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Una serpiente danzaba ante mis ojos. No era venenosa. Cuando levantó su ancha cabeza plana y abrió la boca para acercar silenciosamente su lengua bífida a mi rostro, vi que no tenía colmillos. Era de las que matan a sus víctimas lentamente; las aprietan hasta que no pueden respirar, hasta que las costillas se parten y los órganos estallan. Sabía que cualquier movimiento solo serviría para que aumentara la presión. Me mantuve tan quieto como pude y apenas respire hasta que la presión en los pulmones y la sensación de que mi cabeza giraba y se balanceaba incluso mientras el resto de mi cuerpo permanecía clavado al suelo fueron demasiado fuertes; entonces empecé a jadear y a toser.

La serpiente no reaccionó. Sus ojos me miraban. Mientras los observaba me di cuenta de que había algo extraño: las pupilas no eran unas gemelas rajas elípticas sino unas cuentas negras perfectamente redondas con el iris de un cálido color castaño que conocía de alguna parte.

Sostuve la mirada de la serpiente porque no podía mirar hacia la luz intermitente que los iluminaba. Parecía balancearse como un incensario en las manos de un sacerdote. Se me acercaba hasta parecer que se metería en mi cabeza y luego se alejaba hasta convertirse en un punto brillante como una estrella.

Oía una voz. Sonaba como si viniese de muy lejos y no tenía claro si pronunciaba palabras o sonidos inarticulados. El sonido era tan débil que cuando se apagó no sabía a ciencia cierta si lo había escuchado, pero en cuanto sonó de nuevo, la serpiente pareció darle una respuesta.

– ¿Puedes oírnos?

Parpadeé. Tenía los ojos nublados, irritados. Cada vez me resultaba más difícil enfocar el rostro de la criatura, aquellos inquietantes ojos, las escamas que brillaban al reflejo de la luz, la burla en aquella boca sin labios. Cerré los ojos pero la serpiente seguía allí; su cabeza se movía ahora de un lado a otro en una lenta y sinuosa danza. Sentí que sus anillos se movían por mi cuerpo; me retorcí de miedo, apreté los puños y levanté la cabeza del suelo, pero la sofocante presión no llegó. Me quedé quieto de nuevo, intrigado por la sensual caricia de la piel de la serpiente contra la mía, por el contacto de su lengua en mi garganta y pecho.

Entonces se irguió, como si fuera a atacar.

– ¿Sientes esto? -preguntó, más fuerte que antes.

Era una voz de mujer, ronca, atrayente, hechizadora. Era una voz capaz de despertar el deseo de un hombre incluso cuando está a punto de morir, o quizá más que nunca entonces, cuando lo único que le queda es el deseo de vivir y de lo que crea vida.

Gemí.

Me pareció que la voz no me hablaba a mí. La voz distante le respondió con un sonido que pareció un sollozo.

– Oh, lo podemos hacer todavía mejor. Podemos hacer una música mucho más dulce que esta, ¿no crees? -ronroneó la serpiente.

Entonces pareció desprenderse de su piel; la dejó caer como hacen las serpientes, para dejar que las escamas del año que han pasado se sequen en una roca o en un cactus, se destruyan y se las lleve el viento. Por un instante, cuando se movía hacia mí, vislumbré el cuerpo de la criatura, el juego de sombras sobre la limpia y suave piel nueva, y pensé que era la cosa más hermosa que había visto en mi vida. Volví a sentir deseo, más fuerte que antes, cuando solo había oído la voz de la criatura. Se deslizó de nuevo sobre mí y encerró suavemente mi virilidad; no pude debatirme a pesar del miedo. Intenté seguir el ritmo de la serpiente, acompasar sus ondulaciones con las mías, pero cuando descubrí que seguía sujeto con tanta fuerza que no podía moverme fue la decepción, no el miedo o el terror, lo que me hizo gemir de nuevo.

– ¡ Ah, esto es bueno! -La voz había cambiado, ahora tenía un tono más salvaje y agudo-. ¿Puedes sentir lo bueno que es?

Una vez más sus palabras parecían tener otro destinatario, a pesar de la intimidad con la que su carne estaba unida a la mía.

Un dolor, leve al principio pero que fue en aumento y que cada vez era más insistente, apareció en mi nuca, incluso mientras oía mis propios gemidos de placer.

– Te gusta, ¿verdad?

Ahora las palabras eran claramente para mí, susurradas por unos labios que rozaban mi oreja. Gemí de nuevo. Tenía que irme, pero no había nada que pudiera hacer, y el deseo de que aquello continuara era demasiado fuerte.

– ¿Por qué no me dices quién eres de verdad? -La deliciosa caricia fue disminuyendo hasta casi cesar del todo-. Si no lo haces, quizá pare. ¿Quieres que pare?

Solo conseguí responder con un gorgoteo.

– No creo. Te he dado algunas de esas semillas negras que tenía Vago. Ahora no puedes dejar que pare, ¿verdad? Nosotros también las usamos, así que lo sé. -Una desagradable risa burlona agitó el pelo junto a mi oreja-. ¡Incluso aunque esto no me lo dijera! -Me apretó una vez más, y jadeé-. ¿Qué estás haciendo aquí?

Algo que no era el miedo o el deseo sexual arrancó la respuesta de mi garganta; parecía imponerse a mi voluntad y obligarme a contestar a sus preguntas sin que pudiera evitarlo.

– Me llamo Cemiquiztli Yaotl -respondí con voz ahogada-. Soy uno de los esclavos del señor Plumas Negras. Estoy buscando a mi hijo.

Ella permaneció inmóvil por un momento. Luego se levantó, sin soltarme, y miró mi lánguido cuerpo. Se inclinó ligeramente hacía un lado para que la luz, el vacilante resplandor amarillo que ahora veía que procedía de una tea de pino, cayera sobre su rostro; en el reflejo de la luz, vi el brillo de una gota de sudor en su mejilla.

– ¿Qué te hizo creer que había venido aquí? -Su voz seguía siendo un susurro.

– Creí que él y el traje de Bondadoso podían estar en el mismo lugar. -Sus movimientos habían cesado. Una parte de mí quería que continuara. Otra deseaba gritar que no lo hiciera. El dolor en mi cabeza iba en aumento.

Se inclinó de nuevo hacia mí y sentí la caricia de su pelo y su aliento en mi rostro.

– No tengo ningún motivo para mentirte -murmuró-. Aquí no está el atavío que buscas y no sé nada de tu hijo. Si finalmente dejamos que te marches, podrás decírselo a Bondadoso. Pero ahora…

De repente, se movió de nuevo; sus muslos se apretaron contra los míos con una nueva urgencia, sus manos amasaron la piel de mi pecho y unos suaves gemidos escaparon de sus labios.

El dolor en mi cabeza pareció aumentar con su excitación, y mi cráneo parecía a punto de estallar. Sentí náuseas en el estómago y la respiración se cortó en mi garganta como si me estuviesen estrangulando. Gemí muy alto, con éxtasis incluso, en el momento en que mi hombría comenzaba a arrugarse.

El mundo empezó a girar a mi alrededor antes de hundirme de nuevo en la oscuridad. Lo último que oí fue su grito.

Fue algo más que un grito de placer. Era un grito de guerra, la orgullosa proclama de un vencedor, un grito de triunfo.

Entraba y salía de mis sueños, pasando de uno a otro.