Me sobresalté al oír la voz de mi hermano, que pronunciaba el saludo de rigor.
– ¡Mi señor! ¡Oh, mi señor! ¡Mi gran señor!
Las palabras de mi hermano fueron seguidas por un silencio absoluto. Incluso cesó el rumor en el jardín.
Luego se oyó el murmullo de Moctezuma. No estaba seguro de que hubiese dicho alguna palabra, pero el significado debía de ser lo bastante claro como para que el intérprete se volviera hacia nosotros y dijera:
– ¡El emperador dice que te calles!
Oí el ruido que hizo León al tragar saliva.
Me arrodillé, aplasté el rostro contra el suelo y me pregunté si podría disminuir el ruido de mi respiración haciéndolo solo por un orificio de la nariz; entonces, un débil crujido de la silla del emperador me dijo que este se había relajado un poco. Al cabo de un momento creí oír de nuevo el mismo rumor de antes. Ahora sonaba un poco más fuerte, más confiado, como si fuera lo que fuese lo que hacía hubiese decidido mostrarse en lugar de moverse cautelosamente en la espesura.
– Ah. -No había duda de que era de la voz del emperador. Sonaba satisfecha, y sentí un alivio tan profundo que me arriesgué a espiar qué estaba sucediendo en el jardín. Tardé un momento en verlo-. Aquí llega.
Torcí el cuello en una posición forzada, de tal modo que pudiera mirar sin correr el riesgo de cruzarme con la mirada de Moctezuma si por azar este se volvía.
El jardín tenía el aspecto de no haber sido cuidado en años. Las plantas crecían en un desorden total, excepto un pequeño espacio delante mismo de los barrotes donde solo había media docena de árboles artísticamente colocados. Estaban tan apiñados que, si alguien quisiera limpiar la maleza, tendría que hacerlo provocando un incendio. Sin embargo, lo importante no eran las plantas ni la decoración. Había algo más, algo que apenas alcanzaba a distinguir: era una silueta pálida que estaba entre los troncos y la hojarasca, más allá del claro.
Se movía; pude ver una forma blanca alargada que se deslizaba por el suelo con tanta suavidad que la confundí con una serpiente, hasta que vi que se movía sobre unas patas. Adelantaba una pata cada vez, y esperaba hasta haber apoyado la zarpa lenta y silenciosamente en el suelo antes de levantar la otra; las patas traseras las mantenía recogidas y tensas como un arco, de forma que mantenía el cuerpo muy pegado al suelo pero sin rozarlo. Estaba acechando algo. Tenía sus orejas triangulares muy erguidas y los ojos, extrañamente pálidos contra el rostro blanco, estaban muy abiertos.
Solo vi a la presa en el momento de su muerte.
Era un perro pequeño. Los guardianes lo habían atado a una larga cuerda sujeta a una estaca en mitad del claro, aunque no era necesario. Se trataba de una de aquellas pequeñas y rechonchas criaturas sin pelo que comíamos, nacidas y criadas para acabar en la cazuela; cualquier instinto de supervivencia, de escapar o de defender su vida, había desaparecido hacía muchísimas generaciones. No tuvo la menor idea de qué le esperaba hasta que el jaguar saltó.
La criatura se convirtió en un relámpago blanco. Solo cuando las enormes garras se cerraron alrededor del perro, la víctima reaccionó. El pobre animal soltó un único ladrido y saltó para escapar, pero la cuerda se tensó al máximo, lo frenó cruelmente y volvió a echarlo al suelo. Antes de que llegara a tocarlo, una zarpa lo golpeó en el aire con tanta fuerza que lo lanzó de lado y le partió el cuello.
La gigantesca cabeza se inclinó para recoger su comida. La sostuvo en alto y por un momento aquellos extraños ojos claros miraron directamente a los del emperador. Parecía que supiera que era la única criatura en México que podía hacer aquello y salvar la vida.
Profirió un gruñido sorprendentemente suave. Sacudió al perro una vez y lo dejó caer con desprecio.
Cuando comenzó a devorarlo, oí un largo suspiro del hombre que estaba en la silla.
– Podéis mirar -anunció el intérprete, solemnemente-. Quizá nunca volveréis a verlo.
No hacía falta que me autorizaran a mirar al animal. Escuché la exhalación de mi hermano. Supuse que llevaba rato conteniendo la respiración. Luego oímos de nuevo la voz del emperador.
– Un jaguar blanco. Una criatura perfecta. La más noble de las bestias, y del color del este, la dirección de la luz y la vida.
– Es un animal hermoso, mi señor -se aventuró a decir mi hermano.
Hubo una pausa. Moctezuma murmuró algo y el intérprete nos lo transmitió.
– Así es. Vienen de un territorio próximo a Cuetlaxtlan, cerca de la costa del mar Divino. Cuando el gran señor Tlacael el, el padre de tu amo, Yaotl, era primer ministro, le divertía imponer a los habitantes de aquella ciudad que se habían rebelado contra nosotros el castigo de pagar el tributo con pieles de jaguar blanco en lugar de moteadas. Pensaba que estarían tan ocupados buscándolas que no les quedaría tiempo para organizar otra revuelta. -Se oyeron más murmullos desde la silla-. Les dije que les reduciría parte del tributo anual si me conseguían un ejemplar vivo. ¡Y aquí está!
Oír mi nombre en labios del emperador, o al menos en los de su intérprete, me sorprendió tanto que no pude callarme.
– Mi señor, ¿por qué nos has mostrado esto?
Siguió otra larga pausa, durante la cual la figura sentada en la silla no se movió en absoluto. Por fin habló de nuevo; el intérprete comenzó a transmitir sus palabras antes de que acabara su parlamento.
– El jaguar blanco es sin duda el emperador de todas las bestias. No teme a nada ni a nadie, y no hay nada comparable a él. ¡Sin embargo es casi ciego! Si lo vierais durante el día comprobarías que tiene los ojos rosados. No soporta el sol, y solo sale de noche. Podría haberte matado con la misma facilidad que a ese perro, Yaotl. Lo sabes. También a tu famoso hermano. No tengo más que ordenarlo y ambos estaríais muertos en un instante. Pero el poder, sin comprensión, sin saber qué pasará, ¿de qué sirve? ¡Soy tan ciego como el jaguar blanco, que a pesar de toda su fuerza estaría muerto si no lo hubiesen capturado recién nacido para traerlo aquí!
De nuevo reinó el silencio, y esta vez fui yo quien lo rompió.
– Mi señor, ¿qué quieres?
Moctezuma y su intérprete no dijeron nada. El emperador parecía absorto observando a su mascota favorita mientras devoraba su comida. Solo cuando los gruñidos de satisfacción y el ruido de los dientes disminuyó, volvió a murmurar. Lo que dijo fue tan ininteligible como siempre, aunque hubo una palabra que oí con claridad: Flacucho.
– Anoche -dijo el intérprete-, un hombre llamado Flacucho, un plumajero, murió en el canal entre Pochtlan y Amantlan. Esta mañana dos policías del distrito de Pochtlan te encontraron en su casa. Me han dicho que su canoa zozobró mientras te llevaban al palacio del gobernador de Tlatelolco y que aprovechaste la confusión para darte a la fuga.
No pude contenerme ante tal falsedad.
– ¡No escapé! ¡Me secuestraron!