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Tembloroso, me volví dispuesto a marcharme. Entonces capté otro olor. Este era más débil que los demás, pero supe de inmediato que no podía eludirlo. Era el olor que noté cuando entré por primera vez, antes de que me golpearan, pero ahora podía recordar qué traía a mi mente: aquello de lo que me apartaba instintivamente, el olor de mis peores pesadillas: una mezcla de putrefacción, orina, excrementos y sangre.

Era el hedor de la cárcel del emperador; por un momento mi nariz se llenó con todo lo que había olido en el tiempo en que permanecí allí, en mi pequeña jaula a oscuras, en cuclillas, porque no había suficiente espacio para estar de pie o acostado, y escuchando la ronca y forzada respiración de mis vecinos mientras esperaba a que llegara mi hora.

A punto de vomitar, fui a trompicones hacia la puerta.

Tropecé con algo y caí de bruces.

Me hice daño en la rodilla. El golpe me ayudó a recordar que no estaba en la cárcel sino que era libre y podía tropezar y caerme. Permanecí tendido durante un momento mientras me lo repetía algunas veces; después me volví para ver con qué había tropezado.

Me di cuenta de que debía de ser lo mismo con lo que me había lastimado los dedos del pie durante la noche. Era una piedra tallada; en realidad había dos: la otra, idéntica, estaba a su lado. Las recogí y comprobé que eran dos mitades de una misma pieza. Se había partido, quizá cuando alguien la había dejado caer.

Me hice un masaje en la rodilla y luego me levanté, sosteniendo la escultura rota. Al unir las dos piezas vi que quedaba una superficie dentada, por donde habían estado unidas a alguna otra cosa.

Tuve una idea. Después de echar una rápida ojeada al exterior para asegurarme de que no había nadie más, salí al patio y llevé las piezas hasta el plinto fragmentado.

Encajaban.

Al sostener el ídolo roto sobre su base, lo vi completo por primera vez.

En el acto supe qué era. Tenía la cara de un perro, arrugada y con las huellas de la vejez. Las orejas eran deformes, cubiertas de llagas, y las patas estaban torcidas. De haber sido una criatura viva, habría aullado hasta que acabaran con su agonía. Era Xolotl, que representaba las enfermedades, las deformidades y aquellos seres de mal agüero, los mellizos, cuya presencia solo podía llevar la desgracia a una casa porque apagaban el fuego del hogar.

Dejé las dos mitades del ídolo en el suelo con mucho cuidado para no hacer ningún ruido. Me pregunté por qué había estado allí; quizá porque alguien había estado enfermo, o porque Caléndula lo había comprado al creer que necesitaba a Xolotl para completar su colección. También me pregunté cuál sería el motivo de aquella profanación. Quizá el dios, a pesar de haber intentado aplacarlo para que librara a alguien de su enfermedad, había dejado que muriera. Recordé el olor en la habitación que acababa de abandonar.

¿Podía ser que Xolotl hubiese sido venerado por alguna otra razón? De pronto cruzó por mi mente la idea de que Flacucho y su hermano fueran mellizos. Pero si era así, me pregunté, ¿por qué habían roto el ídolo?

Tendría que buscar la respuesta más tarde. Ahora tenía otros problemas más urgentes. El primero era cómo salir del patio sin tener que pasar por la habitación que daba a la calle, donde podía encontrarme con Mariposa, con Flacucho, o con ambos. Luego tenía que encontrar la manera de eludir a los otomíes. Intenté no pensar en lo que vendría a continuación. Seguía sin tener la menor idea de dónde podían estar la propiedad de Bondadoso y mi hijo.

Lo mejor que podía hacer era escalar una de las paredes y marcharme por donde había venido. Cualquier planta trepadora, como una hiedra, me serviría; cualquier cosa donde apoyar los pies y sujetarme con las manos.

Miré rápidamente las paredes al fondo y a los costados del patio pero no encontré nada. Me volví hacia el frente, pero allí tampoco vi nada, aunque esta vez era porque había alguien que me lo impedía.

Era alto. Mis ojos estaban a la altura de su pecho. Mientras mi mirada se movía hacia arriba, intenté con todas mis fuerzas no creer lo que veían mis ojos. Desafortunadamente, era inconfundible: la sencilla y práctica capa corta atada a la garganta, la boca con los labios apretados, los gruesos párpados, el pelo peinado como un pilar y la empuñadura de la espada que sobresalía por encima del hombro, para poder ser utilizada en un instante. Di un paso atrás.

– ¿Er… Erguido? -tartamudeé-. Este… este no es tu distrito. ¿Qué haces aquí?

– No es mi distrito. Pero es el de ellos. -El policía movió la cabeza por encima del hombro para indicarme a los hombres que lo escoltaban. En aquel mismo momento, los tres se adelantaron. Uno era Escudo, su subalterno. Los otros dos, a juzgar por sus cuerpos robustos y su expresión de pocos amigos, también eran policías. Adiviné que eran policías del distrito de Atecocolecan.

– Ahora mismo me iba -dije.

– Es lo que harás.

Con un rápido movimiento, Erguido pasó la mano por encima del hombro, sacó la espada y la sostuvo por encima de mi cabeza. Miré a izquierda y derecha y vi que sus compañeros habían hecho lo mismo y que los dos policías locales se habían adelantado para rodearme.

– Ahora, Yaotl, podemos hacer esto de una manera sencilla para todos si nos acompañas voluntariamente, o lo podemos hacer a las malas…

– Entonces tendríais que cargar conmigo, porque no podré andar con las piernas rotas ¿verdad? De acuerdo. -Exhalé un suspiro-. Escucha, tú no lo entiendes… No, espera, ¿cómo me has llamado?

– No hay nada que entender -afirmó la bestia a mi derecha-. Escucha, Erguido, por lo que parece ya tienes a tu hombre. ¿Por qué no le aplastas la cabeza y nos vamos? Tenemos cosas que hacer.

– Pero mi nombre no es…

– ¡Sabemos muy bien cómo te llamas, maldito asesino! La mujer te ha denunciado a la policía del distrito. -Escudo me sorprendió dándome un golpe con la punta roma de la espada, sin la fuerza suficiente para hacerme daño pero sí para que me tambaleara-. Esta vez no tendrás a ninguna viuda rica dispuesta a respaldar tus mentiras con las suyas. No creerás que mi jefe bromeaba, ¿verdad?

– No -me apresuré a gritar, con la mirada puesta en las afiladas hojas de obsidiana que resplandecían al sol-. No, pero has dicho… me has llamado asesino. Ya te lo dije, no tengo nada que ver con la muerte de Vago. Te lo juro, comeré tierra…

– ¿Vago? -Para mi gran sorpresa, Erguido se echó a reír-, ¿Acaso crees que todavía nos preocupamos por Vago?

– ¿Quieres decir que hay alguien más?

– ¡Oh, esto es patético!

La punta de la espada me golpeó debajo de las costillas. Me dejó sin aire y me desplomé, y doblado en dos, intenté respirar. Apenas pude oír lo que Erguido dijo a continuación, aunque conseguí entenderlo.

– Eres un rematado idiota, Yaotl. Si hubieses tenido bastante con Vago, supongo que a nadie le habría importado en absoluto. Yo entre ellos. Creo incluso que su familia te habría recompensado por librarla de semejante estorbo. Pero tenías que hacerlo de nuevo, ¿verdad? ¿Es posible que creyeras que los amantecas pasarían por alto la muerte de alguien como Flacucho?