ser un gran guerrero se necesitaba algo más que la fuerza bruta. La mano que tiró fuertemente del dobladillo de mi capa y casi arrancó la prenda de mis hombros me recordó que León era más ágil que yo y que no había casi nada en lo que pudiera meterme o salir más rápido que él.
– Supongo que no se te ocurrió -gritó, intentando hacerse oír por encima de los gritos detrás de nosotros- que tu familia podía ayudarte.
– Ya tuve vuestra ayuda -respondí brevemente-. Lo siento, hermano, pero fue a un precio demasiado elevado.
– ¿Qué me dices de la desgracia? ¿Qué me dices de la vergüenza que has hecho recaer sobre ti?
– ¡Dirás sobre ti! Vamos, no me engañes, León. ¡Siempre ha sido así! Me manteníais ocupado en algún rincón infecto, fuera de la vista de todos, para que no perturbara tu preciosa carrera.
Para mi sorpresa, el poderoso guerrero no montó en cólera. Miró por un momento, con expresión triste, nuestros pies -los suyos con la única y preciosa sandalia que era cuanto quedaba de su dignidad, los míos descalzos como siempre- y murmuró:
– No, no es eso. -Luego me miró de nuevo, y en su rostro había una expresión pensativa que no había visto nunca-. Tus andanzas a lo largo de estos años no han ayudado, pero lo he superado; todos nosotros lo hemos hecho. Excepto tú. ¿De verdad vas a continuar siendo un esclavo durante el resto de tu vida? Nadie vive para siempre, Yaotl, ni siquiera los tipos escurridizos como tú. Lo máximo a lo que puedes aspirar es a dejar el recuerdo de un buen nombre. Quizá antes no importaba, cuando creías que no tenías hijos, pero ahora sabes que tienes uno. ¿No quieres dejarle nada, aparte de saber que su padre murió esclavo? Si no quieres esforzarte por tu bien, ¿qué pasa con el suyo?
Fue un discurso largo para León; lo dijo suavemente, sin el tono enfático que habitualmente utilizaba en sus reproches. En la incómoda pausa que siguió me dije que debía de haberle costado un gran esfuerzo. Me pregunté si no lo habría ensayado.
Me aparté de León. La multitud que se movía a nuestro lado de pronto me pareció distante. Intenté mirar los rostros preocupados que pasaban rápidamente junto a mí, pero no conseguía enfocarlos. Deseé que no hubiese mencionado a Espabilado.
– Si mi hijo tiene algo de sentido común -murmuré finalmente-, estará al otro lado de las montañas cuando anochezca. Nunca me conocerá.
– Quizá regrese algún día.
Sacudí la cabeza furiosamente para despejarla.
– ¡Cualquiera creería que tengo alguna alternativa!
– Podrías escapar. Es Uno Muerte, podrías hacerlo hoy.
– Solo si estuviese en el mercado. -Conocía la costumbre a la que hacía mención, el único y pequeño resquicio que se le ofrecía a los esclavos en el día especial de Tezcatlipoca-. Y si consigo llegar al palacio del emperador antes de que me atrapen. Ah, y la regla es que debo pisar una mierda en el camino, ¿lo recuerdas? -Siempre había sospechado que esto último indicaba el verdadero propósito de la costumbre: que los demás rieran a placer. ¿Qué podía haber más divertido que ver a un hombre corriendo por el mercado con los pies sucios, mientras su amo lo perseguía sin dejar de gritarle insultos al tiempo que intentaba no pisar las huellas de su esclavo?- ¿Crees probable que hoy me permitan acercarme al mercado? Es imposible, León. Nunca nadie ha escapado de esa forma, a menos que cause más problemas de lo que vale y su amo le deje escapar para ahorrarse el gasto de alimentarlo.
– Compra tu libertad.
Reí sonoramente. Muchos me miraron con sorpresa; incluso los agudos gritos de las chicas que aún discutían detrás de nosotros se acallaron, como si se hubiesen dado cuenta de que se había desviado la atención de su público.
– ¿Comprar mi libertad? -susurré, tras sentir de pronto la imperiosa necesidad de ser más discreto-. ¡Es una broma! ¿Con qué?
León miró con expresión compungida los harapos de su capa.
– ¡Todavía soy el Guardián de la Orilla, aunque ahora mismo no lo parezca! ¿Cuánto pagó el viejo Plumas Negras por tu libertad? ¿Veinte capas? Puedo doblar esa cantidad. Puedo ofrecer más si no alcanza.
– ¿Cómo lo haría para devolvértelo?
Su respuesta me pilló desprevenido. No dijo nada. En cambio, se lanzó hacia mí con los brazos extendidos y las palmas levantadas y chocó contra mi pecho con todo el considerable peso del cuerpo musculoso de un guerrero.
Yo estaba a dos pasos del borde del paso elevado, de espaldas al agua. Con un grito de alarma, me tambaleé hacia atrás debido a la fuerza del golpe hasta que no quedó nada bajo mis pies excepto el vacío. Por un instante mis brazos giraron frenéticamente mientras intentaba mantener el equilibrio; después caí, y atravesé la superficie con tanta violencia que el aire escapó de mis pulmones en una resplandeciente nube de burbujas.