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Discutieron si debían registrar la casa. Erguido quería hacerlo, pero los policías locales deseaban marcharse y no estaban dispuestos a dejar el campo libre a sus colegas de Pochtlan. Tampoco se entretuvieron mucho ni se encendieron los ánimos; Erguido y Escudo estaban convencidos de que ya tenían al criminal. Sería mucho más fácil y divertido, aseguraron a sus compañeros, arrancarme a palos cualquier prueba que necesitaran, que perder el tiempo en las habitaciones donde no habría más que canastos con taparrabos y vestidos viejos.

Cuando finalmente se pusieron de acuerdo, yo ya había recuperado el aliento; entre los cuatro me llevaron colgado boca abajo a través de la habitación vacía hasta la canoa en la que habían venido los dos hombres. Al menos, me dije cuando me arrojaron al fondo de la embarcación, me ahorraré la caminata de regreso.

Escudo empuñó la pértiga y apartó la canoa de la orilla. Miró a los dos colegas que se alejaban por el camino junto al canal.

– No puede decirse que nos hayan recibido muy cordialmente, ¿verdad, jefe?

– Tampoco a nosotros nos haría ninguna gracia que un par de forasteros aparecieran en nuestro distrito y nos dijeran qué hacer -manifestó Erguido. Me miró con desprecio-. Quizá tendríamos que haberles dicho que nuestro sospechoso era de Tenochtitlan. Entonces no les hubiese importado. No creo que por estos parajes sientan más aprecio que nosotros por la chusma sureña.

– No sabíamos que…

Erguido dirigió una mirada de advertencia a su subalterno, pero ya era demasiado tarde: yo había captado su significado.

– Entonces, ¿no me estabais buscando a mí? -pregunté con inocencia.

En el rostro de Erguido apareció una expresión como si le hubiese dado un puñetazo en el estómago.

– ¡No metas las narices donde no te llaman!

– Pues si no me buscabais a mí, ¿a quién buscabais? ¿Qué os ha llevado a pensar que tengo alguna relación con lo que le haya ocurrido a Flacucho?

– ¡La relación es que tú lo has hecho! -replicó Escudo, rabioso. Descargó su ira y su incomodidad en la pértiga. La clavaba en el fondo del canal con tanta fuerza que el fango subía y dejaba una estela negra entre los juncos y la porquería que flotaba en la superficie. Rogué para mis adentros que su cólera hiciera que la canoa zozobrara o embarrancara en la orilla y me diera la oportunidad de escapar, pero era demasiado experto para cometer ese error.

– Vinimos aquí solo para comunicarle a la esposa de Flacucho la mala noticia -dijo Erguido-. Por supuesto, fuimos a ver primero a la policía local, y ¿qué nos encontramos? A Mariposa, la reciente viuda, que se mesaba los cabellos y decía que te había encontrado intentando robar en su casa. ¿No crees que eso basta para despertar sospechas? Máxime cuando nunca respondiste a las preguntas sobre qué le pasó a Vago. Además sabemos que la historia que tú y Azucena nos contasteis no era más que un montón de mentiras.

– ¿Se lo habéis preguntado a Bondadoso? -En cuanto hice la pregunta supe que era una tontería. Cualquier cosa que dijera Bondadoso no tenía importancia, dado que la verdad, al menos respecto a quién era yo, había salido a la luz. Recordé la visión de la hija del comerciante cuando entró en el patio de Mono Aullador, con la falda flotando alrededor de las pantorrillas y el ruido de las sandalias contra el suelo; de repente me di cuenta del riesgo que había corrido y de que, por la razón que fuese, no había servido de nada-. ¿Qué me dices de Azucena? -pregunté con un hilo de voz.

– ¿Qué pasa con ella? -Erguido torció el gesto-. Padre e hija son tal para cual, y Luz Resplandeciente era peor que los dos juntos. ¡Si alguien de esa familia me llamara por mi nombre tendría que ir corriendo a mi casa y preguntárselo a mi madre para comprobarlo! -Soltó una risotada-. No te preocupes, ha puesto las cosas en orden. Después de que tú salieras por piernas, fue a ver a tu amo y le contó todo lo sucedido.

– ¿Qué?

Escudo rió de una manera muy desagradable.

– ¡Al viejo Plumas Negras en persona! ¡Al primer ministro!

– Por supuesto, ya no tuvimos que hacer gran cosa cuando nos enteramos de quién era tu amo. El viejo dispone de hombres más que suficientes para que te busquen sin necesidad de nuestra ayuda. Si queríamos pillarte por la muerte de Vago, era mejor esperar y ver qué quedaba de ti cuando ellos acabaran contigo. -Me miró con lo que podía pasar por una expresión de lástima-. ¡Por la pinta que tienen algunos de esos tipos, tendrías que dar gracias por que te encontráramos primero!

Me pregunté qué habría impulsado a Azucena a acudir a mi amo, pero ahora tenía preocupaciones mucho más urgentes.

– ¿Adonde me lleváis ahora? -pregunté en voz baja-. ¿A casa del señor Plumas Negras? -Era fácil imaginar qué sucedería después. Mi amo jugaría un rato conmigo y luego me entregaría a las cariñosas atenciones del capitán.

– No. Ahora no. Vas directamente a ver al gobernador.

– ¿A Itzcohuatzin? ¿Por qué él?

– ¿Tú qué crees? Te he dicho que cargarte a Flacucho fue un error. En cuanto supimos quién era el muerto, ordenaron a todos los policías de Tlatelolco que llevaran al criminal ante el gobernador. No sé si el señor Plumas Negras desea otra cosa, ya que eres su esclavo, pero dado que no tengo ninguna otra orden te llevaremos ante el gobernador.

– ¿Qué le pasó a Flacucho? -pregunté.

– ¡Otra vez con lo mismo! -se lamentó Escudo.

– Dínoslo tú -replicó Erguido-. Sabemos que lo atacaste en el lado del canal que está cerca de Pochtlan, muy cerca del puente de Amantlan. ¿Por qué casi en el mismo lugar donde encontramos a su hermano? Supongo que tuviste mala suerte. No creo que lo golpearas con la fuerza suficiente para matarlo, pero se ahogó. Podrías haberlo sacado del agua.

– Quizá creyó que le estaba haciendo un favor al pobre diablo si dejaba que muriera así -opinó Escudo. Las personas que morían en el agua evitaban los terrores y los sufrimientos de la Tierra de los Muertos; pasaban la otra vida en

Tlalocan, el paraíso del dios de la lluvia, donde todo era fértil y nunca escaseaba la comida.

– Yo no lo maté -dije, solo por el placer de escucharlo.

– Eso puedes decírselo al gobernador y a quienquiera que te lo pregunte -respondió Erguido con indiferencia-. Aunque es cierto que me pica la curiosidad. ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué problema tenías con Vago y Flacucho?

– ¡Quería levantarle la falda a la viuda!

El grosero comentario de Escudo evocó un recuerdo, un sueño que creía haber tenido, o mejor dicho una pesadilla: de pronto me encontré de nuevo en un espacio pequeño y oscuro; había una gran serpiente que me rodeaba con sus anillos, y con su arrulladora voz de mujer me decía al oído palabras que hubiesen sitio hermosas y provocativas, pero que en cambio eran todavía más grotescas y repugnantes precisamente por ello.