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El Guardián de la Orilla se detuvo para observar la escena que tenía delante; una sonrisa resabiada apareció en su rostro mientras miraba cómo mi madre ayudaba a mi padre a levantarse y yo me frotaba el hombro dolorido.

– Por lo que parece he llegado a tiempo. ¡Veo que finalmente vosotros dos os habéis encontrado!

– ¡León! -Mi padre cojeó hacia mi hermano con los brazos extendidos y un brillo de alegría en sus ojos-. ¡No sabía que vendrías! ¿Has venido para la fiesta?

La reacción a la llegada de mi hermano no podía ser más distinta a la de la mía. Mientras se abrazaban y se daban grandes palmadas en la espalda, miré a mi alrededor. Los chiquillos y sus padres volvieron a sentarse junto a las paredes del patio. Entre ellos vi a Manitas, con cara de vergüenza. Rogué para que mi hermana mayor no lo hubiese molestado demasiado.

– No puedo quedarme. Lo siento -respondió León, cuando consiguió separarse de mi padre-. Me necesitan en casa. -La familia de León vivía en un casa cerca del centro de la ciudad, y si preparaban una fiesta tendría su propio poste en el más grande de sus patios-. He venido a buscar a Yaotl. -Me miró.

– ¿Cómo sabías que estaba aquí? -pregunté, receloso.

– Por casualidad. Ese escorpión que tu amo tiene como mayordomo dijo que te habías marchado, aunque afirmó no saber adonde habías ido. Así que se me ocurrió venir aquí primero. Es donde te encontré la vez anterior, ¿recuerdas? ¡Por lo visto estas visitas se están convirtiendo en una costumbre!

Mi padre me miró con una expresión de repugnancia.

– Pues ya lo has encontrado -afirmó con brusquedad-. Ahora hazme el favor de llevártelo de aquí.

Solté un gemido, ya que estaba a punto de convertirme en el culpable de que mi hermano no pudiera quedarse.

– Escucha -comencé-, solo quería decir…

– Muy bien, nos vamos -me interrumpió León en tono enérgico-. No olvides la capa. -Se volvió hacia mi madre-. Lo siento. El deber nos llama, pero os lo devolveré más tarde.

Mi madre no dijo palabra. Mi padre se me acercó y luego miró a mi hermano.

– ¿Lo devolverás aquí? Ni hablar. ¡No quiero volver a verlo!

León ya se dirigía hacia la salida, entre los chiquillos que intentaban tocar el dobladillo de la capa de su tío, el héroe. Se detuvo y nos miró.

– Os lo devolveré -repitió fríamente-. Lo que después hagas con él es cosa tuya. Pero me parece que vosotros dos tenéis algunos problemas pendientes y no quiero interferir.

Salió del patio, acompañado por los chasquidos de los cordones de las sandalias.

Miré a mis padres. Mi madre me devolvió la mirada. Su rostro parecía tallado en piedra. Mi padre miraba con nostalgia la puerta por donde había salido su hijo favorito.

– ¿Qué? -acabó por preguntar mi madre, con la voz quebrada.

– Ya has oído lo que ha dicho, madre. Tengo que irme. -Me volví.

– ¿Quieres la capa?

– No -le contesté sin volverme-. Quédatela. ¡En pago por el papel!

4

Dejé a Manitas con mi familia. Si mi padre le perdonaba que pudiera ser amigo mío, estaba seguro de que harían que se sintiera bienvenido.

Corrí hacia el canal y alcancé a León en el momento en que se disponía a embarcar en una canoa. Había tres, amarradas en fila: una para León y para mí, y dos para su escolta de fornidos guerreros.

– La experiencia me ha enseñado que debo estar preparado para todo cuando se trata de alguno de tus embrollos -me dijo-. ¡Ahora sube de una vez!

– ¿No vas a decirme adonde vamos?

– Te lo diré en cuanto estés en la canoa. -Para entonces, por supuesto, ya no podría largarme. Sin hacer caso de mi recelo, me embarqué en la canoa. Era eso o volver a casa y dejar que el viejo me diera una paliza-. Debo admitirlo, Yaotl -añadió mi hermano, mientras se acomodaba a mi lado-, cuando te metes en algún lío, lo haces a lo grande. Después de todo, si vas a cabrear a la gente, ¿por qué no ir directamente a la cumbre?

– ¿Se puede saber de qué hablas?

– ¿No lo adivinas? -Se rió-. Es la segunda vez en pocos días que has conseguido algo que la mayoría de la gente no consigue ni una sola vez en toda su vida. -Se inclinó hacia mí para murmurarme cerca del oído en tono confidencial-: ¡Tienes una audiencia privada con el mismísimo emperador!

Anochecía. Los canales y las calles a nuestro alrededor estaban prácticamente vacías. Había acabado la actividad en los comercios, mercados, cortes, palacios y templos. La gente había regresado a sus casas y aún era demasiado temprano para que los comerciantes iniciaran sus actividades nocturnas, o los invitados estuvieran de camino a los bailes y festines que solían comenzar a medianoche. Se habían apagado los toques de trompeta que anunciaban el ocaso y solo se oía el chapoteo del agua contra nuestras tres canoas.

– Mi hora preferida del día -comentó León.

– También es la mía -afirmé-. Cuando era sacerdote me gustaba ver cómo el sol se ocultaba detrás de las montañas. Algunas veces me tocaba cuidarme del fuego en el templo de la pirámide de Tezcatlipoca, e incluso cuando no tenía que hacerlo, subía para disfrutar de la vista. Había veces en que toda la superficie del lago brillaba como una lámina de oro.

– ¿De qué hablas? -Mi hermano me miró, desconcertado-. A mí lo que me gusta es que los canales están desiertos y no tengo que aguantar que los desconocidos me aborden continuamente.

– ¿Qué quiere el emperador?

– No lo sé, aunque imagino que está relacionado con lo que has estado haciendo en Tlatelolco. ¿Vas a contármelo?

Escuchó mi relato en absoluto silencio. Era difícil ver su expresión en la penumbra, pero me pareció que fruncía el entrecejo a medida que me acercaba al final de la historia.

– ¿Qué fue exactamente lo que te pasó anoche en casa de Flacucho?

– No estoy muy seguro -confesé-. En un primer momento creí que solo era un sueño provocado por las semillas de dondiego de día, pero ahora… bueno, algo de todo aquello tuvo que pasar realmente. Me refiero a que allí había una mujer. He encontrado pruebas cuando he despertado esta mañana. Además he visto los trozos cortados de las cuerdas que me sujetaban. Pero no sé nada más.