– Hora de taparse la nariz -nos advirtió-. Aquí es donde amarran las embarcaciones con los excrementos.
Erguido y yo miramos a proa. Estábamos pasando junto a numerosas embarcaciones cargadas con los recipientes de las letrinas de la ciudad para venderlos a los distritos, a los agricultores y a los fabricantes de tintes.
– Con este hedor es normal que no haya mucha gente por aquí -añadió Escudo con una voz nasal. Faltaba poco para la hora más calurosa del día. Yo respiraba por la boca y me pareció que incluso el aire tenía un sabor horrible. No quise ni pensar en cómo sería aquel lugar en pleno verano.
– ¡Cuidado! -gritó Erguido de repente. Una canoa acababa de aparecer delante de nosotros y nos cerraba el paso. Fue como si la hubiesen lanzado desde la orilla en perpendicular en nuestra dirección.
– ¿Qué se ha creído ese tipo? ¡Eh, tú, imbécil, aparta! -le gritó Escudo, pero no pudo añadir nada más en cuanto vio con claridad al único ocupante de la otra embarcación.
Esta vez era imposible confundirlo y atribuirle cualquier otra ocupación. Si el vestido verde y el peinado no bastaban, su forma de empuñar la espada era una prueba más que suficiente. La sostuvo extendida lateralmente para señalarnos que nos dirigiéramos a la orilla.
El capitán y sus hombres formaban un semicírculo en el camino junto al canal.
– ¿Qué hacemos? -susurró Escudo.
– Lo que él diga -respondió Erguido casi sin mover los labios. Me miró, furioso-. ¿Sabes de qué va esto?
No le contesté. El terror me había dejado mudo.
– Vaya, hola, muchacho. -La mitad viva del rostro del capitán mostró una sonrisa retorcida en cuanto me vio-. ¡Temía que no volviéramos a encontrarnos!
– Espera un… -comenzó Erguido.
– ¡Cállate! ¡Vamos, fuera de la canoa!
Erguido maldijo por lo bajo, pero obedeció. Escudo y yo lo seguimos. El capitán y sus hombres nos rodearon en cuanto desembarcamos.
Me coloqué en el borde mismo del canal, entre los dos policías. En ese momento eran mi única protección.
– ¿Qué quieres? -le preguntó Erguido.
– A él, por supuesto.
– ¿Con qué autoridad? Está reclamado por el gobernador. Si él nos dice que os lo entreguemos, tuyo es, pero…
– Esta es mi autoridad… -El capitán levantó la temible espada de cuatro filos y hundió la punta roma en el estómago de Erguido, solo una vez y sin fuerza; luego, con el mismo movimiento siguió hacia arriba hasta que las hojas de obsidiana brillaron delante de los ojos del policía-. Tú harás lo que ella te ordene, ¿de acuerdo? ¡Al cuerno con el gobernador!
Lo que hizo Erguido a continuación fue absolutamente instintivo. De haberlo pensado, aunque solo hubiese sido un momento, quizá habría salvado la vida, pero todo ocurrió con la celeridad del rayo, y cuando vi lo que se disponía a hacer ya era demasiado tarde para intervenir.
Acercó la mano derecha al hombro, donde asomaba la empuñadura de la espada.
Murió antes de que sus dedos llegaran siquiera a rozar el arma. La espada de Zorro le rajó el vientre con un rápido revés. Por un instante, Erguido se mantuvo en pie, con una expresión de asombro en su rostro, mientras miraba cómo se escapaban los intestinos por el tajo. Luego se oyó un eructo; la sangre escapó a borbotones de la boca y Erguido se desplomó de bruces.
Dos guerreros ya tenían bien sujeto a Escudo por los brazos para que no pudiera moverse. Parecía incapaz de hablar. Boquiabierto, miraba el cadáver de su jefe, y pude ver cómo desaparecía la sangre de su rostro.
– Zorro, eres un desastre -afirmó el capitán-. ¿Ahora quién limpiará toda esta porquería?
Escudo intentaba recuperar la voz.
– Tú… tú… -jadeó.
– Cállate. -El capitán acercó su rostro desfigurado al del policía-. Lamento mucho el desafortunado accidente de tu colega. El primer ministro te envía sus condolencias. Es importante que lo recuerdes. «Accidente» y «primer ministro», ¿está claro?
Escudo soltó un sonido que el capitán evidentemente interpretó como un sí, porque se volvió hacia mí.
– En cuanto a ti…
Levantó la espada de cuatro filos. Vi las brillantes hojas negras montadas en hileras, una a una, mientras pasaban por delante de mis ojos con el movimiento ascendente del arma. Sentí cómo se contraía mi estómago y cerré los ojos con todas mis fuerzas para no ver el golpe que me mataría.
No pasó nada.
Abrí los ojos de nuevo.
La empuñadura de la espada tenía una bola en el extremo. Fue lo último que vi. Ocupó toda mi visión mientras avanzaba hacia un punto entre mis ojos, antes de que todo se sumiera en la oscuridad.
2
Mi cabeza era una mazorca. La parte de atrás estaba apoyada en una piedra de moler y alguien me aplastaba la frente con un rodillo de piedra. Mi cráneo era el grano que molerían entre aquellas ásperas superficies.
Solté un grito mientras rodaba sobre mí mismo para escapar de la implacable presión de las piedras, pero mi rostro chocó contra un pie calzado con una sandalia.
– ¡Vaya! -exclamó una voz que conocía y odiaba, la voz de un anciano que había deseado no escuchar nunca más-. Está despierto.
– Ya te he dicho que lo estaba, mi señor. Sé con qué fuerza le di el golpe. Estaba fingiendo.
– Puede ser. -El viejo exhaló un suspiro-. Es tan difícil conseguir esclavos de confianza en estos tiempos… -añadió con voz quejumbrosa.
– ¿Quieres que yo y mis muchachos le enseñemos a comportarse? -El sonido que hace un hombre con media boca cuando chasquea los labios como si se relamiera es algo que no querría escuchar de nuevo nunca más.
– Gracias, capitán. -El viejo hizo una pausa, sin duda con la intención de que la propuesta del otomí calara en mi cerebro y siguiera su camino hasta mis intestinos-. De momento solo quiero que lo levantes. Luego, tú y tus hombres podéis iros a comer. Seguramente estaréis cansados y hambrientos después de la búsqueda. Os mandaré llamar si este esclavo necesita… bueno, si necesito algo más.
– Gracias, mi señor. Eres muy bondadoso.
La manera en que el capitán me puso en pie consistió en sujetarme por la garganta, cosa que hizo muy fácilmente con una de sus manazas, y levantarme en el aire. Comencé a jadear en un intento por respirar mientras mis pies ejecutaban una frenética danza en busca del suelo. Abrí los ojos, pero solo veía una niebla de un leve color rosa.
– Si no te pones en pie -me advirtió el gigantesco guerrero-, te asfixiarás.