– Yo nunca tengo sueños como ese -comentó mi hermano con pesar-. De todos modos, si me estás diciendo que solo ha sido otra de esas ocasiones en las que eres incapaz de quedarte con el taparrabos puesto, estoy dispuesto a creerte.
– ¡Eso no es justo! -protesté-. ¡Me habían drogado!
– Eso es lo que dices. No obstante, ahora mismo -manifestó León con seriedad-, tu problema más grave es que el viejo Plumas Negras quiere descuartizar a Espabilado. Tienes de plazo hasta mañana para entregárselo, y si no lo haces correrás la misma suerte, pero no tienes ni la menor idea de dónde puede estar.
– Creía que si daba con el atavío, también daría con él. Eso fue lo que me dijo Bondadoso.
La mención del viejo comerciante provocó un bufido de desprecio de mi hermano.
– ¡Por lo poco que sé de Bondadoso, yo no le daría mucho crédito! -Exhaló un suspiro-. En lo que se refiere a tu amo… no sé qué decirte, hermano. Sabes que haré todo lo posible. -Le creí. En otro momento, no hacía demasiado, no me habría sorprendido verlo entre el público asistente a mi ejecución, feliz y contento de mi destino, pero últimamente nos habían pasado muchas cosas-. ¡La verdad es que el viejo Plumas Negras no es precisamente amigo mío! El problema es que él es el primer ministro y yo solo soy un oficial. Mientras el emperador le deje, es muy libre de hacer su voluntad. -Se rascó la barbilla pensativamente-. Probablemente podría evitar que cometiera un acto ilegal. Incluso para un hombre de su posición sería bastante embarazoso que el Guardián de la Orilla empezara a preguntar qué había sido de su hermano, y él no pudiera dar ninguna explicación. Sin embargo, está en su derecho de amonestarte, sobre todo cuando te has fugado dos veces; no hay poder en México que pueda impedírselo. Tú y yo sabemos muy bien qué pasará si ocurre una tercera vez.
En la entrada del palacio de Moctezuma nos dijeron que fuéramos a la casa de las fieras.
El emperador compartía aquel amplio complejo, que era su residencia cuando estaba en México, con muchas otras criaturas, tanto humanas como animales; de algunas de ellas incluso se podía decir que estaban a medio camino de las dos.
Lo habitual era que Moctezuma hospedara en su casa a un número de sirvientes e invitados de muy diversos rangos, desde el emperador de Tetzcoco hasta los nuevos integrantes de los guerreros Águila, que casi formaban un pequeño ejército. Aproximadamente trescientas personas tenían la única misión de ocuparse de un selecto grupo de residentes: las fieras y las aves. Allí, en jaulas que en muchos casos eran más grandes que la mayoría de casas de México, el emperador tenía ejemplares de todas las especies de animales y pájaros conocidos. Todo lo que tuviera plumas, desde las águilas y los buitres hasta los pinzones y gorriones, tenían una rama donde posarse. Había estanques para los patos y los flamencos de brillantes colores, árboles cargados de frutos para que picotearan las cacatúas y los tucanes, y aguacates para hacer felices a los resplandecientes quetzales y conseguir que desarrollaran sus largas y magníficas plumas verdes de la cola. Era mejor no pensar en lo que comían las águilas y los buitres, pero probablemente era lo mismo que comían los jaguares, los pumas, los osos y los coyotes, que vivían en otra zona del recinto con otros pequeños carnívoros como los zorros y los ocelotes. La dieta incluía carne humana: los cuerpos de las víctimas de los sacrificios.
También había serpientes, que vivían en recipientes forrados con plumas para que pudieran poner los huevos sin romperlos.
– Ahora ya puedes adivinar adonde vamos -señaló mi hermano-. ¡Se los oye con toda claridad!
Los pájaros trinaban, graznaban o chillaban; los jaguares y sus primos rugían y aullaban; y podía imaginar, aunque aún no lo oía, el siseo de las serpientes.
No todos los ejemplares emitían sonidos. No se oía ningún ruido hecho por los humanos. En otra zona estaban los ejemplares más curiosos: hombres y mujeres que habían nacido con más dedos en las manos o en los pies, con las articulaciones al revés, sin ojos o cualquier otra deformidad que los hacía especiales y en la que se habían fijado los dioses para divertirse.
– Espero que el emperador no esté mirando a los hermanos unidos por las caderas -dijo León en tono lúgubre-. No me importa admitir que me inquietan. Los mellizos ya son de mal agüero, pero esos… – Se estremeció.
– Esta noche no, mi señor -le aseguró nuestra escolta-. Está con su nuevo huésped. Por aquí, por favor. -Los rugidos que llegaban desde la zona de los grandes felinos eran cada vez más fuertes, y ahora los acompañaba un hedor insoportable, una mezcla entre el olor de un templo después de haber embadurnado los postes de las puertas con la sangre de una víctima, y el de una perrera.
– Tendrás que cambiarte la capa aquí, mi señor -añadió el guía. Yo no contaba, pero mi hermano no podía presentarse ante Moctezuma vestido con su fina capa de algodón y sus sandalias. Como yo no tenía capa ni sandalias, sencillamente esperé a que reapareciera, descalzo y cubierto con una vieja y remendada capa de maguey que apenas le llegaba un poco por encima de las rodillas.
– No quiero saber qué le pasó a la última persona que se la puso -murmuró, mientras esperábamos que nos hicieran pasar-. ¡Solo espero que su final fuera rápido!
Algo se movía en mi estómago. Intenté controlarlo. La última vez que había estado en presencia del emperador, me habían amenazado con la muerte.
Nuestro acompañante nos indicó con un gesto que ya podíamos pasar.
– ¡Recordad, no es os ocurra mirarlo a la cara! -susurró.
Entre nosotros y la habitación donde esperaba Moctezuma había un único guardia, un rapado, un guerrero de élite que tapaba la entrada y obstruía totalmente la visión porque él y la entrada eran del mismo tamaño. Se apartó mientras anunciaba con un murmullo:
– ¡El Guardián de la Orilla y un esclavo, mi señor!
Mientras me prosternaba en el suelo, me pregunté por qué había hecho el anuncio en una voz casi inaudible.
Con el rabillo del ojo vi que la habitación daba directamente a un jardín. La débil luz del atardecer entraba por una gran abertura y trazaba en el suelo un dibujo cuadriculado que me intrigó hasta que descubrí qué era: la abertura al jardín tenía una reja. No sabía a qué impedía la entrada, pero me pareció oír un rumor entre las hojas en el exterior.
Moctezuma el Joven estaba sentado delante de la abertura y miraba hacia el jardín. La mayor parte de su cuerpo quedaba oculta por el respaldo de la silla de mimbre que habían colocado allí para él; y apenas se veía una sombra irregular contra el débil resplandor del jardín. Sin embargo, la luz allí donde tocaba su rostro, de facciones delicadas y con una perilla muy bien recortada, y la mano apoyada en el brazo de la silla más cercano a mí, lo perfilaba de forma espectral, como si un hilo de plata siguiera el trazo.
Había un hombre de pie a un lado y un poco más atrás que la silla. Me dije que debía de ser el intérprete, porque Moctezuma no solía hablar directamente con nadie excepto con sus súbditos más destacados.