Cuando asomé de nuevo la cabeza al aire puro, con el agua chorreándome de la nariz y las orejas, entendí el chiste. Vi que se lo había explicado a los espectadores, a juzgar por las risas que saludaron mi reaparición. -¡Feliz cumpleaños! -gritó.
– Muy gracioso -jadeé, mientras mis dedos buscaban donde sujetarse entre las ásperas piedras de la base de la calzada-. ¡Sería mucho más gracioso si me ayudaras a salir!
A esto lo llamábamos «Pasar por el agua»: era el tradicional chapuzón que te daban los amigos y la familia el día de tu cumpleaños.
– Ahora se supone que debo invitarte a una fiesta -mascullé mientras ponía de nuevo un pie en tierra-. Lo siento, León, pero no cuentes con ello.
– De acuerdo -respondió él sin molestarse-. Lo dejaré correr. Pero en cuanto a devolverme lo que pague… ¡Te estoy regalando la oportunidad de comprar tu libertad, so idiota!
Por un momento noté que se me iba la cabeza, tal era mi alivio.
Tenía un día por delante en el que podía fingir que era mi propio dueño, pero eso era solo porque pertenecía a Tezcatlipoca, y en su día, uno cada doscientos sesenta, nadie se atrevía a poner ni un dedo encima de un esclavo. Mañana volvería a mis obligaciones, y la primera de ellas sería dar caza a mi propio hijo.
Sin embargo, mi hermano me estaba diciendo que no tenía por qué ser así. Podría ser libre el resto de mi vida. Podría verme libre de la arbitraria y a menudo asesina voluntad del viejo Plumas Negras; sería un nuevo comienzo que de algún modo borraría toda la vergüenza y la miseria que había conocido desde el día que dejé la Casa de los Sacerdotes. La perspectiva era como el mejor de los vinos sagrados que hubiese probado; hacía que me sintiera casi ebrio aunque alerta, pero cuando me disponía a aceptarlo, cuando estaba a punto de abrazar a mi hermano, por primera vez desde que éramos niños, vi el fallo de aquella propuesta.
– Olvídalo -dije bruscamente, y me abrí paso entre la muchedumbre.
– ¿Olvídalo? -Durante un momento, León se quedó donde estaba y repitió mis palabras con incredulidad. Luego se lanzó detrás de mí; apartó con rudeza a un par de hombres que se cruzaron en su camino-. ¿Qué quieres decir con «olvídalo»? ¿Estás loco? No seas terco, Yaotl. ¡Escúchame!
Continué buscando espacio entre las anchas espaldas que me cerraban el paso; cualquier cosa antes que tener que enfrentarme a la mirada confusa, preocupada y furiosa de mi hermano.
– No estoy siendo terco, hermano -acabé por contestarle-. Hablamos del señor Plumas Negras, el primer ministro. Puedes ofrecerle veinte veces mi valor, no importa. Es el segundo hombre más rico del mundo. No necesita tu dinero, ni el de nadie. Si me retiene, es porque le soy de alguna utilidad; cuando no la tenga estaré muerto, y nada de lo que puedas ofrecerle cambiará esto.
Por un momento León se mostró herido como si lo hubiese golpeado. Luego se impuso aquella terquedad que posiblemente era lo único que teníamos en común, y vi cómo su rostro se transformaba en una máscara impasible.
– Si es eso lo que piensas, Yaotl -dijo en tono seco-, entonces solo puedo decirte que disfrutes de tu día de fiesta.
2
El señor Plumas Negras tenia un espléndido palacio cerca del centro de la ciudad, a tiro de piedra del Corazón del Mundo, el recinto sagrado, alrededor de cuyos templos e imponentes pirámides giraban la mayor parte de las actividades de nuestras vidas. Cerca se encontraba el todavía más hermoso palacio del primo de mi amo: el emperador Moctezuma el Joven.
Regresé a la casa de mi amo con los pies doloridos y agotado. Después de una noche sin dormir y llena de violencia seguida por una larga caminata y la pelea con mi hermano, me resultaba difícil pensar en cualquier otra cosa que no fuera entrar en mi habitación, quitarme las prendas que había llevado toda la noche, ponerme mi vieja capa, echarme en mi estera de junco, cubrirme la cabeza con la ropa y dormir.
Sin embargo, el sueño tardó en llegar. Era imposible no pensar en la tarea que me había encomendado mi amo, y en la sorprendente oferta de mi hermano.
La ley era bondadosa con los esclavos, pero mi amo había demostrado en múltiples ocasiones que él estaba por encima de las leyes. Hoy quizá se me permitiría descansar, pero mañana me enviaría a buscar a mi hijo, y si provocaba el enfado del viejo, por ejemplo permitiendo que el chico se fugara de nuevo, se encargaría de que lo lamentara. Encontraría la manera de librarse de mí si lo deseaba. No me cabía la menor duda.
La perspectiva de verme libre de todos estos temores de una vez para siempre era tentadora, y me mantenía despierto como un picor que no podía rascarme. Resultaba todavía más desesperante porque, de haber pertenecido a cualquier otro, el plan de mi hermano habría funcionado. Pero conocía a mi amo; si León le proponía un trato, el viejo Plumas Negras se le reiría en las barbas.
Tiritaba debajo de la capa, aunque no era un día particularmente frío. Aún seguía preguntándome cuándo llegaría el sueño que ahuyentaría mis temores cuando el mayordomo me despertó.
– ¡Yaotl! Algo ocurría.
Mi habitación estaba oscura. Tras correr el biombo de mimbre que tapaba el hueco de la puerta, la oscuridad dejó de ser total, pero por la débil luz gris del atardecer que se reflejaba en el suelo supe que había dormido gran parte de la tarde. No obstante, no fue eso lo que provocó mi desconcierto.
– ¡Yaotl!
Oí tambores. Desde algún lugar cercano llegaba la clara y aguda llamada del tambor de dos tonos, y por debajo el ritmo machacón del tambor de suelo. También oía flautas y el aullido de una trompeta, pero mi atención se centraba en las voces de los tambores, porque parecían retumbar en el suelo debajo de mi cuerpo y hacían temblar mi estera al compás de su ritmo.
No, tampoco eran los tambores. Estaba acostumbrado a su sonido. Debía de celebrarse alguna ceremonia, una ofrenda a un dios; podría deducir de cuál de ellos se trataba cuando abriera los ojos y recordara qué día era.
– ¡Yaotl! ¡Despierta!
Había algo extraño en aquella voz. La conocía de alguna parte; era un gruñido áspero que se había enronquecido tras años de gritar a los demás, pero el tono era el equivocado. Sonaba cortés, casi deferente, y me resultó todavía más extraño cuando me di cuenta de que las vibraciones no las provocaban los tambores, sino una mano que me sacudía suavemente por el hombro, como si quisiera despertarme pero tuviese miedo de conseguirlo.
Todas las piezas encajaron cuando escuché sus siguientes palabras. Sonaron ahogadas, como si hablara tapándose la boca con la mano para que no le oyeran.