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– No falta ninguno. -Mi madre no pudo disimular el orgullo mientras recitaba los nombres de cada muñeco-. Popocatepetl, íztaccihuatl, Tláloc, Yoaltecatl, Quauhtepctl, Cocotl, Yiauhqueme, Tepetzintli, luixachtecatl, que son los de las montañas, y después están Xiuhtccuhtli, Chicomecoatl, Chalchihuitlicue y Ehecatl. Pensé en todo el esfuerzo que ella y mis hermanas habían dedicado a estas figuras, a las imágenes de las montañas que rodeaban la ciudad y a los dioses que la protegían; estaban hechas con una masa de semillas de amaranto con cuentas que imitaban los ojos y semillas de calabaza para los dientes. Por supuesto, era una fantástica excusa para sentarse todas juntas y cotillear. También era un cambio agradable, en la rutina de tejer, preparar tortillas y machacar corteza para fabricar papel, pero de todas formas su trabajo era admirable. Se me acercó una de las personas que se afanaban en el patio.

– ¿Yaotl?

Desconcertado, miré a una joven delgada y vivaracha, mientras intentaba descubrir quién era. Calculé que tendría unos veinte años, pero no recordaba a ninguna mujer de la familia que rondara esa edad. Jade era un año mayor que yo, y mi otra hermana era tan joven que cuando la vi por última vez aún no tenía edad para ingresar en la Casa de los Jóvenes, así que mi madre se ocupaba de enseñarle a cocinar y a hilar la fibra de maguey. Me volví hacia mi madre.

– ¿Neuctli? -pregunté, asombrado.

Su nombre significaba «Miel», y por lo que recordaba el nombre se ajustaba perfectamente al carácter de la pequeña. Ahora me sonrió dulcemente.

– No me habías reconocido, ¿verdad?

– No… no estabas aquí la última vez que vine -conseguí responder mientras continuaba mirándola como un pasmarote.

– ¿Por qué iba a estar?-exclamó mi madre-. Apareciste sin anunciarte tras no sé cuántos años. ¿Qué esperabas? ¿A toda la familia en fila para saludarte? ¡Tuviste suerte de que recordáramos tu nombre!

– Ahora he vuelto -respondí a la defensiva. Miré de nuevo a mi alrededor, y esta vez me concentré en mi familia. Reconocí a Amaxtli, el marido de Jade, un hombre bajo y fuerte que iba vestido con el taparrabos multicolor del guerrero que ha hecho un prisionero y con una capa bordada con escorpiones; estaba en cuclillas junto a la pared, rodeado por sus hijos. Arrodillada un poco más allá estaba la esposa de Glotón, Elehuiloni, una mujer poco agraciada con un bebé que lloraba en sus brazos y una expresión atribulada. Había otros niños de diversas edades correteando y gritando por el patio, pero era incapaz de decir de quién eran hijos porque no recordaba haber visto antes a ninguno de ellos. No vi a mi hermano menor, Copactecolotl, «Gavilán», aunque no era de extrañar; nunca lo encontraría en una casa donde se observara el ayuno, ya que en este se incluía abstenerse de mujeres, y por lo que recordaba, Gavilán jamás se avendría a ello. -Además, no tenía ninguna otra alternativa.

– ¡Pamplinas! Aquí tenías tu casa. Lo único que te pedí fue que fueras a vender papel al mercado, y no que te emborracharas con vino sagrado y acabaras en la cárcel.

– No tenía…

– En cualquier caso, no pienso discutir contigo. -Mi madre se apartó, y vi a mi padre, a unos cuatro pasos de distancia, que me miraba con los brazos cruzados y mostrando los dientes como un perro rabioso.

Parecía una versión más vieja y pesada de mi hermano mayor, León, más grueso de cintura y cuello, y con casi todo el pelo canoso, pero todavía fuerte y vigoroso. Llevaba con orgullo la capa naranja y el pelo peinado como un guerrero que ha hecho dos prisioneros. De haber tenido en el campo de batalla la misma fortuna que había tenido su primogénito, yo habría crecido como el hijo de un famoso plebeyo, no exactamente un gran señor o un noble, pero sí algo parecido, y mi precaria y en última instancia fracasada convivencia con los hijos de los nobles en la Casa de los Sacerdotes quizá hubiese sido muy distinta. El caso era que cada uno de nosotros había tenido que abrirse camino en el mundo por su cuenta, y si alguna vez me hubiese sentido tentado de echárselo en cara, habría bastado que mirara la blanca y dentada cicatriz dejada por la lanza que le había destrozado la rodilla izquierda para recordar que él era tan víctima de su destino como yo. Desafortunadamente no se lo tomaba con la misma filosofía que yo.

– Me dijeron que habías estado aquí. ¿Por qué has vuelto? ¿Has venido a pagarle a tu madre el papel que le robaste? Muy bien. Págale y vete. -Se inclinó hacia mí, apoyándose en la pierna buena-. Si lo que buscas es comida y un techo ya puedes marcharte. ¡Antes te echaría al canal, y no creas que mi rodilla me lo impediría!

Miré a mi madre. Mantenía la cabeza gacha; su rostro estaba cada vez más ruborizado, aunque no sabía si la causa era la vergüenza o el enfado.

– Todo lo que poseo es lo que llevo puesto -comencé a decir-. Siento mucho…

Mi padre casi se desplomó sobre mí, cuando se acercó tambaleante y comenzó a pegarme en el pecho con las dos manos. Sorprendido, retrocedí, y a punto estuve de perder el equilibrio. El viejo me siguió mientras gritaba:

– ¿Lo sientes? ¡Maldito inútil, mentiroso, borracho, ladrón, putero, no vales ni una mierda de perro!

– ¡Mihmatcatlacatl! -le gritó mi madre, en tono de reproche.

Él no le hizo caso. Me golpeó de nuevo, pero esta vez fue un puñetazo de verdad, dirigido contra mi hombro con toda la fuerza de su musculoso brazo derecho y con la potencia de una década de rencor; de pronto me vi en el suelo enredado en la capa.

– ¡Cómo te atreves a aparecer por aquí! ¡Yo te daré «lo siento»! ¡Si supieras todo lo que tuve que sacrificar por ti!

Hizo el gesto de darme un puntapié entre mis piernas abiertas. Afortunadamente, dar puntapiés no era uno de sus fuertes. Su rodilla herida cedió y por un momento se tambaleó, cosa que aproveché para rodar sobre mí mismo y levantarme apoyándome en las manos y las rodillas.

Escapé a gatas. Un pequeño círculo de espectadores, compuesto principalmente por mis sobrinas y sobrinos, se había reunido a nuestro alrededor, y me dirigí hacia él. Me alcanzó antes de que llegara. Sujetó el dobladillo de mi capa y comenzó a tirar hasta que oí cómo se rasgaba la tela.

– ¡Vuelve aquí, cobarde! ¡Todavía no he acabado contigo!

Solté la capa. Conseguí deshacer el nudo con una mano y me ayudé a ponerme de pie con la otra. Me volví rápidamente, a tiempo para ver cómo mi padre caía de culo en el suelo y chillaba de rabia con la capa en una mano.

Mi madre lo llamó de nuevo por su nombre y corrió en su ayuda. A mí me dirigió una mirada de reproche.

– ¡Apártalo de mí! -El viejo se echó a llorar-. ¡No soporto verlo aquí! ¡Échalo de una vez!

Lo miré y lo escuché, desconcertado.

– No te entiendo -protesté-. Ni siquiera permites que te diga por qué estoy aquí.

– Probablemente me busca a mí.

La voz del recién llegado tenía un tono de seguridad que conocía muy bien. Me volví en el momento en que cruzaba el círculo de espectadores. El dobladillo rojo de su magnífica capa de algodón amarillo flotaba alrededor de sus pies y las cintas blancas sujetas en la nuca se ondulaban a cada paso. Los largos cordones de las sandalias golpeaban el suelo como látigos mientras caminaba.